Teresa Guardans Cambó

Silencio


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sin realidad, sin comprender nada, sin palabras, sin capacidad de pensar, sin conciencia de ser «alguien» en relación con..., y en poco tiempo resulta que somos «alguien» que «sabe» y es capaz de interactuar.

      Rebobinemos la película. El mundo que vemos y habitamos es una construcción mental. A veces perdemos de vista este pequeño detalle y pensamos que todo esto es «la» realidad. Pero no. Es la realidad humana, la de un determinado entorno social humano y concretada a través de mi experiencia personal, la tuya y la de cada uno. El mundo que vive mi perro, que se encuentra a pocos metros de mí, es radicalmente otro. Y el de la paloma picoteando el suelo, y el de las hormigas que ahora no veo pero que sé que están aquí. Y el de los tigres, las abejas, los pulpos y los murciélagos... todos son otros «mundos»; quizás vivimos en un mismo entorno, pero en realidades distintas... Si nos paramos medio segundo a pensar, lo sabemos; pero en el fondo subyace firme la creencia de que la realidad que yo vivo, la realidad humana, es «la real»... por algo somos «superiores» ¿o no? Una suposición de «única realidad real» muy poco científica, muy poco sostenible, pero así es. ¿Qué hay ahí? Ondas electromagnéticas o partículas elementales combinándose en átomos que forman las moléculas de nuestro cuerpo y de todo lo que nos rodea. Una realidad externa e interna, captada con los órganos de los sentidos, ofreciendo una cantidad ingente de informaciones que el cerebro integra generando una percepción unificada...

      La especie humana. Una más en la compleja e infinita trama de la vida. Cada especie percibe, interpreta, genera y habita un mundo a su manera. Tiene su propia perspectiva de lo que es la realidad. Sería fantástico poder cambiar de gafas por unos instantes, poder ver desde la mente y los sentidos de un ave migratoria y su percepción de campos magnéticos, por ejemplo. Las estrategias de la supervivencia son increíbles. Los órganos captan, seleccionan, el cerebro coordina, ordena, interpreta, integra... Los órganos evolucionan en función de lo que esa especie necesita para sobrevivir y la realidad adopta una forma en función de la biología de cada especie... Un juego de acoplamiento y de creación constante de realidades, que produce la percepción de «esto que hay aquí» como si se tratara de un entorno sólido, ordenado, con sentido, en el cual esa especie (aquella forma de vida) puede sobrevivir, siempre con la (ilusoria) certeza de que lo que percibe es lo que en verdad hay. Y cada hormiga, al nacer, reacciona como hormiga y toma su lugar en una compleja organización social. La hormiga granera no se confunde, no imita a su vecino el gusano ni a su pariente la hormiga carpintera, o a la cortadora de hojas; es hormiga granera porque en su genoma lleva toda la información necesaria para saber qué hacer y cómo en cada situación para poder reaccionar como hormiga granera hecha y derecha. Toda esa información ha viajado biológicamente de generación en generación de hormigas, desde la noche de los tiempos, hasta llegar a nuestras contemporáneas. Y así en cada especie. Bueno, casi... Porque en la especie humana la vida tomó un derrotero muy, muy peculiar... dejando el «libro de instrucciones» biológico ¡con la mayoría de páginas en blanco! Unas pocas instrucciones básicas y un mensaje bien claro: «nacido a punto para aprender». Aquellos ejemplos de algún bebé creciendo aislado sin contacto con un entorno humano nos permiten darnos cuenta de que ni algo tan básico como erguirse en pie es innato. Solo agarrarse del pezón materno, llorar a pleno pulmón para llamar la atención, y poco más. El resto irá tomando forma en un complejísimo proceso de aprendizaje en el seno de un grupo de seres humanos.

      Desde el mismísimo momento de nacer oímos palabras, palabras que incitan y guían a la percepción, palabras que van dando forma y coherencia a lo que vemos y sentimos. Poco a poco, entre esa nueva vida humana y el entorno se va generando una rica interfaz lingüística que va dando sentido a todo el conjunto. Lo que en un primer momento sería un caos de percepciones se va transformando progresivamente en una realidad significativa «apalabrada». Las palabras no son etiquetas colgadas de las cosas. Cada palabra, cada concepto, es selección, es simplificación e interpretación; guía a la percepción en función de lo que resulta útil y en la forma en que lo es, teniendo en cuenta su interrelación con una compleja y rica red de conceptos: así hasta la creación del mundo de palabras en el que habitamos y que sustituye la impresión directa de los inputs sensoriales. Esta es la maravilla de la significación lingüística. La adquisición del lenguaje es la adquisición de una vidriera que da sentido y condiciona la percepción; una vidriera densa y rica si los sentidos han estado debidamente estimulados.

