Ugo Nasi

Las Páginas Perdidas


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      Cuando se sentó en el escritorio, le vino un último y fugaz cargo de conciencia. ¿Cómo podía creer que tenía el derecho de modificar el diseño divino a voluntad, decidiendo el destino y el futuro del Mundo?

      Si aquellas páginas cayesen en manos malvadas, la Humanidad conocería peligros inimaginables. El reverendo no quería asumir una responsabilidad de esta magnitud.

      Se calmó al pensar que en el transcurso de los siglos que estaban por venir algún otro, probablemente más valiente, o tal vez más inspirado por la Divina Providencia, decidiría si estaba bien o mal divulgar el significado del manuscrito, que por el momento quedaría custodiado allí, en aquel convento.

      Él no quería asumir esta responsabilidad. Como humilde siervo de Dios tenía la misión de proteger a la Humanidad, en la medida de sus posibilidades, contra los peligros del Maligno.

      Alentado por estos pensamientos comenzó a trabajar con mucho cuidado en el volumen, escrito sobre pergamino de cabrito. Cortó con completa seguridad los hilos que unían los 116 folios y extrajo del volumen las 14 páginas que guardó temporalmente en el cajón del escritorio, que enseguida cerró con llave.

      A su debido tiempo –pensó el decano– escogería un escondite más seguro.

      Procuró encuadernar de nuevo el manuscrito, poniendo cuidado en mantener el orden original de las páginas, que se componía de una sección de 66 folios, dedicada a la botánica, de una segunda sección, desde el folio 67 al 73, dedicada a la astrología, de una tercera sección, del folio 75 al 86, dedicada a las figuras femeninas, de una cuarta sección, del folio 87 al 102, dedicada a la farmacología, y de una última sección, la quinta, la más enigmática, donde se encontraba solo una parte del texto del manuscrito, totalmente incomprensible y misterioso, al margen del cual habían sido situadas algunas estrellitas.

      El libro, tal como se presentaba en este momento, sería para siempre un enigma irresoluble.

      A la mañana siguiente, muy temprano, se presentó en el convento Wilfrid Voynich, acompañado por su abogado italiano Giorgio Parisi.

      El padre Anselmo, el vicario del reverendo padre Giuseppe, los hizo esperar en la estancia de audiencias de la biblioteca, compuesta por doce salas, de las cuales al menos seis tenían una superficie aproximada de 100 metros cuadrados con un ancho total de 991 metros cuadrados.

      “Una biblioteca inmensa” explicó el párroco a los dos visitantes.

      “Las paredes de las habitaciones” añadió “alcanzan una altura de 6 metros, todas están amuebladas con estanterías del siglo XVI y contienen más de 25.000 tomos entre antiguos y recientes”.

      Después de una espera de aproximadamente veinte minutos, que Voynich y Parisi pasaron examinando aquel inmenso museo de la sabiduría, fueron recibidos por el padre Giuseppe en su oficina.

      “Amados hijos, me debéis excusar por la espera, pero exigen de mi, que soy un pobre y viejo pecador, incumbencias de tipo administrativo y fiscal en las cuales no soy un experto. Y sin embargo, esta fatigosa comisión, por el bien de Villa Mondragone, me ha sido encargada en calidad de humilde representante de este convento” explicó el prior mientras se levantaba de la silla de detrás del escritorio y se dirigía hacia los dos compradores.

      Voynich –esbelto, elegante, con el rostro delgado, bigotes y pelo entrecano, aproximadamente de unos cincuenta años –saludó con una reverencia, después, demostrando conocer medianamente la lengua italiana, dijo:

      “Eminencia, no podemos sino estarle agradecidos por su hospitalidad y el hecho de haber decidido, imaginamos el precio psicológico, separarse de unos volúmenes tan valiosos y bellos. Puedo asegurarle que los libros no acabarán en malas manos. He ordenado a mis abogados, residentes en la ciudad en donde tendrán lugar las subastas, de insertar en los contratos de compra una cláusula especial que permita, en cualquier momento, a los representantes pontificios acreditados en aquellos lugares, que puedan acceder a los volúmenes para así verificar su estado cuando estén en manos de los nuevos propietarios, hasta la extrema ratio, bajo pena de una penalización económica en su contra, que sería depositada en el Ministerio de Cultura de los países donde se encuentran los libros, en el caso de que fuese descuidada la conservación de los mismos”.

