era Scatcherd. Sólo nos importan, de esta familia, dos miembros, un hermano y una hermana. Ocupaban una posición baja en la sociedad, pues el primero era albañil y la segunda, aprendiz de sombrerera. Sin embargo, eran, en cierto sentido, gente muy notable. La hermana tenía fama en Barchester de ser un modelo de belleza del tipo fuerte y robusto, y aún tenía mejor reputación como muchacha de buen carácter y conducta honesta. Su hermano se sentía orgulloso tanto de su belleza como de su prestigio, y aún se sintió más cuando la pidió en matrimonio un decente comerciante de la ciudad.
Roger Scatcherd también tenía fama, pero no por su belleza o por la propiedad de su conducta. Se le conocía como el mejor albañil de los cuatro condados y como quien, en determinadas ocasiones, podía beber más alcohol en todo ese territorio. Como trabajador, en realidad, su fama era insuperable: no sólo era un albañil rápido y bueno, sino que además tenía la capacidad de convertir a los demás en albañiles. Tenía el don de saber lo que alguien podía y sabía hacer. Y, gradualmente, le enseñaba lo que cinco, diez y veinte y, finalmente, mil y dos mil hombres podrían realizar entre todos. Esto lo sabía hacer sin la ayuda de papel y lápiz, con los que no estaba familiarizado, ni lo estaría. Tenía otros dones y otras inclinaciones. Podía hablar de manera peligrosa para sus adentros y para los demás. Podía convencer sin saber que lo hacía y, al ser en extremo demagogo, en los días ajetreados anteriores al Proyecto de Reforma, originó una barahúnda en Barchester, de la que ni él mismo tuvo noción.
Entre sus otros defectos, Henry Thorne tenía uno que sus amigos consideraban peor que los demás y que quizás justificaba la severidad de la familia de Ullathorne: le encantaba relacionarse con gente de posición social inferior. No sólo bebía —eso podría perdonarse— sino que bebía en garitos con gente vulgar; eso decían sus amigos y eso decían sus enemigos. Él negaba la acusación al estar hecha en plural y declaraba que el único compañero de juerga vulgar era Roger Sactcherd. Con Roger Scatcherd se relacionaba y se volvió tan demócrata como el propio Roger. En cambio, los Thorne de Ullathorne eran tories de la clase más alta.
Si Mary Scatcherd aceptó enseguida la oferta del respetable comerciante, no lo sé decir. Después de que ocurrieran ciertos sucesos que deben ser contados con brevedad, ella declaró que nunca lo hizo. Su hermano afirmaba que ella sí lo hizo. El respetable comerciante rehusó hablar del asunto.
Es cierto, sin embargo, que Scatcherd, quien hasta entonces había guardado silencio sobre su hermana en esas horas de relaciones sociales que pasaba con sus amigos, se jactaba del compromiso cuando, según decía, se hizo, y también se jactaba de la belleza de la muchacha. Scatcherd, a pesar de su ocasional intemperancia, tenía sus aspiraciones en esta vida, y el futuro matrimonio de su hermana era, a su juicio, conveniente para sus ambiciones familiares.
Henry Thorne había oído hablar y había visto a Mary Scatcherd, pero, hasta entonces, ella no había caído en sus garras. No obstante, en cuanto él oyó contar que se iba a casar decentemente, el diablo le tentó e hizo que él la tentara a ella. No hace falta contar toda la historia. Resultó para todos claro que él le hizo varias promesas de matrimonio, incluso se las llegó a dar por escrito. Después de haber compartido con ella los días de fiesta —domingos o tardes de verano— él la sedujo. Scatcherd le acusó abiertamente de haberla intoxicado con sus drogas, y Thomas Thorne, quien se ocupó del caso, creyó al final la acusación. Se supo en todo Barchester que Mary tuvo un hijo y que el seductor era Henry Thorne.
Roger Scatcherd, cuando le llegó la noticia, se emborrachó totalmente y juró que mataría a ambos. Con gran cólera, sin embargo, se dirigió armado primero al encuentro de él. No llevaba consigo más que sus puños y un gran palo cuando salió en busca de Henry Thorne.
En ese tiempo los dos hermanos se alojaban en una hacienda cerca del pueblo. No era el hogar deseable para un médico, pero el joven doctor no logró establecerse convenientemente desde la muerte de su padre y, como deseaba controlar a su hermano, se instaló allí. A esta hacienda llegó Roger Scatcherd una bochornosa noche de verano. La furia relucía en su mirada enrojecida, la rabia se convertía en locura a medida que daba pasos rápidos desde la ciudad. Su vehemente estado de ánimo estaba conmocionado.
