no se trataba solo de fragancias que combinaban el sándalo y el azafrán sino de la garra que ella ponía en el marketing.
Selva se asomó a la ventana de la oficina, vio pasar por las callecitas empinadas docenas de turistas, algunos que simplemente iban a tomar sol y pasar un día de playa; otros que eran adoradores de Salvador Dalí. Cadaqués había sido el hogar del conocido pintor durante un largo tiempo; el azul del mar había inspirado los azules de su pintura, así clamaba la leyenda. Había sido un genio y había elevado la pintura española por esos años, junto a Picasso, para posicionarla entre los primeros lugares del mundo. La humanidad recordará al siglo xx como el siglo de Dalí y de Picasso. También Miró, por supuesto, también Joan Miró. Esto que ella repetía, convencida, solía decirlo su padre, Cayetano Aguilar y Moré, en su taller y en algunas entrevistas que le hicieron en el periódico La Vanguardia. Cayetano Aguilar y Moré había sido catalán, había pintado y admirado hasta la locura a Dalí, y había pintado sus cuadritos también. Él los llamaba así: “sus cuadritos”; los bodegones con sardinas, la sombra de una mujer en la arena. En la actualidad, ya no se pintan más cuadros sobre bodegones y naturalezas muertas, pasaron de moda en el arte pictórico, reflexionó Selva, sin embargo, se les toma una foto con el teléfono a la comida que uno tiene en el plato y se la sube a Instagram, o a Twitter o a Pinterest, alguna de esas redes sociales, al paso, que cuentan tu vida o que te cuentan tu vida a ti mismo, como la voz de la conciencia. Todo el mundo sube continuamente los platos exóticos o coloridos, o los tradicionales que nos sirven y nos servimos. Nos gusta comer, es la gran pasión de los humanos, tal vez el resto de las cosas existen para entretenernos y alejar nuestra mente de la comida. Ella había comprendido esto en 1990 cuando abrió la empresa Selva Fragrances y comenzó a trabajar con aromas de alimentos para los perfumes: limón era un clásico, pero ¿pera, jengibre, cacao? Sus fragancias inspiradas en alimentos generaron una vanguardia en la industria del perfume.
Había aprendido a pintar gracias a su padre. Había aprendido a oler gracias a la cocina de su madre.
Cayetano Aguilar y Moré no había rendido culto monogámico a su esposa, pero tampoco había sido un adicto al sexo como Pablo Picasso. Cayetano Aguilar y Moré tuvo cuatro hijos, de los que estaba muy orgulloso, porque tres de ellos se dedicaban al arte y enseñaban en las mejores universidades europeas, y el cuarto era diplomático en Londres.
A la quinta hija no la había reconocido como suya, no la quería. Había nacido de una amante a la que visitó con frecuencia hacia el final de la década de los cincuenta, Lucía Arroyo –Cayetano había pintado algunas desmañadas acuarelas con Lucía posando desnuda–, y ya habían roto la relación –escándalo mediante que le armara la esposa legal, quien pertenecía a la alta burguesía catalana y no podía permitir que su esposo anduviera en amores con una tabernera–, cuando Lucía le informó que estaba esperando un hijo. Una hija fue, Selva Moré, a la que pidió conocer cuando estaba medio ciego y ya en su lecho de muerte. Pero Selva no estaba disponible ese día para visitar a su padre. Estaba en prisión pagando una condena por estafa y falsificación.
Por cierto, Selva Moré no existió nunca. Nació como Silvia Arroyo, tal era el apellido de su madre. Selva Moré fue el nombre más poético y sonoro que se le ocurrió. Y el que tomó con prepotencia de su padre, sin pruebas de paternidad de por medio, y porque Moré es un apellido que existe y suena como cualquier otro.
Silvia Arroyo, o sea, su nombre verdadero, desde siempre supo quién era su padre, aunque él renegara de ella y ninguno de sus medio hermanos hubiera detenido su paso en la calle para hablarle un instante cuando ella les suplicaba.
–Alberto, detente un momento…
Y nada.
–Carlos, tenme piedad un minuto que te hablo, soy tu hermana…
Y el hombre seguía de largo.
–Abel, que soy la hija de Lucía Arroyo, y tú sabes que ella es la mujer escondida de tu padre, nuestro padre…
Pero tampoco Abel detenía su paso para volverse y hablarle.
