estaba tan cerca que ya se distinguía la expresión de su rostro. La fisonomía roja, extraña, de aquel hombre que, con la bayoneta calada, corría hacia él conteniendo la respiración, le heló la sangre en las venas. Sacó la pistola y en lugar de dispararla se la arrojó al francés y con todas sus fuerzas corrió hacia los matorrales. No corría con aquel sentimiento de duda y lucha que experimentó en el puente de Enns, sino con el miedo con que la liebre huye de los galgos. Un sentimiento de invencible miedo por su vida, joven y feliz, que llenaba totalmente su existencia, le animaba, saltando a través de las matas con la agilidad con que en otro tiempo corría cuando jugaba al gorielki, sin girar un solo momento su rostro pálido, bondadoso y joven y sintiendo en la espalda un estremecimiento de terror. «Es mejor no mirar», pensaba, pero al llegar cerca de los matorrales se volvió. Los franceses perdían distancia, incluso aquel que le perseguía más de cerca, que se volvió y gritó algo a los compañeros que le seguían. Rostov se detuvo. «No, no es esto – pensó -No es posible que quieran matarme. » El brazo izquierdo le pesaba como si colgase de él un peso de cuatro libras. No podía correr más. También el francés se había detenido. Apuntó. Rostov cerró los ojos y se agachó. Pasó una bala ante él, zumbando. Con un esfuerzo supremo se cogió la mano izquierda con la derecha y corrió hacia los matorrales. Tras ellos había tiradores rusos.
X
Los regimientos de infantería, atacados inesperadamente, huían del bosque, y en una mezcla de compañías se alejaban con gran desorden. Un soldado pronunció con terror una frase que no tiene sentido alguno, pero que en la guerra es terrible: «¡Nos han copado!» Y la frase se comunicó a todos con un estremecimiento de espanto.
«¡Rodeados! ¡Copados! ¡Perdidos!», gritaban las voces con pánico. Inmediatamente, el comandante del regimiento oyó las descargas y los gritos, comprendió que algo terrible le sucedía a su regimiento, y la idea de que él, el oficial modelo, que llevaba muchos años de servicio sin que nunca se le hubiera hecho una sola observación, podía ser ante su jefe tildado de negligente o de haber faltado al orden, le turbó tanto que, olvidando instantáneamente al indisciplinado coronel de caballería y su importancia de general, y más que nada el peligro y el instinto de conservación, cogióse a la silla y espoleando a su caballo galopó hacia el regimiento, bajo una lluvia de balas que, por fortuna, caían más lejos de él. Tan sólo quería una cosa: saber qué era lo que ocurría, ayudar, costase lo que costara, y corregir la falta, si él había sido su causa, eliminando su culpa, la de un oficial modelo que en veinte años de servicio no había cometido una sola falta. Por milagro pasó ante los franceses, se acercó al campamento, detrás del bosque, a través del cual corrían los rusos, y sin preocuparse de nada bajó al galope la montaña. El momento de vacilación moral que decide la suerte de las batallas había llegado. ¿Escucharían los soldados la voz de su comandante o se volverían contra él y correrían más lejos? A pesar del grito desesperado del jefe del regimiento, tan terrible en otro tiempo para los soldados, a pesar de la cara feroz del comandante, enrojecida y desfigurada, a pesar de la agitación de su sable, los soldados huían, hablaban, disparaban al aire y no obedecían orden alguna. La vacilación moral que decide la suerte de las batallas poníase, evidentemente, de parte del miedo.
El general enronquecía de tanto gritar y a causa del humo de la pólvora. Se detuvo, desesperado. Todo parecía perdido. No obstante, en aquel momento, los franceses, que perseguían a los rusos, de pronto, sin causa aparente que lo motivara, echaron a correr y en el bosque aparecieron los tiradores rusos. Era la compañía de Timokhin, la única que se había mantenido ordenadamente en el bosque y que, escondida en la trinchera, cerca de la entrada del bosque, atacaba violentamente a los franceses. Timokhin se lanzó sobre el enemigo con un grito tan feroz, con una audacia tan loca y blandiendo el sable como única arma, que el enemigo, sin tiempo para rehacerse, arrojaba las arenas y huía. Dolokhov, que corría al lado de Timokhin, mató a un francés casi a quemarropa, y antes que nadie cogió por el cuello del uniforme a un oficial, que se rindió. Los fugitivos, rehechos, volvían a sus puestos. Los batallones rehacían sus formaciones, y los franceses, que habían conseguido dividir en dos las tropas del flanco izquierdo, eran rechazados momentáneamente. Las reservas tuvieron tiempo de llegar y los fugitivos se detuvieron. El jefe del regimiento estaba cerca del puente con el Mayor Ekonomov. Se adelantaban a ellos las compañías que habían retrocedido cuando, de pronto, un soldado se agarró al estribo y casi se le apoyó en la pierna. El soldado vestía un capote de paño azul, pero no llevaba ni gorra ni mochila. Tenía la cabeza vendada y colgaba de sus hombros una cartuchera francesa. Tenía en las manos una espada francesa también. Estaba pálido; sus azules ojos miraban con descaro al rostro del comandante y sonreía su boca. A pesar de que el comandante estaba ocupado dando órdenes al Mayor Ekonomov, no podía dejar de percatarse de la presencia de aquel soldado.
