Anthony Trollope

El doctor Thorne


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      —Es lo que dijo.

      —Pero, Arabella, seguramente no está tan mal como dice. ¿Qué razón puede haber para que esté endeudado?

      —Siempre habla de las elecciones.

      —Pero, querida, Boxall Hill saldó el gasto. Claro que Frank no recibirá tantos ingresos como cuando tú te casaste y entraste en esta familia, todos lo sabemos. ¿Y a quién se lo tendrá que agradecer sino a su padre? Pero si Boxall Hill saldó esa deuda, ¿por qué tiene que haber problemas ahora?

      —Fueron los dichosos perros, Rosina —contestó Lady Arabella casi con lágrimas.

      —Bien, enseguida me opuse a que trajeran los perros a Greshamsbury. Cuando se han puesto en juego las propiedades, no hay que incurrir en gastos que no sean absolutamente necesarios. Es una regla de oro que debería recordar el señor Gresham. En realidad casi se lo dije a él con estas palabras, pero el señor Gresham nunca ha recibido ni nunca recibirá con sentido común nada que venga de mí.

      —Ya sé, Rosina, que es así. ¿Qué habría sido de él si no fuera por los De Courcy?

      Esto preguntó, llena de gratitud, Lady Arabella. En honor a la verdad, sin embargo, si no fuera por los De Courcy, el señor Gresham estaría en estos momentos al frente de Boxall Hill, monarca de todo cuanto se dominaba con la vista.

      —Como te decía —continuó la condesa—, nunca aprobé que vinieran los perros a Greshamsbury; pero, aun así, querida, los perros no se lo pueden haber comido todo. Alguien con diez mil al año debería ser capaz de mantener a los perros, sobre todo recibiendo unas cuotas de los demás.

      —Dice que las cuotas eran poco o nada.

      —Tonterías, querida. Veamos, Arabella, ¿qué hace con el dinero? Esa es la cuestión. ¿Juega?

      —Bueno —dijo Lady Arabella, con mucha lentitud— no lo creo. —Si jugaba lo debía de hacer muy disimuladamente, porque rara vez se ausentaba de Greshamsbury y, en verdad, pocas personas con aspecto de jugadores solían venir como invitados—. No creo que juegue —Lady Arabella hizo énfasis en la palabra «juegue», como si su marido, tal vez, por caridad, desconocedor de dicho vicio, fuera verdaderamente culpable de cualquier otro conocido en el mundo civilizado.

      —Sé que solía hacerlo —dijo Lady de Courcy, con aspecto de persona sabia y llena de suspicacia. Tenía suficientes motivos domésticos para que le disgustara tal propensión—. Sé que solía hacerlo y, cuando se empieza, apenas se puede curar.

      —Pues si lo hace, no lo sé —dijo Lady Arabella.

      —El dinero, querida, debe de irse por algún lado. ¿Qué excusa te da cuando le dices que quieres esto y lo otro, todas las necesidades comunes de la vida a la que estás acostumbrada?

      —No me da ninguna excusa. A veces dice que la familia es muy grande.

      —¡Tonterías! Las muchachas no cuestan nada. Sólo está Frank, y aún no le cuesta nada. ¿Puede estar ahorrando dinero para recuperar Boxall Hill?

      —¡Oh, no! —exclamó Lady Arabella con rapidez—. No esta ahorrando nada. Nunca lo ha hecho y nunca lo hará, aunque sea tan tacaño conmigo. Anda muy escaso de dinero. Eso lo sé.

      —Entonces, ¿por dónde se va? —preguntó la condesa de Courcy, con una mirada de terca decisión.

      —¡Sólo el cielo lo sabe! Ahora que Augusta se va a casar, tengo que reunir unos cientos de libras. Deberías haber oído cómo se quejaba cuando se lo pedí. ¡Sólo el cielo sabe a dónde se va! —y la esposa herida se secó una lastimera lágrima de los ojos con su fino pañuelo de batista—. Sufro todo el padecimiento y las privaciones de la esposa de un hombre pobre, pero ni uno de los consuelos. No me tiene confianza. Nunca me cuenta nada. Nunca me habla de sus asuntos. Si habla con alguien es con ese horrible médico.

      —¿Quién, el doctor Thorne? —la condesa de Courcy odiaba al doctor Thorne con toda su alma.

