una mata con un árbol, después de haber visto que realmente era una mata, no puede ya creer que sea un árbol. Ella estaba muy cerca de él. Ya ejercía sobre él su dominio. Entre los dos no había obstáculo alguno, fuera de lo que pusiera su voluntad.
Cuando llegó a su casa y se acostó, Pedro tardó mucho tiempo en dormirse, pensando en lo que había ocurrido. ¿Y qué era esto? Nada. Tan sólo que una mujer a la que conocía de niña y de quien, cuando alguien le decía que era una belleza, contestaba discretamente: «Sí, es bonita…», tan sólo que aquella mujer, Elena, podía llegar a ser su esposa.
«Pero no es muy inteligente. Yo mismo lo he dicho – pensaba -. Hay algo malo en el sentido que ha despertado en mí, algo que no está bien. Me han dicho que su hermano Anatolio estaba enamorado de ella; que ella lo estaba de él; que ha habido algo feo entre los dos; que hay que alejar a su hermano… Este Hipólito… Su padre… El príncipe Basilio… No está bien, vaya…» Pero mientras hablaba así – una de esas conversaciones que se hacen inacabables -. sentíase contento y satisfecho de que una serie de razonamientos sucediese a los primeros, y a pesar de comprobar la nulidad de Elena, pensaba en la posibilidad de que se convirtiera en su mujer, que pudiera quererlo, que fuese totalmente distinta de como él la conocía y que todo lo que había pensado y sentido pudiera ser falso. Y de nuevo no veía a la hija del príncipe Basilio, sino su cuerpo cubierto solamente por un vestido gris. «Pero no. ¿Cómo es que esta idea no se me había ocurrido antes?» Y sin vacilar se decía que era imposible, que aquel casamiento sería algo desagradable e incluso indecente. Recordaba sus frases y sus juicios de antes, las palabras y las miradas de todos los que le observaban, y también las palabras y miradas de Ana Pavlovna. Recordaba asimismo las incontables alusiones del mismo tipo que le habían dirigido el príncipe Basilio y otras personas. Se horrorizó. ¿No estaba ya ligado por el cumplimiento de una mala acción indudable que él no había de realizar? Pero mientras se formulaba a sí mismo este temor, en otro rincón de su alma se erguía la figura de Elena con toda su belleza.
II
En el mes de noviembre de 1805, el príncipe Basilio había de efectuar un viaje de inspección a cuatro provincias. Se había proporcionado este nombramiento para visitar de paso sus arruinadas fincas y para ir en compañía de su hijo Anatolio, a quien había de recoger en la ciudad donde se hallaba de guarnición, a casa del príncipe Nicolás Andreievitch Bolkonski, con objeto de casarlo con la hija de aquel potentado. Pero antes de marchar y de emprender estos nuevos asuntos, el príncipe Basilio tenía que terminar con Pedro. Cierto era que, durante aquellos últimos tiempos, Pedro pasaba todo el día en casa, es decir, en la del Príncipe, donde vivía emocionado, extravagante, atontado, tal como ha de ser un enamorado, en presencia de Elena. Pero aún no había hecho la petición de mano.
«Todo esto está muy bien, pero ha de terminar», se dijo un día el príncipe Basilio con un suspiro de tristeza, al reconocer que Pedro, que tan obligado le estaba (y que Dios no se lo reprochara), no se portaba tal como debía con respecto a este asunto. «Juventud… Frivolidad… Pero que Dios provea», pensaba el Príncipe, encantado de descubrir tanta bondad. «Pero esto ha de acabar. Pasado mañana, día del santo de Lilí, invitaré a algunos amigos, y si no comprende lo que tiene que hacer, yo se lo haré entender. Tengo la obligación, porque soy el padre.»
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