su destino se ha escrito el presente volumen.
Incluso en esos días de amargura, Dios templó el viento que envolvía a la oveja abandonada. El doctor Thorne estuvo junto a su lecho poco después de que la noticia fatídica hubiera llegado a oídos de la joven, e hizo por ella más de lo que habría hecho su amante o su hermano. Cuando nació el bebé, Scatcherd aún estaba en prisión y aún le quedaban tres meses más de reclusión. Se habló mucho de la historia de la gran equivocación de la joven y del cruel trato que recibió. Los hombres decían que alguien que había sido tan herido no debería considerarse pecador.
Así pensaba, en cierto modo, un hombre. A la luz del crepúsculo, al anochecer, le sorprendió al doctor Thorne la visita de un modesto comerciante de productos de ferretería de Barchester, a quien no recordaba haberse dirigido ni una vez tan siquiera. Era el primer amor de la pobre Mary Scatcherd. Fue a hacer una propuesta, que era la siguiente: si Mary consentía en abandonar el país de inmediato, abandonarlo sin despedirse de su hermano, ni hablar del asunto, él vendería todo lo que tenía, se casaría y emigrarían los dos. Sólo había una condición: ella debía abandonar el bebé. El hombre podía encontrar generosidad en su corazón, podía ser generoso y leal a su amor, pero no poseía la suficiente generosidad para convertirse en el padre de la hija del seductor.
—Nunca lo podría soportar, señor, si procedemos así —decía—. Y ella... ella, con el tiempo, verá que es lo mejor.
Al alabar su generosidad, ¿quién podría censurar tal muestra de prudencia? Él aún podía convertirla en su esposa, por muy deshonrada que estuviera ante la mirada de la sociedad, pero ella tenía que ser la madre de sus propios hijos, no la madre de la hija de otro.
De nuevo el doctor tenía una tarea a la que enfrentarse. Vio de inmediato que era su deber servirse de su autoridad para inducir a la pobre muchacha a aceptar tal ofrecimiento. A él le gustaba el hombre y ante ella se abría un camino que habría sido el deseado incluso antes de la desgracia. Pero es duro convencer a una madre de que se separe de su primer bebé; más duro aún, tal vez, cuando el bebé ha nacido sin que la vida le haya sonreído las primeras horas. Ella, al principio, rehusó de modo tenaz. Envió mil gracias, sus deseos de lo mejor, su profundo reconocimiento de la generosidad del hombre que tanto la quería, pero la naturaleza, decía, le impedía dejar a su niña.
—Y ¿qué harás por ella estando aquí? —preguntaba el médico. La pobre Mary le respondía con un torrente de lágrimas.
—Es mi sobrina —decía el médico, tomando con sus enormes manos al diminuto bebé—. Es lo más querido, lo único que tengo en esta vida. Soy su tío, Mary. Si te vas con ese hombre, seré el padre y la madre de esta niña. Del pan que yo coma, ella comerá. Del vaso que yo beba, ella beberá. Mira, Mary, aquí traigo la Biblia —y apoyó la mano en la cubierta—. Déjamela, y te doy mi palabra de que será mi hija.
La madre al fin consintió. Dejó el bebé con el doctor, se casó y se fue a América. Todo esto se llevó a cabo antes de que Scatcherd saliera de la cárcel. El doctor impuso algunas condiciones. La primera era que Scatcherd no debía saber que la hija de su hermana estaría a cargo del doctor Thorne, quien, al comprometerse a criar a la niña, no quería enfrentarse a obstáculos en forma de parientes que reclamaran a la pequeña. Sin duda la niña no tendría parientes si la hubieran dejado vivir o morir como bastarda en un orfanato, pero, si el médico tenía suerte en la vida, si a la larga lograba convertirla en alguien muy querido en su casa y en alguien muy querido en la casa de los demás, ella viviría y se ganaría el corazón de algún hombre a quien el médico podría llamar gustosamente amigo y sobrino. Entonces los parientes que surgieran no resultarían ventajosos para ella.