      —Sí, el doctor Thorne. Creo que lo sabe todo y que también le aconseja en todo. Todos los problemas que el pobre señor Gresham tiene, creo que los causa el doctor Thorne. Eso es lo que creo, Rosina.

      —Es sorprendente. El señor Gresham, con todos sus defectos, es un caballero. Y no me puedo imaginar cómo puede hablar de sus asuntos con semejante farmacéutico. Lord de Courcy no se ha portado siempre conmigo como debería, lejos de eso —y Lady de Courcy reflexionaba acerca de las heridas más graves que había sufrido su cuñada—. Pero nunca he visto nada parecido en Courcy Castle. Seguramente Umbleby está enterado de todo, ¿no?

      —Ni la mitad de lo que sabe el médico —contestó Lady Arabella.

      La condesa movió lentamente la cabeza. La idea del señor Gresham, un caballero de una hacienda como la suya, teniendo como confidente a un médico rural, le causaba una impresión demasiado fuerte para sus nervios y, durante unos instantes, se vio obligada a sentarse antes de poderse recuperar.

      —De todas formas, una cosa es cierta, Arabella —dijo la condesa, en cuanto se encontró lo bastante serena para ofrecer consejo de una manera dictatorial—. De todas formas, una cosa es cierta. Si el señor Gresham está tan comprometido como dices, a Frank no le queda más que un deber por cumplir: debe casarse por dinero. El heredero de catorce mil libras al año puede ser indulgente consigo mismo y buscar una familia noble, como hizo el señor Gresham, querida —debe entenderse que había muy poco cumplido en estas palabras, ya que Lady Arabella siempre se había considerado una belleza—. O buscar belleza, como hacen algunos hombres —prosiguió la condesa, pensando en la elección que había hecho el actual Conde de Courcy—. Pero Frank debe casarse por dinero. Espero que esto lo entienda pronto: hazle comprender esto antes de que haga el ridículo. Cuando un hombre lo comprende del todo, cuando sabe lo que requieren las circunstancias, se le facilita el asunto. Espero que Frank entienda que no le queda otra alternativa. En su situación debe casarse por dinero.

      Pero ¡ay!, Frank Gresham ya había hecho el ridículo.

      —Bueno, muchacho, te deseo felicidad de todo corazón —dijo el honorable John, dando un golpe en la espalda a su primo, mientras andaban cerca de las caballerizas antes de la cena para inspeccionar un cachorro de setter de peculiar raza que habían enviado a Frank como regalo de cumpleaños—. Desearía ser un primogénito, pero no todos podemos tener esa suerte.

      —¿Quién no querría ser el hijo menor de un conde en vez de ser el primogénito de un hacendado? —dijo Frank, deseando decir algo cortés a cambio de la cortesía de su primo.

      —Yo sí —respondió el honorable John—. ¿Qué oportunidades tengo? Ahí está Porlock, tan fuerte como un caballo. Y luego George. Y el viejo está bien desde hace veinte años —y el joven suspiró mientras meditaba la pequeña esperanza que había de que todos los que le eran más cercanos y más queridos se borraran de su camino y le dejaran el dulce gozo de la corona y fortuna de un conde—. Tú tienes el juego asegurado. Como no tienes hermanos, supongo que tu padre te dejará hacer lo que gustes. Aparte, no está tan fuerte como mi viejo, aunque es más joven.

      Frank nunca antes había contemplado su fortuna bajo este aspecto y era tan torpe e inexperto que no le entusiasmaba la perspectiva que se le ofrecía. Le habían enseñado, no obstante, que mirara a sus primos, los De Courcy, como hombres con los que sería muy conveniente que intimara. Por consiguiente, no se manifestó ofendido, pero cambió de conversación.

      —¿Cazarás en Barsetshire esta temporada, John? Espero que sí. Yo sí.

      —Bueno, no lo sé. Es muy lento. Aquí todo es cultivo o bosque. Supongo que iré a Leicestershire cuando se acabe la caza de perdices. ¿Con qué lote acudirás, Frank?

      Frank se sonrojó al contestar.

      —¡Oh! Con dos —dijo—. Con la yegua que tengo desde hace dos años y el caballo que me ha regalado mi padre esta mañana.

      —¡Qué! ¿Sólo con dos? Si la yegua no es más que un pony.

      —Mide