Anthony Trollope

El doctor Thorne


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una. Pensó en la desgraciada esposa de Roger Scatcherd, pensó también en su salud, en sus fuerzas y en sus costumbres vigorosas. Así es que la señora Scatcherd se convirtió en ama de cría del joven Frank Gresham.

      Otro episodio más debemos contar de los tiempos pasados. Antes de la muerte de su padre, el doctor Thorne estaba enamorado. No suspiraba ni suplicaba en vano, aunque no se había llegado a que los parientes de la joven e incluso la misma joven hubiera aceptado su oferta de matrimonio. En esa época, su nombre tenía buena reputación en Barchester. Su padre era clérigo, sus primos y mejores amigos eran los Thorne de Ullathorne, y la dama, a la que no pondremos nombre, no fue imprudente con el joven médico. Pero cuando se descarrió Henry Thorne, cuando el viejo doctor murió, cuando el joven médico discutió con Ullathorne, cuando mataron al hermano en una desdichada pelea y resultó que al médico no le quedaba más que su profesión pero sin lugar donde ejercerla, entonces, los parientes de la joven pensaron que el matrimonio sería imprudente y la joven no tuvo bastantes ánimos o bastante amor para desobedecer. En esos días tempestuosos, ella dijo al doctor Thorne que quizás sería más prudente dejarse de ver.

      El doctor Thorne, ante tal sugerencia, en esos momentos, ante tal comentario, cuando más necesitaba el consuelo del amor, enseguida juró en voz alta que estaba conforme con ella. Se marchó apresurado con el corazón destrozado y se dijo que el mundo era malo, muy malo. Nunca más volvió a ver a la dama y, si estoy bien informado, nunca más volvió a hacer una proposición matrimonial a nadie.

      Así fue como el doctor Thorne se instaló de por vida en el pequeño pueblo de Greshamsbury. Como era costumbre entonces entre los médicos rurales, y como debería ser costumbre entre ellos si consultaran a su propia dignidad un poco menos y al bienestar de sus clientes un poco más, añadió a la profesión de médico el negocio de una farmacia. Al hacerlo, lo injuriaron. Mucha gente que le rodeaba declaraba que no podía ser un auténtico médico o, al menos, alguien así llamado. Y los compañeros en el arte de la Medicina que vivían a su alrededor, aunque sabían que sus diplomas, sus títulos y sus certificados estaban todos en règle, apoyaban las habladurías. Había muchas cosas en este recién llegado que no le granjeaban las simpatías de la profesión. En primer lugar, era un recién llegado y, como tal, los demás médicos debían considerar que, por supuesto, estaba de trop. Greshamsbury estaba sólo a quince millas de Barchester, donde había un dépôt de médicos, y a sólo ocho millas de Silverbridge, donde residía desde hacía cuarenta años un médico. El predecesor del doctor Thorne en Greshamsbury había sido un humilde practicante de talento, respetado por todos los médicos del condado y, aunque le permitían visitar a la servidumbre y a veces a los niños de Greshamsbury, nunca tuvo la presunción de ponerse a la altura de los médicos.

      Luego está que también el doctor Thorne, a pesar de que fuera médico graduado, a pesar de que estaba titulado sin disputa como para denominarse a sí mismo médico, de acuerdo con todas las leyes de la Universidad, hizo saber a todo Barsetshire del este, muy poco después de haberse asentado en Greshamsbury, que el precio de la visita era de siete libras con seis peniques en un radio de cinco millas, con un incremento proporcional según la distancia. En esto había algo bajo, tacaño, poco profesional y democrático; así, al menos, hablaban los hijos de Escolapio reunidos en cónclave en Barchester. En primer lugar, demostraba que el tal Thorne siempre pensaba en el dinero, como un farmacéutico, tal como era, mientras que lo que le incumbía, como médico, si hubiera tenido los sentimientos de un médico, era haber considerado sus propósitos desde un punto de vista filosófico y haber tomado los beneficios que le correspondieran como algo accidental y accesorio a su posición en la sociedad. Un médico debía cobrar la tarifa sin dejar que la mano izquierda supiera lo que hacía la mano derecha. Debía aceptarse sin un pensamiento, ni una mirada, ni un movimiento de los músculos faciales. El auténtico médico apenas debía ser consciente de que el último apretón de manos fuera más apreciado por el roce del oro. Mientras que ese Thorne sacaría media corona del bolsillo del pantalón y la daría como cambio de diez chelines. Estaba claro que tal hombre no apreciaba la dignidad de la profesión liberal. Siempre se le podía ver preparando medicinas en la tienda, a la izquierda de la puerta principal, no haciendo experimentos filosóficos en materia médica para beneficio de las edades futuras —lo cual, si así fuera, lo haría recluido en su estudio, ajeno a las miradas profanas—, sino mezclando polvos comunes y corrientes de las entrañas de la tierra o untando pomadas vulgares para dolencias agrícolas.

