como también poseían modales nada afectados y facilidad para la conversación, conseguían pasar ante el mundo como bellezas hasta que las absorbía el mercado matrimonial y, de este modo, a la larga al mundo ya no le importaba si eran bellezas o no. Las señoritas Gresham estaban creadas en el molde De Courcy y no eran por ello menos queridas por su madre.
Las dos mayores, Augusta y Beatrice, vivían y al parecer era probable que vivieran. Las cuatro siguientes se apagaron y murieron una tras otra, todas el mismo triste año. Las enterraron en el cementerio nuevo y bien cuidado de Torquay. Venía luego un par de florecillas, nacidas a la vez, débiles, delicadas, frágiles, de pelo oscuro y ojos también oscuros, de rostro delgado, alargado y pálido, de manos largas y huesudas y pies largos y huesudos, a quienes la gente contemplaba como si fueran a seguir con pasos rápidos la suerte de las otras hermanas. Sin embargo, ni la siguieron ni sufrieron como habían sufrido sus hermanas, y ciertas personas de Greshamsbury lo atribuían al hecho de que en la familia había habido un cambio de médico.
Luego venía la más joven del rebaño, cuyo nacimiento hemos dicho que no fue saludado con demasiado júbilo, pues, cuando vino al mundo, otras cuatro, de sienes pálidas, mejillas y constitución también pálidas y apagadas, brazos blancos, esperaban el permiso para abandonarlo.
Tal era la familia cuando, el año 1854, el hijo mayor cumplía la mayoría de edad. Había sido educado en Harrow y ahora estaba en Cambridge, pero, como es natural, ese día se hallaba en casa. La mayoría de edad debe de ser una fecha señalada para un joven nacido para heredar muchos acres y mucha riqueza. Las múltiples felicitaciones; los cálidos ruegos con que los mayores del condado dan la bienvenida a un hombre más; el afectuoso cariño maternal de las madres de los alrededores que le han visto crecer desde la cuna, o de madres que tienen hijas, tal vez, lo bastante bellas, buenas y dulces para él; los saludos dichos en voz baja, medio tímidos pero tiernos de las muchachas, que ahora, quizás por primera vez, le llaman por su apellido, enseñadas por el instinto más que por la obligación de que ha llegado el momento de abandonar el familiar Charles o John; los jóvenes afortunados nacidos en buena cuna felicitándolo al oído mientras le dan una palmada en la espalda y le desean que viva mil años y que nunca muera; los gritos de los arrendatarios; los buenos deseos de los viejos granjeros que vienen a retorcerle la mano; los besos que recibe de las esposas de los granjeros y los besos que él da a las hijas de los granjeros, todas estas cosas contribuyen a hacer agradable al joven heredero su veintiún cumpleaños. No obstante, para un joven que se siente responsable y que no hereda ningún privilegio, es muy posible que el placer no sea tan intenso.
Se supone que el caso del joven Frank Gresham está más cerca de lo primero que de lo segundo, pero, con todo y con eso, la ceremonia de su mayoría de edad no era en absoluto como la habría celebrado su padre. Ahora el señor Gresham era un hombre en aprietos y, aunque la gente no lo supiera, o, al menos, no supiera que estaba en una situación muy difícil, no tuvo el valor para abrir de par en par la mansión y el parque para recibir a la gente del condado a manos llenas como si las cosas le fueran del todo bien.
Nada le iba bien. Lady Arabella no dejaba que nada a su alrededor fuera bien. Ahora todo resultaba una contrariedad. Ya no era un hombre alegre, feliz, y la gente de Barsetshire del este no esperaba una gran fiesta para la mayoría de edad del joven Gresham.
En cierto modo sí hubo una gran fiesta. Era julio y las mesas se hallaban distribuidas bajo los robles para los arrendatarios. Se hallaban distribuidas las mesas y la carne, la cerveza y el vino, y Frank, mientras las recorría y estrechaba la mano a los invitados, expresaba el deseo de que su trato con cada uno de ellos durara mucho y fuera mutuamente provechoso.