Ningún hombre poseía mejor sangre que el doctor Thorne; ningún hombre estaba más orgulloso de su árbol genealógico y de sus ciento treinta descendientes, claramente demostrados, de Adán; ningún hombre poseía mejor teoría en cuanto a las ventajas de los hombres que tienen abuelos, sobre los que no los tienen o no son dignos de mencionarse. No se crea que nuestro médico era un personaje perfecto. No, verdaderamente; lejos de ello. Tenía dentro de sí, en su interior, un orgullo terco, autocomplaciente, que le hacía creerse mejor y superior a los que le rodeaban y era así por alguna causa desconocida que apenas podía explicarse a sí mismo. Se sentía orgulloso de ser un hombre pobre de una gran familia; se sentía orgulloso de repudiar a la misma familia que le enorgullecía; se sentía especialmente orgulloso de guardar para sí su orgullo. Su padre había sido un Thorne y su madre, una Thorold. No había mejor sangre en toda Inglaterra. La posesión de cualidades como estas hacía que él se sintiera afortunado. ¡Este hombre, de gran corazón, de gran valentía y de gran humanidad! Otros médicos del condado tenían agua en sus venas y él podía jactarse de la pureza de su agua cristalina frente a la gran familia de los Omnium, cuya sangre era como un charco enfangado. De ahí que le encantara sobresalir por encima de sus compañeros médicos, ¡él, que podría permitirse el lujo de destacar tanto por su talento como por su energía! Hablamos de su juventud, pero, incluso en la edad madura, este hombre, aunque templado, seguía igual.
¡Este era el hombre que prometía adoptar como su propia hija a una pobre bastarda cuyo padre ya había muerto y cuya familia materna era la de los Scatcherd! Era necesario que nadie conociera la historia de la niña. Excepto al hermano de la madre, no le interesaba a nadie. Durante poco tiempo se habló de la madre; pero el prodigio pronto deja de serlo. La madre se fue a su hogar lejano, la generosidad del marido fue debidamente descrita en los periódicos y se dejó de hablar del bebé.
Fue fácil contarle a Scatcherd que la niña no había vivido. Hubo una conversación de despedida entre los hermanos en la cárcel, durante la cual, con lágrimas genuinas y tristeza sincera, la madre le relataba el final del bebé. Luego se marchó, afortunada por su fortuna venidera, y el médico se llevó a la criatura con él al que sería el nuevo hogar para ambos. Allí encontró el hogar adecuado hasta que ella fuera lo bastante mayor para poder sentarse a la mesa y vivir en una casa de soltero. Nadie más que el señor Gresham sabía quién era y de dónde había venido.
Entonces Roger Scatcherd, habiendo cumplido los seis meses de reclusión, salió de la cárcel.
Roger Scatcherd, aunque sus manos estuvieran bañadas de sangre, era digno de piedad. Poco antes de la muerte de Henry Thorne, se había casado con una joven de su misma clase y se había hecho el propósito de que, a partir de entonces, su vida sería la propia de un hombre casado y no desgraciaría al respetable cuñado que iba a tener. Tal era su situación cuando se enteró de la desdicha de su hermana. Como se ha dicho, se emborrachó y salió para la escena del crimen.
Durante los días en prisión, su esposa se mantuvo como pudo. Vendió los muebles que habían instalado juntos, abandonó la casa y, doblegada por la miseria, casi se dejó llevar por la muerte. Cuando él salió libre, enseguida encontró trabajo, pero quienes hayan observado la vida de esta gente sabe lo difícil que es para ellos recuperar el terreno perdido. Poco después de su liberación ella fue madre y, cuando nació el niño, estaban en la más dura de las necesidades, pues Scatcherd volvía a beber. Sus propósitos se los había llevado el viento.
El médico vivía entonces en Greshamsbury. Allí había ido el día anterior a que tomara a su cargo el bebé de la pobre Mary y pronto se halló instalado como médico de Greshamsbury. Esto ocurrió poco después del nacimiento del joven heredero. Su predecesor en la carrera había mejorado, o se había esforzado en mejorar, buscando el ejercicio de la Medicina en una ciudad mayor. Lady Arabella, en ese momento crítico, se vio obligada a seguir el consejo de un desconocido, procedente, como ella decía a Lady de Courcy, de algún lugar de la cárcel de Barchester o del Palacio de Justicia de Barchester, no sabía de cuál.
Como es natural, Lady Arabella no podía amamantar al joven heredero. Las Ladies Arabellas nunca pueden. Poseen el don de ser madres, pero no de ser madres lactantes. La naturaleza les da pecho para enseñar, pero no para servir. Así que Lady Arabella tuvo una nodriza. Al cabo de seis meses, el nuevo médico halló que el señorito Frank no iba todo lo bien que sería deseable y, después de unas pequeñas pesquisas, se descubrió que la excelente joven que habían enviado expresamente desde Courcy Castle hasta Greshamsbury —suministro mantenido por el