práctica? ¿Por qué?, ¿para qué?, ¿hacia dónde me lleva?... Crece el deseo de saber más. Leer alguna buena introducción teórica a esa práctica y a su mundo cultural ayuda, seguro. Pero, en el fondo, comprender las bases de cualquier vía de cultivo del silencio nos lleva a explorar las bases del silencio mismo. El yoga, en todo su riquísimo despliegue de formas y escuelas, nació al servicio del conocimiento silencioso de la realidad. No podemos pues hablar de lo uno sin referirnos a lo otro.
Este abanico de inquietudes y de deseos son el punto de partida de las siguientes páginas. Y no se me ocurre mejor manera de ahondar en lo que pueda ser y ofrecer el silencio que «cabalgar» sobre la experiencia y las palabras de quienes lo han explorado hondamente: escucharlas, dejarnos interpelar por ellas, ver hacia dónde nos conducen.
PENSAR EL SILENCIO
El «manual» de yoga más antiguo, los Yogasutra de Patáñjali, un sabio que probablemente vivió en la India hacia el siglo II a.C., es una compilación de un conocimiento previamente transmitido de viva voz a lo largo de los siglos, hasta tomar forma en una síntesis de 195 aforismos (o sutra). Condensa pues una larga historia de reflexión y práctica. ¿Cuándo o cómo arrancó esa cadena de transmisión, ahondando, experimentando, afinando, generación tras generación, antes y después de Patáñjali? ¿Con qué objetivo?
Se me ocurre que podríamos compararlo con el nacimiento del fuego. Imaginemos qué es lo que pudo haber sucedido hasta que un grupo humano se puso a frotar conscientemente piedras o ramitas, y a desarrollar las mejores maneras de encender un fuego. ¿Qué pasó? Fue un proceso largo, seguro. Quizás un chispazo un día, mientras alguien intentaba dar forma a una piedra golpeando piedra contra piedra. Y otro día otro chispazo, y otro, y otro; chispazos que encienden fuegos que desprenden calor... y de ahí a golpear las piedras con el objetivo de encender un fuego, y desarrollar estrategias para controlarlo y mantenerlo encendido. Es decir: suceso natural primero, seguido de observación, imitación, repetición; mejorando poco a poco...
Pues quizás algo así con el ámbito del silencio: suceso natural, observación, imitación, repetición, mejora... ¿En qué sentido podemos hablar de un «suceso natural» en relación al silencio?
No disponemos de datos que nos permitan asomarnos a esos «chispazos» naturales silenciosos de hace miles de años. Pero algunos relatos autobiográficos más recientes sí que pueden ofrecernos pistas en esa dirección. Me refiero a descripciones de personas que, por algún motivo, se dan de bruces con un momento de profundo silencio en el que la existencia queda como en suspenso. Generalmente se trata de experiencias muy breves pero, cuando se vuelve a la «normalidad», se sabe que se ha vivido algo valioso, como una sacudida desde lo hondo que ha hecho posible una vivencia de la realidad, también de la propia vida, desde una plenitud desconocida hasta entonces. Una experiencia o comprensión que tiene sabor de profunda comunión, de unidad con todo y con todos; de formar parte de una realidad mayúscula, misteriosa, infinitamente valiosa. Y ese «chispazo» no previsto da lugar a analizar lo que se ha vivido y a buscar la forma de tener acceso nuevamente a ese «modo silencioso», desde la convicción de haber vislumbrado, como por casualidad, una posibilidad humana realmente valiosa, un «tesoro escondido» desconocido hasta entonces. Escribe Geneviève Lanfranchi (1912-1988) en su diario:
Me parece que si un animal que se moviera en un plano de dos dimensiones adquiriera de pronto la captación de la tercera, sentiría el vértigo que yo siento. Querría explorar esa nueva dimensión sin saber cómo hacerlo; y también desearía recuperar la seguridad de su universo plano de la misma manera que yo vuelvo a las ideas o a los sentimientos. Y, cada vez, se daría cuenta de que retornaba a un mundo superficial del que había sido arrancado por alguna gracia1.
Son ejemplos y palabras como estas las que nos van dando pistas. Podríamos aportar otra voz, la de Rabindranath Tagore en un atardecer entre tantos, desde su terraza de Joraranko; pero ese día en concreto algo sucedió y la escena le dejó maravillado. «¿Qué factor había desencadenado un efecto tan especial aquella tarde?», se preguntó el poeta.
