Ugo Nasi

Las Páginas Perdidas


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personajes, por la calidad de su escritura y su capacidad de evocación al crear discrepancias o dictámenes favorables en quien lee. Las páginas perdidas son un reto bien estructurado y una apuesta, a fin de cuentas, ganada; y es por esto que me abstendré de desmenuzar la trama, justo por esto me abstengo de decir “como va a acabar la historia” Corresponde al lector hacer el recorrido de acercamiento y de empatía, si es verdad, como creo que es, que la obra, una vez escrita, no pertenece ya a su autor, sino a quien leyéndola, o admirándola, la hace suya, asumiéndola con el corazón y la mente.

      I

      Roma, lunes 20 de octubre de 2015

      La ambulancia de la Cruz Roja italiana se dirigía con la sirena sonando por el Lungotevere Della Vittoria1, con el pavimento brillante debido a la lluvia de otoño que caía copiosamente, al puesto de Emergencias del Hospital Policlínico Gemelli de Roma.

      A bordo del vehículo, además de la enfermera voluntaria, estaba el joven Edoardo Valenti, M.I.R2. de cardiología, que había puesto en marcha el respirador artificial y aplicado la mascarilla de oxígeno al hombre que estaba tumbado en la camilla.

      “Tranquilo” dijo Valenti mientras intentaba mantener, a duras penas, un tono de seguridad.

      “Unos minutos más y habremos llegado a Urgencias”

      El hombre, de edad indefinida, seguramente rondaba los 70, abrió los ojos, movió un par de veces los párpados, casi con la intención de asegurar al médico que todo saldría bien.

      “¡No nos movemos, mierda! Es la hora punta, necesitaríamos un helicóptero” imprecó el conductor mientras el limpiaparabrisas hacía todo lo posible por mantener libre de la lluvia intensa el parabrisas delantero del vehículo. “Entonces coge por Balduina, allí, a la derecha” respondió Valenti.

      “No aguanto estos imbéciles de pendolari3 tendrían que haberse parado, y me da igual que vayamos en sentido contrario”.

      Esquivando los coches que, al venir en contra sentido, se habían apartado a los lados mientras invadían parte del arcén, la ambulancia se metió con decisión por el paso libre y, después de haber recorrido todo Valle Aurelia, entró finalmente por Pinetta Sacchetti y después de 500 metros llegó a la entrada elevada del Gemelli.

      “Míreme, mantenga los ojos abiertos. ¿Cómo se encuentra?” preguntó Valenti dirigiéndose al hombre.

      Este abrió la mano, como si quisiera confirmar que todo iba bien, aunque a causa de la mascarilla no podía responderle.

      Después de un pequeño salto sobre la rampa metálica de entrada de Urgencias, la ambulancia finalmente se paró delante de las puertas de cristal azules que se abrían y se cerraban por medio de una célula de infrarrojos instalada sobre el dintel.

      La situación era surrealista. La luz azul intermitente de la ambulancia contribuía a convertir el color de las puertas, y todo el conjunto, en un azul tétrico, como si estuviera delante de la entrada de un salón de baile de mala fama de la periferia.

      Mientras tanto, la lluvia se había intensificado y, ahora ya de noche, las gruesas e insistentes gotas caían de manera ralentizada, y eran iluminadas por las farolas bañadas por el agua, evocando una nevada como hacía tiempo no se recordaba en Roma.

      La camilla fue extraída enseguida de la ambulancia. Les estaba esperando Sandro Mohr, un médico especializado en cardiología, que había sido avisado por el equipo de la ambulancia.

      “Hola, Edoardo” dijo Mohr, saludando rápidamente a Valenti. Enseguida, volviéndose hacia el hombre de la camilla. “Señor, ¿puede oírme?”

      El hombre asintió con la cabeza.

      “Dígame si le duele aquí”.

      Mohr tocó con cuidado la parte izquierda del pecho del hombre que intentó sonreír y giró la palma de la mano derecha como si quisiese dar a entender que sí, que le dolía un poco… pero no mucho.

