los disparos en la oscuridad. Era el último ataque de los franceses, al que respondían los soldados desde las ventanas de las casas del poblado. De nuevo todos se precipitaron hacia el pueblo, pero los cañones de Tuchin no se podían mover, y los artilleros, Tuchin y Rostov se miraron en silencio, abandonándose a su suerte. Las descargas cesaron. Por una calle adyacente aparecieron soldados que hablaban con animación.
– ¡Petrov! ¿Vives todavía? – preguntó uno.
– Les hemos sentado las costuras, hermano. No tendrán ganas de volver – decía otro.
– No se ve nada.
– ¿Dicen que han tirado contra los suyos?
– Esto está como la boca de un lobo.
– ¿No hay nada que beber?
De nuevo habían sido rechazados los franceses. Entre la oscuridad más absoluta, los cañones de Tuchin, protegidos por la bulliciosa infantería, marchaban de nuevo a algún sitio. En la oscuridad, como un río invisible y tenebroso que corriera siempre en la misma dirección, oíanse las conversaciones, el ruido de los zapatos y las ruedas. En medio del clamor general, a través de todos los demás ruidos, el más claro, el más perceptible, era el gemir de los heridos. Parecía que llenasen todas las tinieblas, que rodeasen a las tropas. Gemidos y tinieblas se confundían en aquella noche. Momentos después, la emoción estremeció a la multitud que avanzaba. Alguien, montado en un caballo blanco, pasó, seguido de una escolta, y al pasar pronunció unas palabras.
– ¿Qué ha dicho? ¿Hacia dónde vamos? ¿Hemos de detenernos? ¿Ha dicho que estaba contento?
Las más afanosas preguntas llovían de todas partes, y la masa movediza comenzó a atascarse, debido a que, evidentemente, se paraban los que iban delante. Circulaba el rumor de que había sido dada la orden de detenerse, y todos lo hicieron en medio de la carretera fangosa. Se encendieron las hogueras. La conversación se hizo más perceptible. El capitán Tuchin, después de dar órdenes a la compañía, envió a un soldado en busca de la ambulancia o de un médico para el suboficial, y después se sentó al lado del fuego que los soldados habían hecho en medio de la carretera. Rostov se arrastró también a su lado. Un temblor febril, ocasionado por el dolor, el frío y la humedad, sacudía todo su cuerpo. Se apoderaba de él un sueño invencible, pero el dolor de la mano lesionada, que no sabía dónde posarse, le impedía dormir. Tan pronto cerraba los ojos o miraba al fuego, que le parecía resplandeciente y acogedor, como contemplaba la figura curva y desmedrada da Tuchin, sentado a la turca a su lado. Los enormes, bondadosos e inteligentes ojos de Tuchin le miraban con lástima y compasión. Comprendía que Tuchin deseaba con toda su alma auxiliarlo, pero que nada podía hacer. De todas partes llegaba el rumor de los pasos y las conversaciones de la gente de a pie y de a caballo, que se instalaba por los alrededores. El sonido de las voces, de las herraduras de los caballos que chapoteaban en el fuego, el chisporroteo próximo o lejano de la leña, mezclábanse en un murmullo flotante. Ahora ya no era como antes el río invisible que corría en las tinieblas. Se había convertido en un mar oscuro que se calmaba, tembloroso, después de la tempestad. Rostov miraba y escuchaba sin comprender nada de todo cuanto sucedía ante sí o en torno suyo. Un soldado de infantería se acercó al fuego, se agachó sobre las puntas de los zapatos, bajó las manos sobre las llamas y movió la cara.
– ¿Me permite, Excelencia? – dijo dirigiéndose interrogadoramente a Tuchin -. He perdido la compañía, Excelencia, y no sé dónde está. Ha sido una desgracia.
Con el soldado se acercó un oficial de infantería con una mejilla vendada y, dirigiéndose a Tuchin, le pidió que hiciera retroceder un poco los cañones para dejar paso a los carros de bagaje. Detrás del mando de la compañía corrían dos soldados en dirección al fuego. Se injuriaban y disputaban desesperadamente por arrancarse un zapato de las manos.
– ¡Sí, vaya! ¡Todavía pretenderás ser tú quien lo haya encontrado! ¡Dámelo, ladrón!-gritaba uno de ellos con voz ronca.
