Ugo Nasi

Las Páginas Perdidas


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las estrellas y los símbolos astrológicos. En particular los signos zodiacales de Piscis, Escorpión, Aries y Sagitario.

      También estaba una constelación que, en la época en que presumiblemente se había realizado el Códice ilustrado, fijada en torno al siglo XV, era imposible que fuese aún conocida: la del Cisne. Un misterio dentro del misterio. La ilustración de extrañas hélices que, partiendo del centro, crecían hacía el exterior mientras difundían rayos de luz, incluso esto no tenía una explicación lógica.

      Otras estrellas y planetas, en apariencia conocidos, como la Luna y el Sol, se representaban con rostros humanos.

      La tercera sección era quizás la más misteriosa, incluso se podría decir la más inquietante; en ella había figuras femeninas, algunas de ellas unidas a través de un longuísimo cordón umbilical que en los dibujos parecía un miembro del cuerpo humano con vida propia.

      Como si aquellas mujeres fuesen en realidad una única criatura, dotada de “terminales” con semblante humano. Muchas de ellas, totalmente desnudas, estaban en un evidente estado de gravidez.

      Otras vestían túnicas hasta los tobillos, de color turquesa. Pero su mirada transmitía una particular angustia.

      Voynich, invadido por una extraña turbación, tuvo la sensación de haber ya visto aquellas figuras, en lo más profundo de su mente cuando, años atrás, en las Antillas Holandesas, enfermo de malaria, había sido víctima de una pavorosa alucinación. El padre Strickland, que estaba a su lado, intuyó de alguna manera aquellos sombríos pensamientos.

      Aquellas mujeres poseían algo siniestro, maligno. Parecían la expresión de una pesadilla de la cual se quiere despertar lo antes posible. Y luego la bañera octogonal, donde algunos de estos seres enigmáticos estaban inmersos en un líquido denso y de un azul desvaído y sucio.

      “Reverendo” comenzó a decir Voynich. “¿Me equivoco o el símbolo del octógono, en la época medieval, tenía un significado alegórico?”

      “Así es, hijo mío. El octógono nos trae a la mente el número ocho, antiguamente concebido como el símbolo de la Resurrección. Los Padres de la Iglesia insistían sobre el hecho de que Cristo hubiese resucitado el octavo día de la semana”

      “Ya que el sábado era el séptimo día de la semana judía, el día siguiente era el octavo. Y el octavo día sería entonces el día de la Resurrección”.

      Esta era la explicación oficial que el padre Strickland se había sentido en el deber de suministrar al polaco. A decir verdad aquella forma geométrica de la bañera, representada en el manuscrito, no tenía nada de mística. Al contrario. Si él hubiese querido explicar su parecer con sinceridad, le habría respondido que una representación de ese tipo, en este contexto enigmático, hacía referencia más bien a símbolos paganos, o incluso diabólicos. Había otros dibujos, de color azul, verde o amarillo, que tenían en su interior otras bañeras, unidas entre sí por un extraño sistema de tuberías.

      Incluso estas tenían la forma de un miembro humano o de una probóscide.

      Una página mucho más grande que las otras, plegada en seis partes, dividía la tercera sección de la cuarta. En ella había dibujos de nueve objetos circulares, similares a medallas o monedas, que contenían plantas, estrellas y los enigmáticos tubos que aparecían también en la tercera parte. En la cuarta, por el contrario, aquella dedicada a la alquimia, se habían dibujado alambiques y matraces, junto a otros instrumentos de naturaleza desconocida pero, presumiblemente, aptos para un uso científico. En esta parte del manuscrito se encontraban también esbozos de pequeñas plantas y flores cuya procedencia permanecía en la oscuridad.

      La quinta y última parte estaba compuesta tan solo por texto escrito, con caracteres absolutamente desconocidos. Lo más inquietante era el hecho de que la escritura se hubiera hecho de corrido, sin el menor titubeo o tentativa. Perfectamente alineada, sin ningún desequilibrio a la vista, desde la parte superior a la inferior de la página.