      Mohr le puso sobre el tórax los electrodos del desfibrilador y del capnógrafo4, cogidos en la sala de reanimación.

      La frecuencia cardiaca indicaba una sospechosa arritmia, también que la saturación periférica del oxígeno estaba en niveles peligrosos. El monitor del electrocardiógrafo revelaba la actividad eléctrica del corazón mientras se imprimía sobre papel milimetrado una frecuencia cardiaca anormal.

      “No hay tiempo que perder” dijo Mohr volviéndose hacia Valenti y la enfermera de Urgencias.

      “Enfermera, advierta al director que debemos intervenir enseguida. Temo que la válvula aórtica se encuentre comprometida. Debemos preparar inmediatamente el quirófano para una intervención a corazón abierto”.

      La enfermera asintió y, sin decir nada, se dirigió rápidamente hacia la sala de ingreso del quirófano. Después, Mohr, dándose cuenta de que el paciente lo miraba, aparentemente consciente, se volvió hacia él y, disimulando el pleno control de la situación, le dijo:

      “Ahora le quitaré durante un momento la mascarilla de oxígeno. Si se ve con fuerzas me gustaría saber su nombre y los de sus parientes o amigos”

      Dándose cuenta que una petición de este tipo podía interpretarse de manera errónea, el médico se apresuró a tranquilizarlo mientras le explicaba:

      “Esté tranquilo, es sólo para no preocuparles”

      Y mientras hablaba, quitó delicadamente la goma azul que mantenía la mascarilla sobre la cara del hombre. Ahora la cara del paciente se hizo más definida, de la misma manera que, de una fotografía opaca hubieran emergido finalmente las particularidades y el contorno de la cosa fotografiada.

      El hombre poseía unos ojos verdes muy brillantes, grandes y límpidos para su edad, sin la acuosidad que por lo general se ve en la mirada de las personas ancianas. Sonriendo al cardiólogo, con una voz un poco ronca, respondió:

      “Me llamo Johannes De Fugger, y desde hace mucho tiempo no tengo ni parientes ni amigos”.

      No tuvo tiempo de acabar la frase que fue interrumpida por una tos violenta, convulsiones y espasmos incontrolables. Después, de golpe, cerró los ojos, quedando aparentemente sin sentido.

      El corredor de ingreso al quirófano era demasiado angosto, con mucha dificultad habrían podido transitar por él dos camillas a la vez. Afortunadamente durante el trayecto hacia el interior no se encontraron ninguna en sentido opuesto.

      El paciente, que había ya entrado en coma, fue tendido sobre la mesa de operaciones donde estaban ya el director del hospital Osvaldo Massera, el anestesista y Mohr, además de la ayudante de sala que procuró liberar rápidamente al paciente de la bata verde con la cual lo habían preparado para la operación.

      A simple vista, la parte desnuda no tenía ningún aparato cardiaco que se hubiera instalado debido a eventuales malformaciones o a patologías precedentes. Massera, después que la responsable de la sala hubiera desinfectado con tintura de yodo el pecho del hombre, pidió el bisturí. Era necesario actuar lo antes posible, intentando operar a corazón abierto la posible oclusión de la válvula aórtica, oclusión que había provocado el infarto. Mohr procedió con cautela y pericia al abrir la caja torácica de manera que dejase al descubierto el corazón para la intervención.

      Terminada la operación preliminar Massera se ayudó con unas tijeras Potts Smith para proceder a la introducción del stent5 de apoyo para la válvula mitral.

      Se quedó de piedra, y junto con él todo el equipo médico cuando, bajo la luz de los reflectores de la mesa de operaciones, en el tórax del paciente, aproximadamente a doce milímetros del corazón, apareció un objeto que no podía estar ahí, en aquel lugar y en aquel tiempo.

      II

      Tribunal de Roma, martes 21 de octubre de 2015- Sala de lo Penal 121

      “Por