Chiki Fabregat (Esperanza Fabregat)

El cofre de Nadie


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      –No te importa, ¿no?

      Dice que no con la cabeza y sigue tragando saliva y aire.

      Ven un par de capítulos de una serie de la que todo el mundo habla en las redes, comen palomitas hasta que en el fondo del bol no quedan más que unas cuantas bolas de maíz sin abrir y apenas cruzan tres o cuatro frases. Érika se queda dormida en el sofá, y Nadia apaga el televisor y busca en la nevera algo un poco más nutritivo que las palomitas. Descarta la caja de sushi, porque tiene una nota que dice que es para dos personas, y se decide por los macarrones con tomate de su padre, que no están contados.

      Para cuando Érika despierta, ya ha recogido la cocina y el bol sucio de la mesa del salón y ha revisado las tareas que le han mandado en el instituto para las vacaciones. La ve subir las escaleras y después oye el agua de la ducha, así que aprovecha para chatear un rato con Hugo, que se ha ido a pasar unos días con su padre a la playa.

      –Vuelvo en un rato. ¿Estarás aquí o me llevo llaves?

      Nadia se gira y se encuentra a Érika en la puerta del salón, con el pelo mojado escurriendo sobre la camiseta. Va hacia la cómoda de la entrada y rebusca hasta que encuentra el llavero.

      –Toma, así no estoy pendiente.

      –He quedado con una amiga que vive por aquí cerca, no creo que tarde mucho. O sí –dice, y le guiña un ojo.

      Nadia le explica dónde está el parque en el que la ha citado su amiga y, al oír la puerta cerrarse, suspira y se siente vieja de repente. Camina hasta el salón, se sienta en el sofá y suspira de nuevo.

      El mensaje de Hugo la despierta. Tarda unos segundos en darse cuenta de que se ha quedado dormida y alarga el brazo para coger el móvil.

      «Montas fiestas cuando yo no estoy, ya te vale».

      Debajo del mensaje hay un montón de caritas llorando y una captura de pantalla.

      «Lo acaba de subir a Instagram tu okupa».

      Reconoce enseguida su habitación, la estantería de libros detrás de Érika, la lámpara de lava sobre la mesa y su cofre de vida.

      «Voy a matarla», responde cuando ve el texto que acompaña la fotografía convocando a una fiesta.

      «Te perdono que hagas fiesta sin mí, pero si toca el cofre tenemos un problema».

      Es lo único que guarda de Kenia. Solo a Hugo le deja toquetearlo, porque le encanta y porque a él se lo consiente todo. Siempre hace lo mismo, lo abre con cuidado y saca una a una las baratijas que guarda dentro: un trozo de tela de colores, un muñeco diminuto hecho con palos y un burruñito de lana sin hilar que está ya tan sobado que parece fieltro.

      Se viste con lo primero que encuentra en el armario y sale a la calle. Casi ha anochecido y se arrepiente de no haber cogido una chaqueta en cuanto da los primeros pasos, pero sigue andando. Reconoce el pelo de Érika desde lejos. Está sentada en un banco, con una chica un par de años mayor que ella. Le suena del instituto, pero nunca han cruzado ni una palabra. No pertenecen al mismo mundo.

      –¿En qué coño estabas pensando?

      –Hola, qué tal, cómo estáis... –dice la chica, con un tono de burla que ni siquiera le molesta.

      –Tú –corta Nadia–, lárgate, que esto no va contigo.

      «Tú» le saca dos palmos, pero no pone pegas. Se lleva los dedos a la boca para lanzar un beso y se marcha.

      –Llevo dos meses detrás de esa tía. ¿De qué vas?

      Nadia saca el teléfono y se lo pone frente a los ojos.

      –¿Una fiesta? ¿En mi casa?

      –No te pongas así, si está todo el mundo de vacaciones... No vendrán más que tres o cuatro.

      Nadia quiere matarla. No es una forma de hablar: es que, durante un segundo, se imagina que le pone las manos en el cuello y aprieta. Y le da tanto miedo que le pide perdón.