      Como si quien la hubiese escrito hubiese tenido las ideas muy claras, tanto como para cuidar meticulosamente la caligrafía, el orden de las frases y de los caracteres, e incluso su diseño.

      La única concesión estética en esta parte del manuscrito estaba en la representación de pequeñas estrellas amarillas o azules ubicadas a la izquierda de las líneas del texto.

      Voynich, mientras lo inspeccionaba, descubrió algo muy extraño. Un minúsculo triángulo de pergamino, diferente a la primera página del manuscrito, estaba todavía unido a él a través del hilo de costura del libro. Como si se tratase de un fragmento de una página inexistente en el volumen.

      “Padre, venid a ver”

      El prior se acercó a él. “Mirad. ¿No os parece que este pequeño triángulo sea el fragmento de un folio preexistente?”

      Un silencio embarazoso cayó en la habitación. Parisi estaba inmóvil con la mirada fija en el prior.

      “Creo que tenéis razón, hijo mío” admitió Strickland. “Como podéis notar, ese pequeño fragmento es de un color distinto al de las otras páginas. Mirad con atención”.

      En efecto, bajo la lupa se podía ver con claridad que aquel fragmento era de un pergamino distinto del utilizado para los 102 folios del manuscrito. Voynich reexaminó aquella circunstancia, después miró de manera interrogativa al fraile.

      “Tiene una explicación muy sencilla, señor Voynich, efectivamente hace algunos años el manuscrito tenía otra primera página. Si me permite un juego de palabras, diría: la primera página de la primera página escrita”.

      “De poca importancia, imagino”.

      “De cualquier forma, la presencia sobre el folio de algunos parásitos muy peligrosos para el estado del volumen, aconsejó a la excelente alma de nuestro venerable padre Matteo –que el Señor lo tenga en su gloria –de ordenar desencuadernar el libro para no provocar un probable contagio al resto de las páginas”.

      Voynich no dijo nada, se limitó a lanzar una mirada penetrante e indagatoria hacia Parisi que parecía que se había convertido en una estatua de cera.

      Después, sin siquiera avisar, se levantó de repente de la silla donde estaba sentado y fue hacia el religioso.

      “Bien, reverendo Padre, podemos ya firmar el contrato de venta de los treinta volúmenes”.

      Dos copias del contrato preliminar de venta habían sido ya redactadas por el abogado italiano.

      Después de la firma, el anticuario polaco dio al prior de Villa Mondragone, en presencia de Parisi y del padre Agostino, una señal como adelanto de cinco mil doscientas cincuenta liras, con una garantía bancaria extendida por el Monte dei Paschi de Siena, que garantizaba una suma igual cuando fuese firmado el contrato definitivo. En este momento, el polaco se convertía, a todos los efectos, en propietario de los treinta volúmenes que habían pertenecido a la Iglesia, de los cuales uno, el más raro y hermoso, permanecía desconocido y sin nombre. Pero esto, al anticuario polaco le daba lo mismo; estaba convencido de haber hecho un negocio muy lucrativo sin que se hubiese dado cuenta el colegio de los jesuitas de Villa Mondragone, en especial aquel ignorante e incapaz padre Giuseppe.

      Este último, aunque con el corazón hecho pedazos por haberse separado de unos volúmenes de gran valor, no sólo histórico, y con un sentimiento de culpa por aquello que había hecho, pidiendo permiso al Padre Eterno, escondía dentro de él una sutil satisfacción por no haber entregado a Wilfrid Voynich, sin que él lo supiese, las catorce páginas secretas.

      En Derecho, para que una transacción legal pueda decirse que es buena, debe suceder que el efecto que se derive de ella deje descontentas a ambas partes.

      Nunca una transacción comercial fue más igualitaria que aquella realizada entre el anticuario y el Prior jesuita. Cada uno creyó haber sido más astuto y perspicaz que el otro.

      IV

      Monteverdi Marittimo,