      Se estaba en los albores del derecho privado internacional que ya permitía esta arriesgada aplicación de las leyes. El padre Giuseppe dejó escapar un profundo suspiro y abrazó a Voynich, declarando que esta noticia no podía sino alegrarlo.

      El Prior invitó a los dos hombres a seguirlo hasta la biblioteca central, la sala principal, destinada a la custodia de los tomos.

      El primer libro puesto bajo los cuidados de Voynich fue el Codex Ebneranius, un manuscrito del siglo XII escrito en lengua griega y que contenía la Epistula ad Carpianum y las tablas de Eusebio. El volumen suscitó enseguida el interés del anticuario polaco que, mirando a través de sus gafas de oro, se paró un buen rato mientras admiraba las 426 páginas fabricadas en pergamino que lo componían, pero también su encuadernación en plata incrustada con marfil.

      Al huésped le mostraron después una copia del Commentario letterale, istorico e morale sopra la Regola di San Cutberto, un tomo del año 1530 que había pertenecido a Ana Bolena donde, en la primera página, había algunas notas escritas a mano por la reina inglesa.

      A continuación se pasó al Sant’Agostino Esténse, uno de los manuscritos más bellos y raros de la miniatura Esténse, dedicado a Ercole I d’Este, segundo duque de Ferrara, en el año 1482. El tomo estaba en perfectas condiciones de conservación, compuesto de 384 páginas en pergamino y encuadernado con cuero auténtico repujado.

      La admiración y el entusiasmo de Voynich y de Parisi aumentaron cuando acariciaron con la punta de los dedos los tres volúmenes encuadernados en piel, con folios de pergamino del Graal Rochefoucauld, el primer manuscrito medieval en lengua francesa, donde se contaba extensamente la leyenda del rey Arturo, de los Caballeros de la Tabla Redonda, de Lancelot y del Santo Grial.

      La obra, realizada ente el 1315 y el 1323 por Guy, VII barón de Rochefoucald, contenía 107 ilustraciones que representaban torneos de destreza, torneos entre escuadras de caballeros, batallas, aventuras caballerescas y pruebas de coraje y valor. Veintinueve de los treinta libros fueron valorados, admirados e inspeccionados por el comprador polaco.

      Se llegó al examen del trigésimo libro, aquel que no poseía un título, un nombre.

      La atención de Voynich se hizo más intensa, finalmente se encontraba ante el manuscrito que le había obligado a iniciar aquel largo viaje desde Nueva York.

      El libro era de modestas dimensiones, no más de 15 centímetros de ancho, aproximadamente 22 de largo y unos 4 de grueso.

      Fue el mismo polaco el que, provisto de una lupa, tuvo el honor de abrir las primeras páginas, utilizando guantes de gamuza para no manchar con sus huellas el tejido animal de las hojas.

      La sorpresa y la admiración, mezcladas con la curiosidad que aquella misteriosa obra suscitaba, fueron inmensas. El mismo Parisi, que había tenido la oportunidad en el pasado de darle una ojeada al manuscrito, no pudo frenar un gesto de estupor.

      El texto del manuscrito semejaba, después de un primer examen, indescifrable. La lengua que se había utilizado parecía desconocida e incomprensible.

      Realmente representaba un enigma de lo más inextricable, dado que nada de lo que se encontraba en sus páginas parecía pertenecer a una categoría científica conocida. Extraños símbolos de naturaleza mística o alquímica se unían a representaciones de mujeres, algunas indudablemente embarazadas, inmersas en extrañas bañeras. En particular, había siete figuras femeninas con una sonrisa diabólica que nadaban, o se lavaban, en una especie de piscina de forma octogonal. Pero la fantasía del autor desconocido no conocía límites. Entre las páginas había también ilustraciones de animales jamás vistos por el hombre, símbolos astrológicos, vegetales, flores y hojas desconocidas, redondas o aguzadas, preferentemente de color verde, marrón y amarillo.

      En