sus queridos consejeros, los padres jesuítas, y separada de su Ricardo, aquel futuro santo que la enorgullecía como la honra de su familia, sentía imperiosamente la necesidad de amar. Su carácter, seco y áspero en la juventud, habíase modificado con la edad, como esas piedras bastas y angulosas que el tiempo va puliendo hasta darlas una fina tersura, y ahora, teniendo en sus brazos aquella niña de hermosa cabecita, y escuchando su seductora charla infantil, sentíase arrastrada por arrebatos desconocidos y por nuevas emociones, que la hacían presentir los goces de la maternidad.
Pasó una noche terrible, agitándose nerviosamente en su lecho cada vez que pensaba en la posibilidad de que su Marujita le fuese arrebatada, y a la mañana siguiente había ya adoptado una resolución.
Saldría aquel mismo día de Madrid y pondría a la niña en un lugar seguro y a cubierto de cuanto pudiese intentar su padre para apoderarse de ella.
Recordaba que el padre Claudio, en sus últimos años de gobernar la Compañía, deseoso de abrazar por completo la educación de la juventud aristocrática, había fundado en varios puntos de España grandes colegios de niñas, que dirigían religiosas francesas, peritas en esa educación insustancial, meliflua y pedantesca, que constituye la cultura de las hermosas elegantes que bailan en los salones.
El colegio, establecido en Valencia, bajo la advocación de Nuestra Señora de la Saletta, era el montado más escrupulosamente y el más estimado por el padre Claudio. La baronesa había conocido a la directora en uno de los viajes que ésta hizo a Madrid para consultar al superior de la Compañía, y a dicho colegio se propuso llevar a María.
Allí la educarían y la tendrían a cubierto de una asechanza de Alvarez, si éste llegaba, a descubrir su paradero.
Además, el clima siempre benigno de Valencia sería de buen efecto para su enfermiza sobrina, y ella, libre ya de su cuidado absorbente, volvería a ser dueña de sus acciones, y cuando no le conviniera vivir en aquel Madrid perturbado por la revolución marcharía a Francia para confundirse con las personas distinguidas que estaban al lado de la reina destronada, y volvería a tratarse íntimamente con sus queridos padres jesuítas, los más principales de los cuales estaban establecidos en Bayona.
A la baronesa le pareció inmejorable su idea, e inmediatamente la puso en práctica.
A la caída de la tarde, acompañada de su sobrina, y con poco equipaje, salió de casa en el más modesto de sus coches, y se trasladó a la estación del Mediodía.
Había tomado con anticipación un reservado de primera clase, y en él se colocó, extasiándose en la contemplación del asombro que producía en la niña aquel viaje, que era el primero que realizaba.
Cuando la pequeña María se cansó de mirar a través del cristal de las ventanillas la obscura masa de los campos agujereados de trecho en trecho por alguna lejana luz y hubo agotado toda la curiosidad que le producía la tibieza que se escapaba de los caloríferos del departamento, sentóse en las rodillas de su tía, que pasaba el tiempo rezando oraciones.
La baronesa pasó su descarnada mano por aquella cabeza ensortijada, y como si cediese a una necesidad interior comenzó a hablarla de lo que pensaba, sin fijarse en que se dirigía a una niña de cuatro años.
¿Sabía por qué viajaban las dos así, tan apresuradamente? Pues era por librarla del coco, de un hombre malo que se llamaba Esteban Alvarez, y que quería agarrarla a ella para llevársela al infierno.
La niña se estremecía abriendo con espanto sus ojazos, y con esa mezcla de curiosidad y miedo que sienten los niños por los cuentos fantásticos que les atemorizan y los deleitan, fué escuchando cuanto decía la baronesa.
Nunca se le olvidó a la niña lo que oyó aquella noche en el interior de un tren, que, iluminando el espacio con sus bufidos de fuego, iba arrastrándose por las áridas llanuras de la Mancha.
– No olvidarás nunca su nombre, ¿verdad, cariño mío? Se llama Esteban Alvarez. Cuídate de ese hombre; es el coco.
Claro que la niña haría esfuerzos por no olvidarse de tal nombre, y propósitos de librarse de él en todas ocasiones. ¡Flojo bandido sería aquel sujeto del que su tía hablaba con tanto horror! Aquella revelación fué la primera impresión fuerte que María recibió en su vida, y en su memoria infantil quedaron perfectamente grabadas todas las palabras.