¿Era aquel levantarse del manto de la trivialidad de encima del mundo cotidiano debido a alguna magia de la luz del anochecer? No. Yo vi en el acto que era el efecto del anochecer que se había adentrado en mí; sus sombras habían borrado mi ego. Mientras mi yo estaba rampante durante el relumbrón del día, todo lo que yo percibía estaba mezclado y escondido por él. Ahora que el ego estaba relegado a último término, podía yo ver al mundo en su verdadero aspecto. Y ese aspecto no tenía nada de trivialidad, estaba lleno de belleza y alegría infinitas.
Desde que tuve esta experiencia probé el efecto de suprimir mi ego a toda conciencia y de mirar al mundo como mero espectador, e invariablemente me sentía recompensado con un sentimiento especialísimo. Una mañana, el sol estaba levantándose por las copas frondosas de los árboles. Mientras continuaba mirando, un velo pareció haberse caído de mis ojos, y encontré súbitamente al mundo bañado en una maravillosa irradiación, con olas de belleza y alegría hinchándose por todas partes. Esta irradiación traspasó en un momento las dobleces de tristeza y abatimiento que se habían acumulado sobre mi corazón, y lo inundaron como con una luz universal indecible.
En aquellos días escribí los siguientes versos: No sé cómo, de repente, mi corazón abrió sus puertas de par en par, y dejó que las multitudes de los mundos se precipitaran dentro, saludándose. Y no fue exageración poética. Más bien no tenía yo el suficiente poder para expresar todo lo que sentía2.
Tagore está apuntando a que si se deja caer el velo de ocupaciones y preocupaciones, si se le abren las puertas de par en par a «eso que hay ahí», «eso» puede mostrarse en su esplendor, pues se ha retirado lo único que lo limitaba.
«Cuando la cognición contiene su aliento, nuestro sentido del ser se hace anfitrión de la belleza», escribía George Steiner3. Contener el aliento de lo que se sabe, de lo que se supone, «contener el aliento»... qué imagen más acertada. Anfitriones de la belleza... No parecen referirse a una belleza condicionada a unos cánones o a unos determinados rasgos externos; todo existir, pura belleza, sin más... Tagore comprendió que la diferencia no estaba fuera, sino en él, en el mirar: como si el anochecer o el amanecer hubieran podido adentrarse en él porque el ego, la mirada personal, había dejado de filtrar y dirigir lo que se estaba mostrando. Ocurrió sin él pretenderlo aunque, por lo que nos dice, pasaba tardes y amaneceres en su terraza, saboreando lo que se presentara, sin más (no lo olvidemos). A partir de aquellas primeras experiencias poderosas, se ejercita conscientemente; procura mirar como espectador silencioso, sin proyectar, sin dar nada por supuesto, mirando con todo el ser. ¿Dónde le lleva ese mirar?
Y vino a suceder que ninguna persona o cosa en el mundo me pareció ya trivial o desagradable. Contemplando desde el balcón el andar, la figura, las facciones de cada uno de los que pasaban, fueran quienes fuesen, me parecían todos tan extraordinariamente maravillosos como el fluir de las olas del mar del universo. Desde la infancia solo había visto con mis ojos, ahora comenzaba a ver con la totalidad de mi conciencia. [...] El mundo se me apareció no como montones de cosas y acontecimientos, sino que se abrió a mi vista como un todo esencial...4.
Antes de acercarnos a otra voz, tomemos nota: todo cobra importancia, presencia, valor, nada es «normal», todo lo percibe como profundamente valioso, lo que sea, quien sea, como pinceladas de un todo esencial que todo lo envuelve, todo lo habita, todo lo es. Otro ejemplo: Jane Goodall, la primatóloga. Días, semanas, meses, en Tanzania, en las selvas de Gombe, siguiendo y observando a un grupo de chimpancés. Cuanto más tiempo pasaba en soledad y atenta a lo que le rodeaba, más presencia cobraba todo:
Cada día me acercaba un poco más a los animales y a la naturaleza y, por lo tanto, también a mí misma [...]. Cuando más tiempo pasaba a solas, más me confundía con el mundo mágico y frondoso que ahora era mi hogar. [...] Y cada día aprendía más cosas sobre los chimpancés. [...] Las horas que pasaba en la selva siguiendo, observando o simplemente estando con los chimpancés no solo arrojaban datos científicos, sino que me colmaban de una paz que me llegaba a lo más profundo.