Chiki Fabregat (Esperanza Fabregat)

El cofre de Nadie


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así que hay muchas posibilidades de que haya acertado. La ve atravesar el salón, saludar a unos y otros con dos besos. Cuando se acerca a un grupo, todos callan y la escuchan y la miran, mientras ella se mueve despacio como una serpiente saliendo de una cesta.

      El hombre sin conversación –Mario, ha dicho que se llama– se acerca y le muestra la fotografía que Érika subió a las redes.

      –Perdona, igual te parece absurda la pregunta, pero el arca –señala la esquina de la foto– ¿es tuya?

      –Mi cofre de vida, sí.

      –De... vida. Me encantaría verlo alguna vez.

      Lola se acerca y le planta dos besos, le dice su nombre y vuelca la melena negra sobre la pantalla.

      –¿Qué has dicho que es eso?

      Nadia finge que alguien la reclama al otro lado del salón y se aleja. No se ha roto nada, la música no atruena a los vecinos y no se oyen sirenas de policía por la calle, así que se da permiso para relajarse un poco. Hasta que ve a Lola subir hacia las habitaciones. Busca a Érika con la vista y encuentra su melena blanca entre cabezas oscuras, al otro lado del salón. Se acerca, pero todo pasa demasiado rápido: antes de que llegue hasta donde está Lola, la ve bajar las escaleras con un vaso en una mano y el cofre en la otra.

      –¿Esto decías? –levanta el cofre y lo agita mirando a Mario–. Mi tía trajo uno parecido de no sé qué viaje.

      Nadia respira. Camina hacia Lola tragando tanta saliva como es capaz de generar en la boca.

      Por suerte, Érika se adelanta, le quita el cofre a Lola de la mano y se lo entrega a Nadia, que sigue envolviendo el enfado en saliva. Cuando reacciona, le da las gracias, aunque no habla más para que no se le escape todo lo que está pensando, y sube las escaleras hacia la habitación. Desde el salón se oye a Lola reír y decirle a Érika que no sea sosa.

      Nadia se tumba en la cama y se tapa la cabeza con la almohada.

      –Perdona.

      Cuando aparta la almohada se encuentra a Érika.

      –Ahora mismo les digo que se vayan.

      –No, no, tranquila. Tus amigos parecen buena gente, es solo que...

      Que Nadia no encaja. Ella es una casa con mil cerrojos y Érika parece el patio de un colegio en plena jornada de puertas abiertas.

      –Lo siento –dice Érika–, de verdad.

      –No ha sido culpa tuya. La que lo debería sentir es ella, pero dudo que esa sienta nada.

      –Igual siente más de lo que parece, no te fíes de las apariencias. Es tímida y lo mismo le da miedo no encajar aquí.

      –¡Anda ya! ¿Tímida? ¿Tú la has mirado?

      Érika suspira.

      –Mucho. La he mirado mucho.

      –Mierda. Perdona, es que... Bueno, que... Que no, que tú vales mucho más que esa.

      Érika sonríe, pero es la primera vez que a Nadia le parece una sonrisa triste. Le hace un gesto para que se siente a su lado.

      –No te agobies, en serio, no pasa nada.

      –¿Por qué es tan importante? –dice, señalando el cofre que Nadia aún tiene en la mano.

      –Es una larga historia.

      –Tengo tiempo –contesta Érika. Luego suelta una carcajada y, cuando consigue calmarse, vuelve a hablar–: Vale, ha quedado muy de película.

      –Es muy tarde para ponernos filosóficas y muy temprano para echar a tus amigos de mi salón, así que voy a dormirme. De verdad, no te preocupes. Vuelve abajo y disfruta de la fiesta.

      –¿Me haces hueco?

      Se sienta sobre la cama, con las piernas cruzadas, y Nadia la imita y deja espacio entre las dos para el cofre.

      –Es lo único que tengo de Kenia. Supongo que, de alguna manera, define quién soy –dice.

      Luego le cuenta que, en la tribu de la que proviene, las madres pasan todo el embarazo haciendo un cofre para sus bebés. Construyen con alambres la estructura, lo forran de tela fina y casi transparente, le pegan piedras... Y después eligen algunos regalos con los que el bebé iniciará su vida.

      –Es un cofre de vida, así me contó mi padre que lo llaman.

      –De bienvenida, ¿no?

      –En realidad, no. De vida, porque esas cosas que lleva dentro son las que tienes al nacer, pero luego cada uno elige lo que va poniendo dentro. Ya sabes, lo que es importante, lo que te marca o te convierte en quien eres.

      –Es una tradición preciosa.

      Nadia asiente y se anima a seguir hablando. Solo a Hugo le ha contado su historia, pero ahoga la punzada de miedo y culpa y le explica que su padre era médico en Kenia y que un día, cuando llegó a un poblado que visitaba cada poco tiempo, lo encontró asolado: el viento había tumbado las tiendas y la arena los había enterrado a todos. Murieron los animales, las personas. Murió la aldea. Solo quedaban retazos de lo que había sido hundidos en las dunas. Y entonces la oyó. Corrió, escarbó con las manos, levantó unas telas medio enterradas y descubrió una canastilla con un bebé.

      –Buscaron durante días, pero no dieron con nadie más vivo, así que mi padre me trajo con él, me adoptó y buscó una plaza de médico en Madrid para no viajar más y formar una familia.

      Érika no la ha interrumpido. No le ha dicho, como le dice siempre el abuelo, que es una superviviente. Tampoco ha dicho «pobrecita», ni todas esas idioteces que repiten algunos en el pueblo cada vez que la ven. Solo está allí, escuchando, con la vista clavada en el cofre. Hasta que la puerta se abre de golpe y se oye la música de la planta baja.

      –Vaya –dice Lola–, y yo creía que lo interesante estaba abajo.

      Sigue llevando el maquillaje tan perfecto como cuando llegó, el mismo pelo falsamente desordenado, los mismos labios rojos de quien no ha comido ni bebido. Ni besado. Érika se pone en pie y, al hacerlo, echa la almohada sobre el cofre.

      –No quedan palomitas –dice Lola–, pero ya nos apañamos. Seguid a lo vuestro.

      Cierra la puerta antes de que puedan responder.

      –Baja, anda –le pide Nadia a Érika–. Tus invitados no tienen palomitas.

      Lo dice en un tono desenfadado, casi sonriendo.

      –Dame un segundo.

      Érika abre la puerta, sale al pasillo y, antes de volver a cerrar, se gira.

      –Un segundo, en serio.

      Cuando regresa, el olor a palomitas se cuela dentro de la habitación. Se sienta sobre la cama, casi en la misma postura que unos minutos antes; pero el aire es distinto, hace más frío o más calor, y huele a mantequilla. Incluso se oye el ruido del piso de abajo.

      –Todo en orden –dice. Después señala el cofre sin tocarlo–. ¿Por dónde íbamos?

      –Es tarde y mañana habrá que levantarse a recoger.

      –¿En serio nunca haces fiestas en casa?

      Nadia niega con la cabeza. Espera unos segundos sin moverse, sin hablar; pero no parece que Érika haya entendido la invitación a marcharse, así que suspira y abre la tapa con cuidado, como si fuese de papel o de un cristal finísimo, o de un material que no se ha descubierto aún y que se rompe solo con pensar que exista. Saca el muñeco de palos y lo deja sobre la cama.

      –No has jugado mucho con él, ¿verdad? –dice Érika.

      Nadia traga saliva. Es un error. Érika no puede entender lo que esas piezas significan. O lo que deberían significar. Y no se conocen tanto como para explicárselo.

      –No es como