–Gonzalo, que eres mi última esperanza. El hermano más pequeño de todos los Aguilar y Moré sin corazón. Me conoces, date la vuelta y mírame, por favor. Háblame; soy tu hermana, Silvia, la que tu padre tuvo con Lucía, su amante con la que vivió en Hostalric. A quien pintó desnuda y cuyos retratos colgó en el Gerona. ¡Gonzalo, que eres mi sangre!
A Gonzalo poco le importaba qué cosas había hecho su padre, en dónde se había bajado los pantalones y en dónde se los había subido.
De modo que Selva Moré se hizo a sí misma y a despecho de sus medio hermanos, que no la querían; estudió en el Conservatorio de las Artes de Barcelona y se graduó con una tesis sobre el significado del duelo en el uso del color azul en Pablo Picasso. Pero resultó que tenía mejor pincel que capacidad para retener el estudio, y había empezado, solo por diversión, a imitar a Picasso. Mil veces la interrogaron después acerca de cuál había sido su intención cuando empezó a copiar a Picasso.
–Ninguna, matar el tiempo –respondía Selva cada vez.
Primero lo hizo pintando detalles del cuadro La cerveza: un bebedor sentado, en soledad absoluta, frente a un jarro de cerveza. Con una mano, el bebedor de cerveza toca el vaso; con la otra sostiene su rostro. La mirada está perdida en algo cercano, que él contempla con indiferencia. Es invierno, porque el modelo tiene un abrigo azul marino y un suéter oscuro. Apenas lo vio –en reproducciones de libros y en una muestra itinerante en Madrid–, Selva se sintió identificada con el bebedor. ¿Cuántos años tenía ella entonces? ¿Veintiséis, veintisiete? Compró una tela y unos cuantos pomos de óleo que diluyó en un producto que le hacía arder los ojos. Se concentró en la boca y el mentón del modelo de Picasso y pintó. Fijó su atención en cada pincelada. La boca del bebedor de cerveza había quedado idéntica. Ni siquiera un erudito maestro de arte hubiera podido distinguir el original de la copia; si su padre no la hubiese rechazado, habría estado orgulloso de Selva. Ella, en verdad, era quien había heredado la sangre artística paterna.
Por aquellos días, Selva –aún Silvia– había tenido la idea de hacer una muestra. Conocía algunas galerías de arte y algunos marchantes que podrían estar interesados en exhibir sus versiones de Picasso azul… La idea le dio vueltas unas semanas, hasta que el diablo metió la cola. El diablo tenía la forma de un profesor de la universidad, una eminencia, Santiago Alba, que la sedujo al instante por todo su saber en historia del arte y por el arte que ponía para hacerle el amor en la cama. Antes de él, Selva no había hecho el amor con nadie. ¡Había llegado virgen casi a los treinta años y solamente porque el tiempo se había empeñado en pasar mientras ella estaba entretenida pidiéndoles a sus hermanastros que le prestaran atención! El día que tuvo sexo por primera vez estaba muerta de miedo, pero llena de ganas. Es así, pensó, como se debe hacer el amor. El profesor, que se creía más vigoroso y potente de lo que después resultó, le sugirió que pusiera una toalla sobre las sábanas, así no las manchaba con sangre por la pérdida de la virginidad y la rotura de su himen en aquella estrecha camita de soltera. Selva le hizo caso igual que si hubiera sido un mandato de Dios en persona, aunque luego resultó que la mancha era mínima, redonda, del tamaño de una moneda de cobre de cinco céntimos, una “perra chica”, como se le decían por ese entonces. Una perra chica de cobre. Ni siquiera un reguero de sangre como para tener algo que contar de aquel que, ella supuso al principio, era su gran amor. Guardó el color lacre de esa sangre en su retina. Y usaba ese color en el moño de seda que ponía a cada uno de los recipientes de las Selva Fragrances.
Durante tres semanas el profesor fue su estrella guía, y ella bebía y comía de su mano; fue muchos años después, reflexionando entre asfixiantes cuatro paredes, cuando comprendió que el amor había sido un mero ejercicio del profesor para ablandarla. Al cabo de tres semanas, y mientras ella abordaba la segunda imitación de Picasso de Mujer en camisa, fue cuando recibió la propuesta que cambiaría su vida. Su amado profesor universitario tenía una visión menos ideal del arte: “Debía servir para esquilmar gilipollas”, tal fue su expresión exacta. El maestro le propuso falsificar La cerveza y Mujer en camisa; él