Justo en la puerta del corral, de pie, plácidamente, con el cigarro en la boca, encontró a Henry Thorne. Había pensado buscarlo por toda la casa, reclamar a su víctima con grandes gritos y dirigirse a él a pesar de todos los impedimentos. En lugar de eso, ahí estaba el hombre, ante él.
—Y bien, Roger, ¿qué hay? —preguntó Henry Thorne.
Estas fueron las últimas palabras que pronunció. Le respondió un golpe dado con un palo de un árbol. Sobrevino una pelea, que terminó con el cumplimiento de su palabra por parte de Scatcherd, como correspondía al ofensor. Nunca pudo determinarse con exactitud cómo el golpe dio en la sien: un médico afirmó que se había dado en una pelea con un palo pesado; otro pensaba que se había usado una piedra; un tercero sugirió que podría haber sido con un martillo de albañil. Sea como fuere, se probó que no había sido un martillo y el mismo Scatcherd insistió en declarar que en sus manos no hubo más arma que el palo. No obstante, Scatcherd estaba bebido y, aunque pretendiese decir la verdad, podía haberse equivocado. Sin embargo, estaba el hecho de que Thorne había muerto, de que Scatcherd había jurado matarle una hora antes y de que había cumplido su amenaza sin más dilación. Lo arrestaron y juzgaron por asesinato. Todas las desagradables circunstancias del caso salieron a relucir en el juicio: le encontraron culpable de asesinato y le condenaron a seis meses de prisión. Quizás a nuestros lectores les parezca demasiado severo el castigo.
Poco después del fallecimiento de Henry Thorne llegaron al lugar Thomas Thorne y el granjero. Al principio el hermano se puso furioso y deseoso de vengar el crimen de su hermano, pero, vistos los hechos, cuando se enteró de la provocación y de cuáles eran los sentimientos de Scatcherd al salir de la ciudad, decidido a castigar a quien había arruinado la vida de su hermana, se operó un cambio en su corazón. Fueron días de prueba para él. A él le correspondía hacer lo que pudiera por impedir las injurias que merecía la memoria de su hermano; también le correspondía salvar o intentar salvar del castigo indebido al desdichado que había derramado la sangre de su hermano; y también le correspondía, o al menos así lo creía, cuidar a la pobre mujer caída cuya desgracia no desmerecía a la de su hermano.
Y él no era la clase de persona que haría algo así a la ligera o con la tranquilidad con que en otra situación habría actuado. Pagaría por la defensa del prisionero; pagaría por la defensa de la memoria de su hermano, y pagaría por el bienestar de la pobre muchacha. Haría todo esto y no dejaría que nadie le ayudara. Se hallaba solo en el mundo e insistía en seguir así. El anciano señor Thorne de Ullathorne se volvió a ofrecer con los brazos abiertos, pero él había concebido la disparatada idea de que la severidad de su primo había conducido a su hermano a ese final trágico y, en consecuencia, no aceptó la bondad de Ullathorne. La señorita Thorne, la hija del anciano señor —una prima considerablemente mayor que él, con quien había tenido mucho trato—, le envió dinero y él lo devolvió en un sobre blanco. Ya tenía bastante para el desdichado propósito que tenía en mente. En cuanto a lo que pudiera suceder después, le era indiferente.
El asunto fue sonado en el distrito y lo siguieron muy de cerca muchos magistrados del condado y alguien en particular: John Newbold Gresham, que estaba vivo entonces. Al señor Gresham le conmovió la energía y el sentido de la justicia mostrados por el doctor Thorne en tal ocasión y, cuando acabó el juicio, lo invitó a Greshamsbury. La visita acabó con el establecimiento del doctor en el pueblo.
Debemos regresar un momento con Mary Scatcherd. Se libró del necesario enfrentamiento con la ira de su hermano, pues su hermano se hallaba bajo arresto por asesinato antes de que pudiera reclamarle algo. Su suerte inmediata, no obstante, era cruel. Por profunda que fuera la causa de su rabia contra el hombre que tan inhumanamente la había tratado, aun así era natural que pensara en él más con amor que con aversión. ¿En quién más podía buscar amor en semejante situación? Cuando, por consiguiente, se enteró de que lo habían matado, se le partió el corazón, volvió el rostro a la pared y deseó morir: morir una doble muerte, la suya y la del hijo sin padre que crecía rápido en su interior.
Pero, de hecho,