Ahora debemos dedicar unas palabras al lugar de la acción. Greshamsbury Park era una casa solariega inglesa; era y es. Pero es más fácil decirlo en tiempo pasado, pues hablamos de ella refiriéndonos a una época pasada. Hemos mencionado Greshamsbury Park. Había un parque así llamado, pero en general se conocía a la mansión como Greshamsbury House, y no se hallaba en el parque. Quizás la describiremos mejor si decimos que el pueblo de Greshamsbury consistía en una calle larga y extensa, de una milla de longitud, cuyo centro se redondeaba, de modo que media calle se unía en ángulo recto con la otra mitad. En este ángulo se alzaba Greshamsbury House, y los jardines y terrenos a su alrededor llenaban el espacio creado. Había una entrada con una gran verja a ambos extremos del pueblo y cada verja estaba custodiada por la efigie de dos enormes figuras paganas con una especie de garrotes que sostenían el blasón familiar. Conducían a la casa desde cada entrada dos calles anchas, muy rectas, que recorrían una majestuosa avenida de tilos. Se construyó con el más rico, quizás debiéramos decir en el más puro estilo Tudor. Aunque Greshamsbury es menos acabada que Longleat[5], menos magnífica que Hatfield[6], puede afirmarse en cierto sentido que es el más bello ejemplo de arquitectura Tudor que puede darse en pleno campo.
Se alza en medio de un extenso y bien dispuesto jardín y un terraplén construido en piedra, separados entre sí: a nuestra mirada no es esta vista tan atrayente como la amplia extensión de hierba que suele rodear nuestras casas de campo; no obstante, el jardín de Greshamsbury es célebre desde hace dos siglos y se creería que cualquier Gresham que lo modificara destruiría uno de los paisajes familiares más conocidos.
Greshamsbury Park, así llamado con propiedad, se extiende hacia lo lejos, hasta el otro lado del pueblo. Frente a las dos grandes verjas que conducen a la mansión había dos pequeñas verjas, una daba al establo, a la perrera y a la hacienda, y la otra al parque de ciervos. Este último constituía la entrada principal a las tierras solariegas, una gran y pintoresca entrada. La avenida de tilos que a un lado llevaba a la casa, al otro se extendía un cuarto de milla y parecía terminar en una elevación abrupta del terreno. A la entrada había cuatro salvajes con cuatro garrotes, dos en cada puerta, y todo, con las sólidas verjas de hierro, coronado con un muro de piedra en donde se erigía el escudo de armas familiar, las casas del guarda construidas en piedra, las columnas dóricas, recubiertas de hiedra, los cuatro ceñudos salvajes y el extenso terreno a través del cual se abría la carretera y que lindaba con el pueblo; todo era lo bastante imponente y daba a entender la grandeza de la antigua familia.
Quien las examinara más de cerca vería que bajo las armas había una voluta que presentaba el lema de los Gresham y que se repetían las palabras en letra más pequeña debajo de cada salvaje. En los días de elección del lema, algún experto en heráldica y armas había escogido Gardez Gresham como leyenda apropiada que representaba los peculiares atributos de la familia. Pero ahora, desafortunadamente, no se ponían de acuerdo en cuanto a la idea que significaba. Algunos declaraban, con mucho entusiasmo heráldico, que iba dirigido a los salvajes, a los que se llamaba para que cuidaran de su señor, mientras que otros, con quienes me siento inclinado a estar de acuerdo, aseveraban con igual certeza que era un consejo a la gente en general, en especial a aquellos que tienden a rebelarse contra la aristocracia del condado: «Guárdate de los Gresham». Este último significado presagiaría su fuerza, afirman los que sostienen tal opinión, mientras que para los anteriores equivaldría a debilidad. Los Gresham siempre han sido gente fuerte y nunca dada a la falsa humildad.
No pretendemos dilucidar la cuestión. Por desgracia, ambos pareceres no encajaban por igual con la suerte familiar. Tantos cambios habían tenido lugar en Inglaterra, que los Gresham no hallaron ningún salvaje que pudiera protegerlos. Debían protegerse a sí mismos como el pueblo llano, o vivir sin protección. En la actualidad no era necesario que los vecinos temblaran de aprensión cuando un Gresham frunciera el ceño. Sería deseable que el actual Gresham fuera indiferente al ceño de algunos de sus vecinos.
Pero los viejos símbolos permanecían y muchos de tales símbolos siguen permaneciendo entre nosotros. Son todavía apreciados y dignos de ser apreciados. Nos hablan de emociones auténticas y viriles de otros tiempos, y para quien sepa leerlos explican más verdadera y plenamente que la historia escrita cómo se han convertido los ingleses en lo que son. Inglaterra ya no es un país comerciante en el sentido en que este adjetivo se usa. Esperemos que no lo sea. Podría calificarse de feudal o caballeresca. En la civilizada Europa del oeste existe una nación en la cual hay grandes señores, quienes, con los propietarios de las tierras, constituyen la genuina aristocracia, la aristocracia que se juzga mejor y más adecuada para gobernar, siendo esa nación la inglesa. Elijamos diez hombres