Blasco Ibáñez Vicente

La araña negra, t. 7


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María, que sólo había contemplado furtivamente en aquellas tardes que Enriqueta, esposa ya de Quirós, acudía a sus inocentes citas.

      El comandante volvió a rondar como en otros tiempos el palacio de Baselga, pero ahora con más aplomo y convencido de su derecho.

      No iba en busca de amores; era un padre que quería ver a su hija.

      Entonces fué cuando la baronesa de Carrillo le vió un día desde un balcón, y si la devota señora experimentó gran susto al creerle un aparecido, no fué menor la alarma que sintió cuando llegó a convencerse de que era un hombre de carne y hueso, o más bien dicho, que era aquel mismo pillete republicano que tantos disgustos le había proporcionado y que tan antipático le resultaba siempre.

      La baronesa, con su fino olfato de beata, adivinó inmediatamente lo que significaban aquellos paseos del militar.

      ¡Oh! ¡No cabía dudarlo! Alvarez era el verdadero padre de Marujita, y, sin duda, sentía el deseo de verla y estrecharla entre sus brazos.

      ¡Y pensar que aquel miserable había mezclado su sangre plebeya con la de una familia tan aristocrática!

      Pero a la baronesa no le duró mucho tiempo la indignación que le producían tales consideraciones.

      Pensó en su situación actual, en la revolución que tanto horror le causaba, y en que aquel hombre odiado era de los victoriosos y debía disponer de las masas que aterrorizaban a la baronesa, con su aspecto poco distinguido.

      ¿Si proyectaría robarle la niña?

      Había que ser prudente y no hacer, como en pasadas épocas, demostraciones de desprecio a aquel ogro que la maldita revolución ponía nuevamente ante ella.

      IV

      Un revolucionario y una beata

      En toda la noche no pudo dormir la baronesa, agitada por los pensamientos que la producía el haber visto a Alvarez la mañana anterior.

      A la madrugada, cuando ya sonaba en las calles el campanilleo de las burras de leche y el cencerro de las vacas, pudo atrapar el sueño, pero no gozó de tal dicha por muchas horas.

      Eran las once cuando entró su lenguaraz doncella a avisarle, con tono de alarma, que había estado a visitarla un comandante, anunciando que volvería a la una, pues tenía que hablar con urgencia a la señora.

      El modo con que la doncella decía estas palabras, acabó de disipar la torpeza que invadía a doña Fernanda, bruscamente sacada de su sueño.

      Adivinábase que aquella muchacha conocía a Alvarez y no ignoraba la importancia que tenía la visita.

      La baronesa así lo comprendía. ¡Dios sabe de cuántas murmuraciones habría sido objeto su difunta hermana por parte de la servidumbre, gente respetuosa e inmóvil que parece no fijarse en nada y, sin embargo, lo ve todo!

      Doña Fernanda, herida por la audacia que demostraba Alvarez presentándose en su casa, saltó inmediatamente del lecho y comenzó a vestirse.

      ¡Dios mío! ¿Que quería aquel hombre? ¿Cómo se atrevía a poner los pies en aquella casa? ¿Con qué derecho quería hablar nada menos que a una baronesa muy católica y no menos ilustre? Que se fuera a sus centros, a sus clubs, a sus logias horripilantes, donde se pisoteaba a Cristo, se cometían los mayores sacrilegios y se pronunciaban terribles palabras que mataban a una persona sólo con oírlas. ¡Mire usted! que era audacia la de aquel demagogo.

      Lo único que la consolaba es que ella hablaría con Paco Serrano, que la estimaba mucho, y sabría meter en vereda al audaz comandante.

      Estaba resuelta a no dejarse imponer por el descamisado y dió orden terminante a la doncella para que no le permitiera la entrada.

      Pero no tardó en cambiar de opinión. Parecióle, sin duda, indigno de ella el evadir la presencia de Alvarez, y bien fuese por imposición de su dignidad, o por no tener un enemigo en un hombre que figuraba entre los revolucionarios a quienes ella tanto temía, lo cierto es que dió contraorden a su doncella, la cual fué autorizada para hacer entrar al comandante en el salón así que se presentara.