      –¿Por lo de antes? –dice Érika, señalando hacia donde estaba su amiga cuando Nadia llegó–. Se te ha ido un poco la mano, pero bueno.

      –¿A mí? ¿A mí se me ha ido la mano?

      –Vale, igual... –dice Érika. Y sonríe mucho–. Te prometo que ni te enterarás de que han estado allí, lo recogeré todo. Tía, tienes una casa alucinante, debe de ser pecado no aprovecharla.

      Nadia se sienta a su lado, cruza las piernas, agacha la cabeza y trata de hacerse una bola, para borrar la imagen de sus manos apretando el cuello de Érika que se le ha quedado instalada en la memoria.

      –Tienes razón, no tenía que haberlo puesto –saca el teléfono y la luz de la pantalla hace que sus ojos parezcan más azules aún–. Voy a quitarlo. Y diré que era broma.

      Nadia levanta la mano y sujeta la de Érika.

      –Deja, da igual.

      Érika le devuelve una sonrisa de niña que ha conseguido otra vuelta en el tiovivo.

      Van a ser cinco días muy largos.

      3

      Tan largos como inciertos. Cuando suena el timbre por primera vez, Nadia ya ha retirado los cojines nuevos, que se manchan con solo rozarlos, ha subido a la parte alta de los muebles todo lo que parece frágil, ha separado el sofá de la pared y ha repartido ceniceros por las mesas, por si a alguno de los amigos de Érika le da por fumar. Sube los primeros escalones, camino de la habitación o de cualquier lugar en el que refugiarse en la planta de arriba, pero se da la vuelta y se queda allí, clavada, mirando.

      –Hey, no te vayas –dice Érika cuando la ve–. También es tu fiesta.

      Le guiña un ojo y sonríe porque todo lo arregla igual, con el desenfado infantil de quien no tiene conciencia. Es increíble que sea hija de Rut. Tal vez ese vikingo que acompleja tanto al padre de Nadia sea un desastre y sus genes ganaran la batalla.

      El salón se va llenando de gente que no fuma, que no rompe nada, que no hubiera ensuciado los cojines. Beben agua y refrescos y comentan lo increíble que es la casa y que tampoco está tan lejos de su barrio. Algunos incluso hablan con Nadia y se interesan por su instituto o tratan de recordar si conocen a alguien que viva cerca.

      –¿Habrá movida con tus vecinos si salgo al jardín? –pregunta un chico, con un cigarro sin encender en una mano y un vaso en la otra–. Por no fumar aquí dentro, digo.

      Nadia le abre la puerta y el olor a jazmín se cuela en la casa. Su padre lo trajo del pueblo años atrás porque resiste el frío y porque, como él, puede adaptarse a la ciudad. Hace una tarde estupenda. Nadia acompaña al chico hasta el porche y le señala una maceta medio rota.

      –Puedes echar ahí la ceniza. O el cigarro. O lo que quieras.

      Entra de nuevo antes de que el olor a tabaco se mezcle con el del jazmín y coincide junto a la puerta con un chico algo mayor, casi diría que un hombre.

      –¿Tú también eres amigo de Érika?

      –Mario –le tiende la mano y sonríe.

      Nadia le dice su nombre, le señala la cocina, lo invita a servirse lo que quiera y trata de escabullirse, porque después de las presentaciones la conversación se ha adormecido. Él habla de que vio la foto por casualidad y, cuando suena el timbre, Nadia lo deja con una frase a medias y va a abrir.

      Casi no reconoce a la chica del parque, la que le saca dos palmos, porque se ha maquillado, se ha soltado el pelo y lleva un vestido con dibujos brillantes.

      –¿Ya se te ha pasado? –pregunta la chica, con una sonrisa tan falsa como un bolso de mercadillo–. Soy Lola, que ayer no nos dio tiempo a presentarnos. Tú vas a mi instituto, ¿verdad?

      La mira de frente, con la barbilla un poco levantada, y Nadia entiende que no espera una respuesta, que solo es