Aquel coco era el perseguidor de la familia, algo semejante a aquellos diablos disfrazados de hombres vulgares que asediaban a los santos y los martirizaban con los tormentos más crueles. Al difunto abuelito, el conde de Baselga, le había acarreado la muerte (primer movimiento de espanto en la niña), al papá lo había muerto de un tiro en medio de la calle, cuando ella aún casi estaba en la cuna (nuevo terror de María que se sentía próxima a llorar), y había sido después el verdugo de la mamá Enriqueta, pues ésta había perecido víctima del terror que la inspiraba aquel ser infernal.
La niña se abrazaba a su tía furiosamente, como si sintiera a sus espaldas las manos del monstruo, ansioso de apoderarse de ella, y tanto era su terror, que ni aun se atrevía a llorar, como si presumiera que sus suspiros podían atraer al cruel perseguidor.
Pero su miedo aún iba en aumento, escuchando a la tía, que no parecía cansarse en inculcar en aquella criatura el odio y la repugnancia a Alvarez.
Iba a llevarla a un lugar donde estaría cuidada por unas buenas señoras, unas santas, y donde tendría por compañeras a muchas niñas elegantes y bien educadas, que la querrían mucho. Allí viviría muy bien, sería feliz, y su única preocupación debía ser guardarse mucho de aquel monstruo horrible, que tal vez fuese a buscarla en el mismo colegio, intentando apoderarse de ella.
María se durmió pensando en aquel colegio donde su vida iba a deslizarse tan feliz. Pero su sueño fué intranquilo, pues varias veces se agitó convulsa, con suspiros de terror, creyendo ver a aquel hombre terrible, a quien no conocía, y que se le imaginaba con la misma horrorosa y repugnante catadura de los diablos pintados en las estampas de San Antonio.
El mismo día de su llegada a Valencia, la niña entró en el colegio de Nuestra Señora de la Saletta, y aún permaneció la baronesa más de una semana en la ciudad, ocupada en arreglar a María el equipaje de colegiala.
Las buenas madres recibieron a la baronesa con grandes muestras de cariño. Sabían el aprecio en que la tenía la alta dirección de la Orden por sus servicios, y acosábanla a todas horas, con esa cortesía pegajosa que las gentes religiosas tributan a los poderosos.
La niña no tenía la edad reglamentaria para ser admitida en el colegio, pero su ingreso fué asunto indiscutible, en gracia de los méritos de su tía, lo que llenó a ésta de gran satisfacción.
Doña Fernanda no ocultó a las religiosas el motivo que la obligaba a llevar su sobrina a aquel retiro, y las fué enterando minuciosamente de la historia de Alvarez y Enriqueta, hablando con tanta franqueza como si estuviera confesando con su director espiritual, y no experimentando ningún rubor en darlas a entender – aunque con términos velados – aquella debilidad de su hermana, que hubiera ella misma desmentido enérgicamente a oírla en boca de otro. La fanática señora sentía tal atracción en presencia de toda persona dedicada a la religión, y en especial si pertenecía a la Compañía de Jesús, que no vacilaba en revelar los mismos secretos que después la ruborizaban o lastimaban su orgullo al recordarlos a solas.
Ella les decía todo aquello a las buenas madres para que viviesen prevenidas y alerta, no dejándose sorprender por el infame Alvarez. No sabían ellas bien qué clase de hombre era éste. Si llegaba a apercibirse de que la niña estaba allí, era aquel descamisado muy capaz de pegarle fuego al colegio para robar a María.
Y la baronesa iba amontonando cuantos detalles horribles la sugería su imaginación, para hacer el retrato de su enemigo, asustando al mismo tiempo a aquellas religiosas francesas, que se figuraban al revolucionario como un monstruo apocalíptico, capaz de engullírselas a todas.
La niña, con todo el valioso y abundante ajuar comprado por la baronesa, quedó mezclada entre más de cien niñas y encerrada en aquel gran caserón de bonitas rejas y muros de un gris claro que estaba al extremo de la ciudad en el barrio más tranquilo y aristocrático,