      Alguien así no era compañía adecuada para el doctor Fillgrave de Barchester. Debe admitirse. Pero aun así resultaba ser la compañía adecuada del anciano señor de Greshamsbury, cuyos cordones de los zapatos no dudaría en atar el doctor Fillgrave, tal alto lugar ocupaba el anciano señor en el condado antes de su muerte. Pero la profesión médica de Barsetshire conocía el temperamento de Lady Arabella y, cuando murió ese hombre bondadoso, se dio por finalizada la permanencia en Greshamsbury. Las gentes de Barsetshire, sin embargo, se vieron condenadas a la decepción. Nuestro médico había logrado hacerse querer por el heredero y, aunque no hubiera mucho cariño personal entre él y Lady Arabella, mantuvo su posición intacta en la mansión, no sólo en el cuarto infantil y en los dormitorios, sino también en el comedor del señor.

      Debe admitirse que esto era motivo de que fuera muy poco querido entre sus colegas, y pronto se mostró ese sentimiento de un modo notable y solemne. El doctor Fillgrave, quien poseía las más respetables relaciones profesionales en el condado, quien tenía que preservar su fama y quien estaba acostumbrado a tratarse, en condiciones casi de igualdad, con los grandes médicos baronets de la metrópolis en las casas de la nobleza, el doctor Fillgrave rehusaba mantener consultas con el doctor Thorne. Lamentaba en extremo, decía, en extremo, tener que hacerlo: nunca antes había tenido que cumplir un deber tan penoso, pero, como deber que tenía que rendir a la profesión, le correspondía cumplirlo. Con todo su respeto hacia Lady..., una invitada de Greshamsbury indispuesta, y hacia el señor Gresham, debía renunciar a atender conjuntamente con el doctor Thorne. Si se necesitaban sus servicios en otras circunstancias, acudiría a Greshamsbury con la rapidez con que le llevaran los caballos de posta.

      Se había declarado la guerra en Barsetshire verdaderamente. Si había en el cráneo del doctor Thorne un sentido más desarrollado que otro, éste era el de la combatividad. No es que el médico fuera un matón, ni siquiera era agresivo, en el sentido corriente del término; no se sentía inclinado a provocar peleas, ni era propenso a los enfrentamientos; sino que había algo en él que no le permitía ceder ante el ataque. Ni en las discusiones ni en las contiendas se permitía equivocarse, nunca al menos ante nadie más que sí mismo y, en nombre de sus especiales tendencias, estaba dispuesto a enfrentarse al mundo entero.

      Por consiguiente, se comprenderá que, cuando el doctor Fillgrave arrojó semejante guante ante los propios dientes del doctor Thorne, este último no lo recogiera con lentitud. Envió una carta al conservador periódico de Barsetshire Standard, en la que lanzaba al doctor Fillgrave un acérrimo ataque. El doctor Fillgrave respondió con cuatro líneas, que decían que, tras meditarlo con madurez, había decidido no prestar atención a las observaciones que le hiciera el doctor Thorne en la prensa pública. El médico de Greshamsbury escribió entonces otra carta, más ingeniosa y mucho más severa que la anterior y, como fue transcrita en los periódicos de Bristol, Exeter y Gloucester, el doctor Fillgrave halló francamente difícil mantener la magnanimidad de su reticencia. A veces a un hombre le basta con vestirse con la digna toga del silencio y proclamarse indiferente a los ataques públicos; pero es una dignidad que cuesta mantener. Del mismo modo que un hombre, atacado hasta la locura por las abejas, podría esforzarse en permanecer sentado en la silla sin mover un músculo, así también podría sobrellevar con paciencia y sin respuesta los cumplidos de un periódico opositor. El doctor Thorne escribió una tercera carta, que fue demasiado difícil de soportar. El doctor Fillgrave la contestó, no, en realidad, con su propio nombre, sino con el de un colega doctor. Entonces la guerra se recrudeció. No es demasiado afirmar que el doctor Fillgrave no conoció otra hora de felicidad. Si se hubiera imaginado de qué materia estaba hecho el joven que realizaba fórmulas magistrales en Greshamsbury, habría consultado con él, sin objeción alguna, mañana, mediodía y noche. Pero, como había empezado la guerra, se vio obligado a seguirla: sus colegas no le dejaban otra alternativa.