Teresa Guardans Cambó

Silencio


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que se extiende a lo largo de varias páginas:

      Recuerdo particularmente un día, entre muchos otros. [...] A mi alrededor los árboles aparecían velados por los últimos misterios del sueño de la noche. Todo estaba en silencio, en la paz más absoluta. [...] La belleza del cuadro quitaba el aliento [...] sobrecogida por tanta belleza, debí entrar en un estado de lucidez ampliada. Es difícil –imposible, de hecho– plasmar en palabras el momento de verdad que de repente me invadió. [...] Cuando después traté de recordar la experiencia, me pareció que el yo había estado totalmente ausente: yo y los chimpancés, la tierra y los árboles y el aire parecían fundirse para devenir uno con el poder espiritual de la vida. [...] Nunca había sido tan terriblemente consciente de las formas, de los colores de cada hoja, de las distintas siluetas de sus venas, que las hacían únicas.

      Más tarde, sentada junto a un pequeño fuego, calentando mi cena de judías, tomates y huevos, aún seguía flotando en el milagro de mi experiencia. Sí, pensé, hay más de una ventana por la que los humanos podemos mirar el mundo que nos rodea y darle un sentido. [...] Aquella tarde fue como si una mano invisible hubiera retirado una cortina y, por un segundo, hubiera mirado a través de una de esas ventanas. Como si en un instante de «visión» hubiera conocido la infinitud y el sereno éxtasis, y la verdad de unas sensaciones que la ciencia dominante tan solo vislumbra. Y supe que la revelación me acompañaría el resto de mi vida, que la recordaría de manera imperfecta pero siempre dentro de mí. Una fuente de fuerza de la que poder valerme cuando la vida fuera dura, o cruel, o desesperada. [...]

      Tumbada boca arriba contemplaba cómo el cielo se iba oscureciendo. Qué triste sería, pensé, que los humanos perdiéramos el sentido del misterio, la capacidad de admirar y sentir ese profundo y sobrecogedor respeto...5.

      De nuevo, paz, belleza, íntima comprensión de la unión con todo, de no ser un elemento separado del conjunto. «El yo había estado totalmente ausente», ese yo que suele condicionar la percepción y la comprensión; y, en su ausencia, la captación lleva el sello de la unidad. Esa mirada silenciada, o no condicionada por la perspectiva del yo, no le aportó a Jane nuevos datos. Estos se multiplicaban, día a día, en el ejercicio de la observación científica. Lo que le proporcionó esa otra mirada, «retirando la cortina», fue un nuevo sentido del mundo y de sí misma; una captación de «verdad» experimentada en el ámbito de las sensaciones, el del sentir. Un sentido con sabor a indecible misteriosidad, a sobrecogimiento, a profundo respeto, a paz... que la impregnará y la acompañará a lo largo de los años, convirtiéndose en fundamento de su vida y de sus decisiones.

      Podríamos aportar más voces insistiendo en todos estos aspectos, pero no hace falta alargarse ahora; ya irán apareciendo. Siguiendo aquella comparación con el descubrimiento del fuego, en este momento solo buscaríamos imaginar cómo podrían haber sido esos «chispazos» iniciales que encendieron fuegos valiosos, da igual que se produjeran ayer o hace miles de años.

      Si hacemos caso a sus palabras, vemos que se da una experiencia vital profundamente valiosa y que se comprende que vale la pena ampliarla, adoptarla como parte integrante de la vida. Es como si ese momento de verdad mostrara que se está haciendo un uso muy limitado de las propias capacidades; que vivir puede ser otra cosa, que puede tener otra profundidad y amplitud; que tenemos por costumbre limitarnos a unas pocas notas de la partitura, siempre las mismas, dirá G. Lanfranchi. ¿Cómo hacer, entonces, para retirar conscientemente esa cortina y convertir lo que fue una experiencia breve, en un modo de vida? Ahí podemos imaginar todo tipo de intentos para lograr «mirar mejor», para bajarle el volumen al yo y a sus permanentes proyecciones, para fortalecer la capacidad de atención. Y esos intentos se concretarán poco a poco en prácticas, en consejos, incluso en métodos, en una pluralidad de enseñanzas.

