Chiki Fabregat (Esperanza Fabregat)

El cofre de Nadie


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enseña el trozo de tela tejido con hilos de colores y el burruñito de lana que siempre manosea Hugo.

      –¿Y ya? ¿No hay nada después de Kenia? ¿Dieciséis años y no hay nada importante en tu vida?

      –Bueno, una vez gané a Hugo a ver quién escupía más lejos y me dibujó una medalla; creo que aún la tengo –traga saliva y agradece el silencio que Érika le devuelve–. Tu amiga Lola tiene razón: solo es una baratija para turistas.

      Mira a los ojos a Érika y ella le aguanta la mirada. Comparten el silencio de un idioma que acaban de descubrir y que solo ellas conocen. Alguien, abajo, cambia la música o sube el volumen y, como si eso les diera permiso, hablan. Charlan de sus vidas, de sus padres, de los abuelos cercanos y los lejanos, con esa barrera frágil de recuerdos que no son recuerdos extendidos sobre la cama.

      Está amaneciendo cuando Nadia vuelve a guardarlo todo.

      –Te parecerá una gilipollez –dice–, pero...

      –No eres tú.

      Nadia sonríe. Ni siquiera Hugo sabe tanto, pero hay algo en Érika que la invita a hablar.

      –No lo sé. No me une nada a esa tela, a esa muñeca, a ese cofre. Son recuerdos que no tengo. Que no sé si quiero.

      –Pero lo sigues guardando.

      –Ya te he dicho que era una gilipollez.

      –Una gilipollez... no. Pero un poco retorcido sí es, como esa gente de las películas que teme que le trasplanten el corazón de un asesino por si se ponen a matar como locos.

      Nadia sonríe. O tal vez solo piensa que ha sonreído, aunque no haya llegado a mover los labios.

      –Vaya. Igual soy una asesina en serie.

      –Cada uno tiene sus miedos –dice Érika–. Y del tuyo no se puede huir cerrando la puerta del armario o mirando debajo de la cama. Tu monstruo está ahí dentro –le roza la frente con el dedo.

      Hace una pausa. Por un segundo parece que se ha quedado pensando. Sonríe, como para quitar importancia a lo que acaba de decir.

      –Ya encontrarás recuerdos propios que valgan la pena. Es precioso que puedas elegir lo que importa en tu vida.

      –Qué profundas nos hemos puesto –dice Nadia. Y se ríe.

      Érika se tumba y Nadia se tumba frente a ella. Y así, con el cofre entre las dos y el sol dibujando las primeras rayas en la pared de enfrente, cierran los ojos.

      Ya casi se han dormido cuando Érika pregunta:

      –¿Por qué no quisiste que anulara la fiesta?

      Nadia responde enseguida, porque ella también se lo ha preguntado.

      –Mi padre quería que nos conociésemos, que nos llevásemos bien. A él le gusta que estéis en su vida, en su cofre.

      –¿Y a ti?

      Sonríe, se encoge de hombros y trata de acompasar la respiración con la de Érika hasta que, ahora sí, se quedan dormidas.

      4

      Y duermen hasta que el sol aparece. Nadia se gira y esconde la cabeza cuando la luz le da en la cara, busca el hueco para dormirse de nuevo, pero de pronto recuerda quién estaba en su salón cuando se quedó dormida y se levanta. Intenta no molestar a Érika y baja las escaleras restregándose los ojos y temiendo encontrarse un paisaje de fiesta descontrolada, desconocidos dormidos en su sofá, vasos rotos o cualquier otro desastre. Tarda unos segundos en darse cuenta de que no hay nadie más que ellas en la casa. Todo está mucho más recogido de lo que temía. Enciende la cafetera, saca el sirope y amontona junto a la batidora huevos, harina, mantequilla, levadura, azúcar, leche. No encuentra la canela, pero lo mezcla todo y tararea mientras prepara el desayuno. Durante un momento, cuando cuenta las cucharadas de azúcar, siente una punzada de culpa por preparar un desayuno gordo sin estar su padre, y luego se acuerda de las camas balinesas con velos blancos frente al mar y se le pasa.