      Una hora después, Alvarez, vestido de uniforme, entraba en el salón de la baronesa Esta le hizo aguardar mucho rato, y, por fin, se presentó, vestida de negro, con rostro austero y todo el aspecto de una reina viuda.

      Al ver al comandante, que se puso en pie respetuosamente, hizo doña Fernanda uno de esos gestos de extrañeza cortés que se reservan para las personas desconocidas cuyas intenciones son un problema.

      Cuando los dos estuvieron sentados, el comandante comenzó a hablar a la baronesa, que le escuchaba con gesto altivo y casi impertinente.

      – Señora: no sé si usted me conocerá… ¿Que no? No lo extraño. Hace ya mucho tiempo que no nos hemos visto, y las circunstancias de la vida me han envejecido bastante. Sin embargo, tal vez haga usted memoria cuando sepa mi nombre. Yo soy Esteban Alvarez.

      Doña Fernanda volvió a hacer con su cabeza signos negativos.

      – A pesar de esto, usted me conoce, señora. Nunca nos hemos hablado, pero tengo la seguridad de que yo no soy para usted un desconocido. Tal vez recuerde usted mejor cuando yo le diga que fuí novio de su difunta hermana Enriqueta. Creo que algunas veces he tenido la desgracia de incurrir en la muda indignación de usted.

      Y Alvarez dijo estas palabras sonriendo discretamente.

      La baronesa ya no pudo seguir negando y acogió aquellas palabras con la expresión del que recuerda una cosa que le interesa poco.

      – ¡Ah, sí, caballero! Me parece recordar que mi hermana tenía un capitán que parecía algo enamorado de ella… ¿Era usted mismo, caballero? Vaya, pues lo celebro mucho. Ya sabrá usted que la pobrecita murió.

      Y doña Fernanda reía desdeñosamente, envuelta en su superioridad de raza y esforzándose en darle a entender con su actitud que el haber tenido relaciones amorosas con su hermana no autorizaba a ningún plebeyo, y por añadidura, revolucionario, para inmiscuirse en el seno de una familia de antigua nobleza.

      – Sí, señora. Sé que murió Enriqueta y éste es el mayor infortunio de cuantos he experimentado. Ha sido mi único amor.

      – Veo que es usted constante, caballero – dijo la baronesa con acento sarcástico – . No podría decir lo mismo mi pobre hermana, si viviese, pues ya sabrá usted que ella contrajo matrimonio después de sus galanteos con usted. Se casó con un hombre distinguido y de gran talento, que murió heroicamente peleando en favor de las doctrinas de sus mayores y de los intereses del orden y de la familia. Desgraciadamente, hoy no están en moda tales esfuerzos, pues nos han salido otros héroes de nueva clase.

      La baronesa profesaba gran simpatía a su cuñado Quirós, aun después de muerto, y como si no conociera las circunstancias de su desgraciado fin, complacíase en forjarse una novela sobre sus últimos instantes y en tenerlo como un héroe, que, consecuente con los principios que siempre predicaba habíase batido el 22 de junio como un león, siendo mártir de la monarquía y del catolicismo. En todas partes hablaba de su cuñado, llamándole héroe y mártir sublime, y la sociedad que la rodeaba creíala o fingía creerla, pues a todos interesaba el formarse dentro de su clase un grande hombre.

      Por los labios de Alvarez vagó una débil sonrisa al encontrarse convertido en héroe al despreciable Quirós, pero se abstuvo de todo comentario sobre esta creencia, así como sobre las últimas palabras de la baronesa, que eran una sátira contra la revolución, y siguió como si no se hubiera fijado en tales expresiones.

      – Conozco, señora, el matrimonio de su hermana; sé lo que esto significaba, y de igual modo, hasta qué punto era su esposo ese señor Quirós de quien usted habla. Sólo conociendo estas cosas, como las conozco, es como yo me he limitado a callar hasta el presente y no he hecho uso de un derecho que tengo, si no valedero ante la sociedad, legítimo como el que más a los ojos de la Naturaleza.

      – ¡Dios mío, caballero! – dijo con fina sonrisa la aristócrata – . Habla usted de un moldo tan imponente, que siguiendo por este camino llegará a aterrorizarme. Además, no sé qué