Blasco Ibáñez Vicente

La araña negra, t. 7


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mundo.

      María, encantada por la animación infantil del colegio, y recordando con cierto horror la quietud monástica de su casa de Madrid, no mostró, gran pesar cuando la baronesa se despidió de ella.

      Ya estaba libre doña Fernanda, ya no se vería obligada a vivir en Madrid tragando bilis con la indignación que la producían las manifestaciones del populacho, ni tendría que sufrir más visitas de aquel audaz militar que la había insultado en vista de su insolente altivez.

      Al prestigio religioso y político de la baronesa no le venía mal desempeñar, aunque sólo fuera por poco tiempo y de mentirijillas, el papel de víctima de la grosería revolucionaria, y con este objeto marchó a París a presentarse en el palacio Basilescki, donde vivía la desterrada Isabel II. Adhirióse a aquella mezquina corte de agradecidos, que se disgregaba y empequeñecía conforme se alejaba la posibilidad de una restauración, y tuvo ocasión de lamentarse, como los otros, de la maldad triunfante, pintándose poco menos que una María Stuardo, fugitiva, por no sufrir la venganza de la canalla revolucionaria, que conocía bien su entusiasmo monárquico y religioso.

      Viviendo unas veces en París al lado de la reina destronada y otras en Bayona, reanimando su trato con los principales jesuítas españoles, pasó doña Fernanda más de un año. Su hermano Ricardo apenas si la veía, cada vez más entregado a su vida de aislamiento ascético y de piadosas extravagancias, y el padre Tomás permanecía en Roma largas temporadas, o entraba en España con todo el aspecto de un sacerdote pobre y vulgar, para hacer excursiones, especialmente por Navarra y las Vascongadas. El objeto de estos viajes era un secreto hasta para los individuos de la Orden; pero la baronesa esperaba muy buenas cosas de ellos, al ver cómo sonreían maliciosamente los más altos jesuítas al hablar de su superior ausente.

      En cuanto al padre Felipe, su antiguo director espiritual, encontrábalo la baronesa poco menos que desconocido. El pobre no podía amoldarse a aquella emigración forzosa que le tenía oscurecido y anulado. El recuerdo de sus buenos tiempos de Madrid, cuando se lo disputaban las más aristocráticas beatas, y la indiferencia y frialdad que le rodeaba ahora en Bayona, donde la amistad le era imposible a causa del irreconciliable odio que se tenían él y la lengua francesa, habían dado al traste con su buen humor de bruto feliz, y el robusto padre languidecía y adelgazaba, no quedándole bríos más que para maldecir aquella cochina revolución que le había abierto la tumba, obligándole a abandonar el campo de sus glorias.

      Doña Fernanda permaneció en Francia hasta el asesinato de Prim y la entrada de Amadeo de Saboya en España.

      Estos sucesos causaron en ella bastante impresión. Muerto Prim y sentado en el trono de España un rey, aunque no legítimo para ella, parecíale con sobrada razón a la fanática baronesa que el espíritu revolucionario se había extinguido en gran parte y que ya podían volver a su patria las personas decentes a quienes aterraba el despertar del pueblo.

      La baronesa volvió a Madrid, y tuvo la satisfacción de ser recibida por sus amigos y cofrades como un personaje político de gran importancia. Venía de París, había vivido al lado de la reina, y esto era suficiente para que la recibiese con el respeto que se tributa al depositado de importantes secretos toda aquella aristocracia que, por odio a la revolución de la que se reía ya como de un león con las garras cortadas y los dientes arrancados, hacía manifestaciones de chulería, que ella creía españolismo, para amedrentar a la dinastía saboyana, sostenida por los progresistas.

      Doña Fernanda, aunque su carácter y aficiones la alejaban de manifestaciones bulliciosas ideadas por la juventud, tomó parte importantísima en organizar la protesta pacífica y desdeñosa que la aristocracia hizo en el paseo de la Castellana, presentándose las damas con la tradicional mantilla blanca y la manolesca peineta, para echar en cara a la reina Victoria su condición de extranjera. La baronesa fué también de las manifestantas, pues rompiendo con sus costumbres devotas, enemigas de mundana ostentación, presentóse en elegante carruaje, y hecha un mamarracho, con la deslumbrante mantilla sombreando su rubicundo rostro y acompañada de dos jovencitas, hijas de un magistrado del Supremo, que por ser viudo y gran amigo de doña Fernanda, rogaba a ésta muchas veces que se encargara de la dirección de las niñas.