      Oye a Érika bajando la escalera. Va descalza, pero aun así Nadia escucha cada paso. Vuelca un poco de masa en la sartén y se gira sonriendo para darles los buenos días.

      –Voy a matar a Lola.

      Érika tiene el teléfono en la mano y le muestra una fotografía.

      –Lo ha subido a Instagram, la mato.

      Nadia se acerca, toma el teléfono y mira. Son ellas dos durmiendo sobre la colcha, con el cofre junto a la almohada. Lee los comentarios, los piropos y los emoticonos de sorpresa, las tres caras con corazones en los ojos que ha dejado Hugo. El olor a quemado llega demasiado tarde.

      –¡Mierda! El desayuno gordo. Eso sí es motivo para matar a alguien.

      Apagan el fuego y abren la ventana para que se vaya el humo.

      –Yo friego la sartén –dice Érika.

      Pero no tienen ganas. Suben a cambiarse para salir a desayunar y hablan en voz alta de un cuarto al otro. El móvil de Nadia, sobre la mesita, tiene la luz azul de un mensaje de WhatsApp.

      «Estáis preciosas».

      Es Hugo.

      Contesta con la misma cara de corazones y termina de vestirse. Érika aparece en la puerta de su habitación con un pantalón y una camiseta idénticos a los que llevaba un rato antes, aunque menos arrugados.

      –Nadie va a creer por esa foto que tú y yo... que tú... –por primera vez desde que la conoce, Érika se ha quedado sin palabras.

      –¡Venga ya! Me fastidia que haya subido hasta aquí y que ponga una foto sin pedir permiso. Pero, oye –le da un golpecito en el hombro–, ahora no dirás que no te hace caso.

      No hay sonrisas ni bromas ni comentarios graciosos como respuesta. Solo unos ojos azules enmarcados en pelo blanco. Parece tan frágil que dan ganas de abrazarla.

      –Escúchame –dice Nadia, y le sujeta la barbilla para que levante la vista–. Esa foto no tiene ninguna importancia, ya está, olvídala.

      –No soy buena eligiendo, ¿eh?

      –Bah, las he visto peores. Yo ya le he perdonado lo de la foto y lo del cofre y que sea tan idiota. ¿Sabes qué no voy a perdonarle nunca?

      Érika dice que no con la cabeza.

      –Las tortitas.

      Camino de la chocolatería, Érika le cuenta quién era quién en la fiesta de la tarde anterior. El chico que fumaba, la pequeñita de los vaqueros rosas, el guapo de las deportivas plateadas y la sudadera de superhéroe, la pareja que no se soltó de la mano en ningún momento.

      –¿Todos son amigos tuyos?

      –Bueno, amigos amigos... Gente del instituto, del barrio, gente con la que me muevo, alguno que vio la foto del Insta...

      –Yo solo tengo un amigo. Se llama Hugo.

      –Lo conozco. De fotos y eso. Lo vi en una contigo y lo seguí y luego él me siguió a mí y otro par de chicos de tu instituto... Y así llegué a Lola.

      –Mierda, al final va a ser mi culpa.

      El olor a chocolate lo inunda todo cuando abren la puerta de la cafetería.

      No son las tortitas de casa, pero el efecto es el mismo. Revisan los comentarios que han ido dejado los amigos de una y otra. En realidad, los amigos de Érika, porque más allá de Hugo, Nadia se relaciona poco.

      –¿Este quién es? –dice Érika.

      Señala un comentario y, antes de que Nadia pueda ver qué hay escrito, Érika ha abierto el perfil. En la fotografía solo aparece una máscara de madera.

      –Mario, no dice más.

      Nadia hace memoria, porque el nombre le suena. Rebaña el chocolate del plato con el último trozo de tortita