Terry Brooks

El primer rey de Shannara


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modo, todo lo que ocurría que alteraba el equilibrio del mundo, no importaba cuán insignificante fuese, comportaba un cambio. Tay había aprendido a leer esos cambios y a intuir lo que significaban.

      De modo que ahora, mientras caminaba entre las sombras nocturnas de la foresta, leyó en el movimiento del viento, en los aromas que aún flotaban entre los árboles y en las vibraciones traídas por la superficie de la tierra que un gran grupo de gnomos había pasado antes por ese mismo camino y ahora se habían detenido en algún lugar más adelante. Detectaba su presencia cada vez con más fuerza cuanto más avanzaba. Tay se adentró en el bosque mientras aguzaba el oído y se iba agachando de vez en cuando para tocar la tierra y buscar el calor corporal de los gnomos, que no había desaparecido; la magia de la que se servía le surgía en el pecho en forma de cintas pequeñas y ligeras que le flotaban hacia las yemas de los dedos.

      Entonces, aminoró el paso y se detuvo: había percibido algo nuevo. Se quedó completamente quieto, aguardando. Una sensación fría le atenazó las entrañas, el aviso inequívoco de qué era aquello que había notado, de qué era lo que se estaba acercando. Al cabo de un momento apareció sobre el cielo que le cubría la cabeza, apenas visible entre las ramas de los árboles: era un cazador alado, un Portador de la Calavera, un siervo del Señor de los Brujos. Volaba alto y despacio y se recortaba contra el negro aterciopelado de la noche; iba de caza, pero no de algo en particular. Tay no se movió del sitio, reprimió el instinto natural de salir corriendo y se obligó a calmarse para que la criatura no pudiera detectarlo. El Portador de la Calavera planeó en círculos y volvió, una forma alada que flotaba entre las estrellas. Tay ralentizó la respiración, los latidos del corazón y el pulso. Se desvaneció en la quietud oscura de la foresta.

      Finalmente, la criatura continuó su camino y voló hacia el norte. Tay supuso que iba a unirse al grupo del que estaba al mando. No era una buena señal que los acólitos del Señor de los Brujos se pasearan por un territorio tan al sur y rondaran los límites del reino de los elfos. Aquello reforzaba la hipótesis de que los druidas ya no representaban una amenaza para ellos. Era un señal de que la invasión, prevista hacía tanto por parte del Señor de los Brujos, era inminente.

      Tay inspiró hondo y contuvo el aliento. ¿Y si Bremen se había equivocado y el ataque no se produciría contra los enanos, sino contra los elfos?

      Dio vueltas a esta posibilidad al reanudar la marcha, mientras buscaba aun algún rastro de los gnomos. Los encontró al cabo de veinte minutos: habían acampado en la periferia del bosque de Drey. No habían encendido ninguna fogata y habían apostado centinelas cada pocos pasos. El Portador de la Calavera se dedicaba a sobrevolarlos. Era un grupo de asalto de algún tipo, pero Tay era incapaz de imaginarse tras qué iban. No había demasiado que pudieran asaltar tan cerca de las llanuras con la sola excepción de algunas haciendas aisladas, y dudaba que los intrusos estuvieran demasiado interesado en atacarlas. Con todo, no era nada halagüeño encontrar gnomos de las Tierras del Este, y aún menos un Portador de la Calavera tan al oeste, tan cerca de Arborlon. Avanzó con sigilo hasta que pudo distinguirlos con claridad, los observó un rato para ver si era capaz de detectar algo y, al no poder notar nada, contó de cabeza cuidadosamente y se retiró en silencio de nuevo. Deshizo sus pasos hasta recorrer una distancia prudencial, encontró un abetal aislado, se metió a gatas debajo del refugio que le ofrecían las ramas y se durmió.

      Cuando despertó por la mañana los gnomos ya no estaban. Inspeccionó con cuidado el terreno desde su escondite y luego salió y se dirigió hacia el campamento. Las huellas indicaban que se habían dirigido hacia el oeste y se habían adentrado en el bosque de Drey. El Portador de la Calavera se había ido con ellos.