      Y así, cruzando los siglos, han llegado hasta aquí numerosas palabras de maestros y maestras de las vías del silencio. Serán ellas –decíamos– las que mejor podrán ayudarnos a comprender el sentido y la aportación de cualquier práctica de silencio. Porque, cuando nos acercamos a esas fuentes, nos encontramos ante un legado nacido de la experiencia personal (intuiciones, tanteos, errores, aciertos) de alguien que nos ha precedido en esa exploración y que ha tenido el detalle de dedicar un tiempo y un esfuerzo a poner la propia experiencia a disposición de los demás. Y también todo su empeño en avisar de la posibilidad, por si hay quien no la ha intuido todavía: «¿no te das cuenta?», parecen decirnos, «¡despierta! ¡mira, sin miedo!», «hay más», «eres más»... Se suceden imágenes, metáforas de todo tipo, como intentando ayudar a retirar el velo, a compartir la captación de esa hondura.

      Quizás ya sabemos de qué van esos «chispazos», o no; a lo mejor fue en un día de tranquilidad, o a raíz de la sacudida provocada por una muerte cercana, o un accidente, o una enfermedad grave; algún suceso de esos que le dan un golpe radical al ego, tocándolo en su línea de flotación. O ante un nacimiento, o una escena que se saliera del guion habitual... Pero aún habiendo recibido ese «toque», no tardamos mucho en recomponer la «normalidad» cotidiana. En resumen, que esos avisos tienen todo el sentido aunque, si no se genera algún grado de intuición sobre a qué están haciendo referencia, pueden caer en saco roto o parecer cuentos de iluminados.

      Pero ahí están, ahí está el esfuerzo de tantas y tantos por ahondar en las posibilidades de la existencia humana. Cada cual desde las palabras y conceptos de su época y lugar, como no podría ser de otro modo. Y todo eso tiene que ver con el silencio. Y la pluralidad de voces aporta un valor añadido a quienes –al más puro «estilo santo Tomás»– necesitamos «tocar para creer». Porque a pesar de las distancias culturales y la diversidad de lenguajes, se hace evidente que apuntan a un mismo ámbito, a una misma experiencia humana universal, a una misma «perla escondida»... Nos interesará, o no, echar a andar en esa dirección, pero algo nos dice que no puede ser casualidad ni fantasía, que ahí hay algo muy real que se nos está ofreciendo.

      Vamos pues a procurar desentrañar o interpretar hacia dónde apuntan y qué nos sugieren. Ya con esos pocos primeros ejemplos se ve claro por dónde suena la flauta: una mirada (o actitud) silenciosa que guarda relación directa con una determinada gestión del yo; y, desde ahí, se genera una peculiar experiencia de «verdad» que tiene sus consecuencias...

      Pero, como introducción, nos podrá ir bien recordar primero lo que sabemos sobre el yo y sus proyecciones. Si el silencio transforma la visión y la comprensión de la realidad, ¿cómo trabaja la mirada antes de esa modificación? «Hay más de una ventana por la que los seres humanos pueden mirar el mundo», nos decía Jane Goodall. Pues previo a adentrarnos en la exploración de la «ventana silenciosa», echaremos una mirada a lo que pueden ser las distintas ventanas, qué aportan, cómo se complementan. Una introducción que nos podrá ayudar a interpretar el sentido de las indicaciones que nacen del ámbito del silencio e invitan a adentrarse en él.

      EL SILENCIO

      Y LA GESTIÓN DEL EGO

      «Callar al ego», minimizarlo, «matarlo»... Pero ¿a qué viene esa manía contra el ego? ¿Qué haríamos sin ego? Si es el andamiaje que me permite filtrar, aunar y ordenar experiencias y reacciones; si sin esa pauta básica de ensamblaje viviría amorfa en un puro caos más amorfo todavía... No sobreviviría, vaya.

      Entendámonos. El problema no es el ego, esa función básica para la vida humana, sino confundir la realidad que construye y proyecta con «la» realidad; e identificar la existencia, mi existir, con el personaje que da forma a mi ego. El tema está ahí: hemos aprendido un guion –y asumido un papel en ese complejo despliegue que hace posible la sobrevivencia–, pero la realidad, la vida, desborda cualquier guion, cualquiera de nuestras simplificaciones e interpretaciones.

      Quizás lo hemos leído ya muchas veces y podemos pasar al capítulo siguiente. Pero aun así, no estará de más insistir sobre esta cuestión y volver a darle un par de vueltas, pues no resulta fácil deshacer ese hechizo. Hay ahí un automatismo siempre a punto para mantener esa identificación. Y es normal que así sea. Pues esa es, ni más ni menos, la función del ego: proporcionarnos una visión unificada, sólida y coherente de la realidad y de nosotros mismos como sujetos diferenciados