Después se acercó un soldado delgado, pálido, que tenía vendado el cuello con unas tiras de tela empapada en sangre. Con irritada voz pidió agua a los artilleros.
– ¿Hemos de morir como perros? – preguntaba.
Tuchin ordenó que le dieran agua. Inmediatamente llegó corriendo un soldado, muy alegre, que pidió fuego para la infantería.
– ¡Fuego para la infantería! ¡Que os vaya bien, buena gente! El fuego que nos dais os lo devolveremos con creces – dijo, llevándose un tizón encendido en medio de la oscuridad.
Después de él pasaron ante el fuego cuatro soldados que llevaban algo pesado en un capote. Uno de ellos tropezó.
– ¡Maldita sea! ¡Han derramado la leña por la carretera! – murmuró uno.
– Si está muerto, ¿por qué lo hemos de llevar? – dijo otro.
– Anda, sigue adelante.
Y desaparecieron los cuatro con su carga en la oscuridad.
– ¿Qué? ¿Le duele? – preguntó Tuchin en voz baja a Rostov.
– Sí.
– Excelencia, que vaya a ver al general. Está aquí, en la isba – dijo un artillero que se acercó a Tuchin.
– Ahora voy, amigo.
Tuchin se levantó y se alejó del fuego, ajustándose la ropa. No lejos de la hoguera de los artilleros, en la isba que había sido habilitada expresamente para Bagration, hallábase el Príncipe ante la cena, hablando con algunos jefes que se habían reunido con él. Hallábase entre ellos el viejo desmedrado de ojos casi cerrados, que roía ávidamente un hueso de carnero; un general, con veintidós años de servicio, irreprochable, colorado por la cena y el aguardiente. El oficial de Estado Mayor se dormía. Jerkov miraba inquieto en torno suyo, y el príncipe Andrés estaba pálido, con los labios apretados y los ojos brillantes de fiebre. En un patio de la isba había una bandera tomada a los franceses, y el auditor, con cara de inocencia, tocaba la tela y movía la cabeza con admiración, quizá porque, en efecto, se interesaba por aquella bandera, o porque le molestaba ver que en la mesa faltaba un cubierto para él. El coronel francés que el dragón había hecho prisionero encontrábase en una isba cercana. Los oficiales rusos se afanaban para verle. El príncipe Bagration dio las gracias a los jefes y les preguntó pormenores de la acción y de las pérdidas sufridas. El jefe del regimiento de Braunn explicaba al Príncipe que en cuanto comenzó la acción retrocedió hacia el bosque, reuniendo allí a los soldados entretenidos en hacer acopio de leña, y con dos batallones se habían lanzado a la bayoneta contra los franceses, consiguiendo dispersarlos.
– Cuando me di cuenta, Excelencia, de que el primer batallón estaba deshecho, me detuve pensando: «Dejaré ahora a éstos y ya encontraré al enemigo cuando la batalla llegue a su punto culminante.» Y esto ha sido todo.
El comandante del regimiento quería haber hecho esto mismo. Le molestaba tanto no haberlo podido hacer que llegó a creerse que había sucedido todo como él decía, y quién sabe si realmente había ocurrido así. ¿Acaso era posible saber, en medio de todo aquel desorden, qué era lo que había ocurrido y lo que no se había hecho?
– También he de hacer notar a Vuestra Excelencia – continuó, recordando la conversación de Dolokhov con Kutuzov y su última entrevista con el degradado – que el soldado degradado, ante mí, ha hecho prisionero a un oficial francés y se ha distinguido muy particularmente.
– En el intermedio, Excelencia, he visto el ataque del regimiento de Pavlogrado – intervino Jerkov mirando en torno suyo con inquietud. En todo aquel día no había visto ni poco ni mucho a los húsares, y únicamente había oído hablar de ellos a un oficial de infantería -. Han aniquilado a dos cuadros, Excelencia.
Algunos sonrieron al oír las palabras de Jerkov, creyendo que bromeaba, como de costumbre, pero al ver que su relato era también glorioso para las armas rusas en aquella jornada, adoptaron una grave expresión a pesar de que muchos de los allí presentes sabían que las explicaciones de Jerkov eran pura fábula. El príncipe Bagration se dirigió al viejo coronel.
– Les