      Cada grupo humano, según sus condiciones de vida, va dando una significación a sus palabras, va creando sus propias narraciones colectivas que fundamentan el sentido de la existencia, orientan el comportamiento del grupo, sus valores, cómo interrelacionarse (dentro y fuera del ámbito del grupo social, con los demás, con la naturaleza). Cada cultura es una increíble creación, la creación de un mundo, el despliegue de un modo de sobrevivencia adecuado en un entorno determinado. Y cada vida humana nace preparada para ser tal, en el modo de serlo del grupo en el que nace, o en el que crece y se desarrolla. En el caso de la especie humana, la herencia genética no determina los «cómos», solo ofrece las bases para hacer posible el aprendizaje y el desarrollo de una existencia humana.

      ¿Qué ganó la vida con semejante cambio de rumbo? Adaptabilidad. Se requiere tiempo, generaciones, para poder llevar a cabo cualquier adaptación biológica, por pequeña que sea, tiempo para poder responder a las transformaciones de las condiciones ambientales. La mayoría de las veces no se llega a disponer de ese margen y la especie se extingue. En cambio, las adaptaciones culturales son infinitamente más rápidas. Quizás hoy nos pueden parecer lentas, necesitaríamos aumentar la velocidad, pero es este invento de la vida el que le ha permitido a la humanidad cambiar y colonizar todo tipo de ambientes naturales sin que se hayan producido cambios substanciales a nivel biológico. Basta con transformar el sentido de las palabras, las narraciones colectivas y los modelos que se ofrecen, para que las situaciones sean valoradas de nuevas maneras, se pueda responder desde nuevos parámetros o paradigmas... Para así generar unas transformaciones culturales que equivalen, de hecho, a auténticos cambios de especie.

      Pero, un momento, no olvidemos el tema que nos ocupa: ¡el ego! ¿Qué tiene que ver todo eso con el ego? El ego tiene un papel esencial en este proceso. ¿Cómo se unifica coordinadamente todo ese aprendizaje? Y ¿por qué, si nacen dos bebés en un mismo lugar y un mismo tiempo, no reaccionan igual? ¿Por qué tienen «personalidades» distintas?

      Ese niño, esa niña, que va recibiendo palabras en un determinado entorno, recibe muchas otras señales del colectivo humano que le acompaña. Recibe señales de afecto y de rechazo, presencia todo tipo de comportamientos, gestos, reacciones; y prueba, ensaya, imita: aprende. Durante la infancia y la adolescencia los programas genéticos del cerebro estimulan a aprender cuanto más mejor del entorno social (siempre al servicio de la supervivencia, no lo olvidemos). Esa joven vida humana va adaptando sus reacciones y respuestas al ambiente social en el que vive. Imitará a quien admira o aprecia, evitará parecerse a quien rechaza. El cerebro está biológicamente preparado para la imitación; gracias a las llamadas neuronas espejo, diseminadas en muchas zonas cerebrales, el conjunto del cerebro funciona como un gran espejo. Ese tipo de neuronas se encuentran en las zonas motoras, en los centros de lenguaje, de la empatía, del control emocional, de la creatividad... contribuyendo así a todos nuestros aprendizajes sociales1. Y así vamos aprendiendo a interpretar y a vivir en el ambiente natural y social en el que nos encontramos. Según la respuesta obtenida, incorporaremos una actuación u otra. La experiencia de aceptación o rechazo es fundamental en todo ese proceso; la respuesta emocional que un comportamiento desencadena es el faro que orienta, que avisa del peligro y toma nota del éxito o del fracaso. Todo ello va alimentando la memoria personal e íntima (en gran parte inconsciente) que va marcando un particular modo de reaccionar y relacionarnos con el entorno: la personalidad de cada cual. Todo ese conjunto de aprendizajes, recuerdos, deseos, emociones, razonamientos, decisiones, va alimentando esa identidad personal, ese yo, esa estructura psíquica que incorpora un amplio conocimiento colectivo y una memoria personal emocional que orientará el comportamiento, la percepción de la realidad y de uno mismo. Un complejísimo proceso de creación de una «entidad» capaz de sobrevivir en un entorno determinado. Así pues, llamamos «ego» a esa estructura básica al servicio de la supervivencia y su gran arte es el de lograr filtrar el mundo y las reacciones personales en función de unas expectativas, esperanzas y miedos, en base a la experiencia previa