      Pero esta clase de manifestaciones políticas que a pesar de su inocencia preocupaban algo al sencillote gobierno de Amadeo, sólo apartaron por pocos días a la baronesa de sus favoritas ocupaciones. Las asociaciones piadosas habían vuelto a ponerse tan en auge como en tiempo de los Borbones; todos los enemigos de la situación se agrupaban en las cofradías para hacer algo contra lo existente, aunque sin comprometerse mucho, y la baronesa se sentía feliz al ser considerada como un personaje importante, como una madama Roland de la buena causa en aquellas juntas de la sociedad de San Vicente de Paúl, donde se veían pocas sotanas, a pesar de lo cual respirábase en el ambiente un marcado olor de jesuitismo.

      Nunca tuvo en su vida la baronesa época de más actividad y satisfacciones que aquélla. Su nombre rodaba incesantemente por los periódicos afectos al antiguo régimen; toda la aristócrata femenina la consideraba como su jefe natural e indiscutible; los hombres importantes de la pasada situación, los generales isabelinos por una parte; y por otra, los diputados carlistas, la trataban casi como un colega: el padre Tomás, unas veces desde Roma, y otras oculto en Madrid, en ignorado lugar, la escribía dándole instrucciones y consejos, y hasta un día, su satisfacción llegó al colmo, recibiendo un autógrafo de doña Isabel, en el cual daba las gracias a su “querida Fernandita” por los grandes y valiosos servicios que estaba prestando a la causa de la restauración.

      La baronesa, halagada por el incienso que la tributaban los suyos, y ebria por el orgullo que le producían tantas distinciones, llegó a ilusionarse sobre su propio poder y hasta se avergonzó del miedo que en otro tiempo le habían producido las turbas populares. ¡Valiente tropel de piojosos!

      Ahora todo estaba tranquilo aunque sólo fuera en apariencia. Los republicanos se agitaban sordamente y querían derribar aquel trono ocupado por un advenedizo, pero los progresistas, convertidos en perfectos gubernamentales, no les permitían el menor desahogo y la reacción iba levantando la cabeza al no ver triunfantes y libres aquellas masas que tanto miedo le inspiraban.

      Cuando doña Fernanda volvió de Francia aun le inspiraba algún cuidado la posibilidad de encontrar en Madrid a Esteban Alvarez, aquel monstruo descamisado, como ella decía, sin duda para no confundirle con los monstruos de la naturaleza que deben vivir abundantes en punto a ropa interior.

      Pasó el tiempo sin que encontrase en parte alguna al odiado perseguidor, y esto, en vez de tranquilizarla, excitó su curiosidad, por lo que hizo cuanto pudo para enterarse de la suerte de Alvarez.

      No tardó en saber la verdad. Este, cada vez más divorciado con los que monopolizaban la revolución, y más afecto al partido republicano, había tomado parte activa en la preparación del alzamiento federal de 1869. Al dirigirse a una provincia de Castilla la Vieja para sublevarla, había sido detenido, y estuvo preso algunos meses, hasta que por fin, Prim, pocos días antes de morir, lo había puesto en libertad volviendo a ingresarlo en el ejército. El célebre general no podía olvidar los servicios que le había prestado; y aunque hablaba en público pestes de aquel iluso demagogo, complacíase en favorecerle secretamente, aunque cuidando de que el interesado no se enterara de dónde procedía tal protección.

      El fué también de los militares que, negándose a jurar fidelidad a Amadeo, fueron dados de baja en el ejército, y desde entonces, Alvarez, sin otros medios de vida que su pluma, llevó la vida agitada del periodista y conspirador.

      La baronesa tropezaba a cada paso con su nombre en las columnas de los periódicos, y leía con complacencia los ataques que le dirigían los órganos de la situación y los reaccionarios. Juntábase al odio político, la antipatía que profesaba ella a aquel hombre, el cual parecía en su concepto inspirado por el diablo según la actividad que desarrollaba al combatir la monarquía, la Iglesia y todo cuanto representaba el mundo viejo.

      Un día leía la reseña de un meeting que Alvarez había organizado en provincias, para protestar contra lo existente y a la mañana siguiente tropezaba con la noticia de que la policía había detenido a Alvarez como sospechoso de conspiración o andaba en su busca.

      Algunas