      Se debatió entre seguirlos o no, y finalmente optó por la segunda. Ya tenía suficientes cosas de las que ocuparse como para añadir otra más. Además, donde había un grupo de asalto sin duda habría más, y era más importante avisar a los elfos de su presencia lo antes posible.

      Así las cosas, Tay prosiguió su camino hacia el norte sin salir de la espesura, con zancadas largas que acortaban rápidamente la distancia. Todavía no era mediodía cuando llegó al Valle de Rhenn y siguió hacia el oeste a través del corredor largo y ancho que allí se abría. El Rhenn era la puerta de entrada a Arborlon y las Tierras del Oeste. Al otro lado del valle, los elfos vigilaban. La parte oriental era tentadora: la planicie se extendía flanqueada por dos grupos de estribaciones bajas. No obstante, el valle se estrechaba de pronto, la tierra se elevaba en una cuesta empinada y las colinas se alzaban hasta convertirse en riscos abruptos. Cuando llegabas al otro lado, te encontrabas de frente ante las fauces de una mandíbula de roca. El Valle de Rhenn proveía a los elfos de una posición defensiva natural ante cualquier ejército que se aproximara desde el este, porque la foresta era espesa y el terreno montañoso descendía desde el norte y se elevaba desde el sur, y el Rhenn era el único modo de entrar o salir de las Tierras del Oeste para un ejército de cualquier envergadura.

      Siempre había guardas, claro, y Tay sabía que saldrían a su encuentro. No tuvo que esperar demasiado. Apenas había llegado a la mitad del verde corredor que atravesaba el valle cuando elfos montados a caballo emergieron del paso que había ante él para abordarlo con un gran estrépito; cuando le vieron, tiraron de las riendas y chillaron al reconocerlo. Los jinetes le brindaron una calurosa bienvenida. Le ofrecieron un caballo y lo acompañaron por el paso hasta el campamento elfo, donde el comandante de la guardia mandó un mensajero para que avisara de que Tay iba camino de Arborlon. Este le habló al comandante del grupo de asalto que había visto, mencionó a los gnomos pero no al Portador de la Calavera; prefería reservar ese detalle para Ballindarroch. El comandante no había recibido ningún informe sobre gnomos por esos lares y no tardó ni un segundo en enviar una partida de jinetes hacia el sur para que reconociera el terreno. Entonces, el comandante ordenó que alguien trajera comida y bebida para Tay, se sentó con él mientras este comía y respondió todas las preguntas que Tay le hizo sobre Arborlon, poniéndole al día de los acontecimientos que habían tenido lugar.

      La charla fue trivial y pasó con rapidez. Circulaban rumores sobre desplazamientos de los trolls en Streleheim, pero no se sabía nada concreto. Tan al sur nadie había visto nada. Tay evitó mencionar cualquier cosa que estuviera relacionada con el Señor de los Brujos o Paranor. Cuando hubo terminado la comida, pidió seguir su camino. El comandante le proporcionó un caballo y una escolta de dos hombres. Tay aceptó el primero, rechazó lo segundo y prosiguió la marcha de nuevo.

      Cabalgó desde el valle hasta Arborlon, sumido en sus pensamientos. Solo llegaban rumores, no se había visto nada. Espíritus y sombras. El Señor de los Brujos era tan escurridizo como el humo. Sin embargo, Tay había visto al Portador de la Calavera y los gnomos, y Bremen había visto al Señor de los Brujos en su guarida en las Tierras del Norte, donde al anciano le pareció bastante real. El druida parecía convencido de lo que iba a ocurrir, de modo que ahora dependía de Tay encontrar un modo de convencer a los elfos de que la amenaza era real.

      El camino que recorría se desviaba a través de los bosques de las Tierras del Oeste con una precisión serpentina: rodeaba las arboledas pobladas y centenarias, avanzaba al lado de pequeños lagos y arroyos sinuosos y se elevaba y descendía con los desniveles de la misma tierra. Los rayos de sol moteaban la foresta, llenaban de vetas los troncos altos y los corrillos de flores silvestres como dedos de luz, largos y delgados, que acariciaban las sombras. Como si fueran estandartes y banderines, le daban la bienvenida a casa de nuevo. Por toda respuesta, el elfo se quitó la capa y sintió cómo el sol le caía sobre la espalda ancha como un mantel cálido.

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