– Excelencia, he aquí dos trofeos – dijo Dolokhov mostrando la espada y la cartuchera -. He hecho prisionero a un oficial y lo tengo arrestado en la compañía.
Dolokhov jadeaba de fatiga y hablaba entrecortadamente.
– Toda la compañía lo ha visto. Le ruego que lo recuerde, Excelencia.
– Bien, bien – dijo el comandante, y se dirigió al Mayor Ekonomov. Pero Dolokhov no se movía. Se desató el pañuelo que le vendaba la cabeza y mostró la sangre pegada a sus cabellos.
– Una herida de bayoneta. No me he movido de la fila. Recuérdelo, Excelencia.
XI
El viento se calmaba. Las nubes negras que pasaban bajas sobre el campo de batalla en el horizonte se confundían con el humo de la pólvora. En dos lugares aparecieron más claros entre la oscuridad los resplandores del incendio. Se debilitó el cañoneo, pero el ruido de los disparos de fusil en la retaguardia y a la derecha continuaba cada vez más cercano. Cuando Tuchin, con sus cañones, pasando sobre los heridos, salió del fuego y se dirigió al torrente, encontró a los jefes y a los ayudantes de campo, entre los que se encontraban el oficial de Estado Mayor y Jerkov, que le habían sido enviados dos veces y que ni una sola de ellas habían podido llegar a la batería. Todos, interrumpiéndose unos a otros, daban y transmitían las órdenes por el camino que se había de emprender, y todos le hacían reproches y observaciones. Tuchin no dio orden alguna, y en silencio, temeroso de hablar, porque a cada palabra, sin saber por qué motivo, le venían ganas de llorar, iba detrás de todos montado en su mula. Aun cuando había sido dada la orden de abandonar a los heridos, algunos arrastrábanse tras las tropas, suplicando que los colocaran sobre los cañones. Un bravo oficial de infantería yacía con una bala en el vientre sobre la cureña de Matvovna. Al salir de la montaña, un suboficial de húsares, muy pálido, que se sostenía una mano con la otra, se acercó a Tuchin y le pidió que le dejara sentarse.
– Capitán, por el amor de Dios, me han herido en el brazo – suplicaba tímidamente -. Por el amor de Dios, no puedo caminar más. – Evidentemente, aquel suboficial había pedido muchas veces permiso para sentarse y siempre le había sido negado. Con voz tímida y vacilante suplicaba -: Ordene que me siente, por el amor de Dios.
– Siéntate, siéntate – dijo Tuchin -. Tío, dale tu capote – dijo a su soldado favorito -. ¿Dónde está el oficial herido?
– Lo han abandonado. Estaba muerto – replicó alguien.
– Siéntate, siéntate, amigo, siéntate. Pon tu cabeza, Antonov…
El suboficial era Rostov. Con una mano se sostenía la otra. Estaba pálido y un temblor febril le movía la barbilla. Lo colocaron sobre Matvovna, el mismo cañón del cual habían quitado al oficial muerto. El capote que le ofrecieron estaba sucio, lleno de sangre que manchó el pantalón y el brazo de Rostov.
– ¿Qué hay, querido? ¿Dónde le han herido? – preguntó Tuchin acercándose al cañón donde Rostov estaba sentado.
– No, es una contusión.
–Entonces, ¿de quién es esta sangre de la cureña?
– Del oficial, Excelencia – replicó un artillero, limpiando la sangre con la manga del capote, como excusándose por la suciedad del arma.
Con penas y fatigas, ayudado por la infantería, habían podido