Terry Brooks

El primer rey de Shannara


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sobre las escaleras y empezó a dar puntapiés, desesperado.

      Entonces, por fin, le fallaron las fuerzas a la criatura. Perdió pie y trastabilló hacia atrás, rodó hacia el filo del hueco de la escalera y se despeñó, un fulgor brillante que se perdía en la oscuridad insondable.

      Bremen se puso de pie a trompicones, con el cuerpo lleno de quemaduras por culpa de las llamas y de arañazos fruto de las garras de la criatura. Los otros dos atacantes prosiguieron el avance a pasos lentos y medidos, como dos gatos juguetones. Bremen trató de invocar la magia para defenderse, pero el primer ataque le había dejado exhausto. Asustado por la ferocidad del primero, había usado demasiada fuerza y ahora apenas le quedaba un ápice.

      Las criaturas parecían ser conscientes de ello. Se movían con suavidad hacia él y lloriqueaban con ansiedad.

      Bremen apretó la espalda contra la pared de las escaleras y contempló cómo se le acercaban.

      ***

      Mientras él se quedaba quieto, Kinson y Mareth recorrían con sigilo los pasadizos de la Fortaleza, buscándolo. Había muertos por todas partes, pero ni rastro del anciano. A pesar de que estaban atentos y aguzaban el oído, no fueron capaces de percibirlo. Kinson comenzaba a preocuparse. Si había algo pérfido escondido en la Fortaleza aguardando a los intrusos, quizá los encontraría a ellos primero. Quizá los encontraría antes de que ellos hallaran a Bremen y eso lo obligaría a acudir en su auxilio. ¿O acaso el druida ya había caído en sus fauces sin que ellos lo oyeran? ¿Llegaban demasiado tarde?

      ¡No debería haber dejado que Bremen se adentrara ahí solo!

      Dejaron atrás los cuerpos de la guardia druida que había opuesto la última resistencia en el rellano de las escaleras de la segunda planta de la Fortaleza y siguieron ascendiendo. Todavía no aparecía nada. Los escalones se enroscaban hacia arriba, hacia la oscuridad, infinitos. Mareth se apretaba contra la pared mientras trataba de ver mejor lo que aguardaba más adelante. Kinson no dejaba de volver la vista, pues creía que un ataque podía llegar por ese flanco. Tenía la cara y las manos resbaladizas debido al sudor.

      «¿Dónde está Bremen?».

      En aquel momento, percibieron un movimiento en el siguiente rellano, un cambio en la iluminación apenas perceptible, una grieta entre las sombras. Kinson y Mareth se quedaron petrificados. Les llegó un lamento susurrado y extraño:

      —Breeemen, Breeemen, Breeemen.

      Intercambiaron una mirada y luego reanudaron el ascenso con cautela.

      Algo cayó al suelo en el tramo de escaleras que les quedaba por arriba, un cuerpo pesado; estaba demasiado lejos como para que lo vieran, pero lo suficientemente cerca como para imaginárselo. Oyeron gritos y el entrechocar de cuerpos. Al cabo de un instante, una bola llameante se precipitó por el borde de las escaleras y les pasó por delante; un ser vivo, aunque fuera solo apenas, muerto de agonía al chocar con el suelo.

      Descuidada cualquier precaución, Mareth y Kinson se lanzaron a la carga. Mientras subían, divisaron a Bremen más arriba, atrapado entre dos criaturas horrorosas que avanzaban hacia él desde los rellanos que quedaban arriba y abajo. El anciano estaba sangrando y se podían apreciar quemaduras en su túnica; sin duda, estaba exhausto. El fuego druida le llameaba en las yemas de los dedos, pero no se inflamaba. Las criaturas que lo acechaban avanzaban con calma.

      Los tres se volvieron, sobresaltados, cuando el fronterizo y la muchacha se acercaron.

      —¡No! ¡Marchaos! —gritó Bremen en cuanto los vio.

      No obstante, Mareth subió corriendo los últimos escalones hasta el rellano inferior de golpe y dejó atrás a un Kinson sorprendido. Plantó los pies en el suelo, se inclinó hacia adelante, con los brazos abiertos de par en par y las palmas hacia arriba, como si implorara ayuda al cielo. Kinson exhaló, consternado, y se apresuró a seguirla. ¿Qué estaba haciendo? El monstruo que quedaba más cerca de la muchacha se puso a sisear al advertirla, se volvió hacia ella y bajó saltando los escalones, veloz como el rayo, con las garras extendidas hacia adelante. Kinson gritó de ira. ¡Todavía estaba demasiado lejos!

      En aquel momento, Mareth estalló. Se produjo una explosión tremenda que retumbó, y la onda expansiva mandó a Kinson contra la pared. Perdió de vista a Mareth, Bremen y las criaturas. Una llamarada se levantó en el lugar donde había estado Mareth, una veta azul que quemaba al rojo blanco. Saltó sobre la criatura que estaba más cerca y la desgarró. Entonces, encontró a la segunda, que se cernía sobre Bremen, y la arrastró como una hoja llevada por el viento. La criatura pegó un alarido de sorpresa y las llamas la consumieron. El fuego avanzó y se extendió por las paredes de piedra y las escaleras mientras extinguía el aire y lo tornaba humo.

      Kinson se cubrió los ojos y se levantó a duras penas. El fuego desapareció en un instante. Tan solo quedó el humo, volutas espesas llenaban el hueco de la escalera. Kinson se precipitó hacia los escalones superiores y se encontró a Mareth desmayada en el rellano. La levantó en brazos y sostuvo su cuerpo inerte contra el pecho. ¿Qué le había ocurrido? ¿Qué había hecho? Era tan ligera como una pluma, tenía el semblante pálido y cubierto de hollín, y el pelo negro y corto empapado como un casco alrededor de su pequeño rostro, con los ojos entrecerrados y la mirada perdida. A pesar de la poca abertura, Kinson vio que se habían vuelto blancos. Se inclinó hacia ella. No parecía que estuviera respirando. No era capaz de encontrarle el pulso.

      Bremen apareció de sopetón ante él, se materializó entre el humo, con el pelo alborotado y ojos de loco.

      —¡Sácala de aquí! —gritó.

      —Pero no creo que sea… —trató de discutir el fronterizo.

      —¡Rápido, Kinson! —lo interrumpió Bremen—. ¡Si quieres que se salve, sácala de la Fortaleza ahora! ¡Venga!

      Kinson giró sobre los talones sin abrir la boca y se apresuró a bajar las escaleras, con Mareth en brazos. Bremen los seguía, con los ropajes chamuscados hechos jirones. Descendieron a trompicones, tosiendo y ahogándose con el humo, y con los ojos empañados de lágrimas. Entonces, Bremen oyó un estruendo que procedía de las profundidades. Era el sonido de algo que se despertaba, algo enorme y cargado de furia, algo tan inmenso que era inimaginable.

      —¡Corre! —gritó de nuevo Bremen, aunque no hubiera necesidad.

      Juntos, el fronterizo y el druida corrieron a través de la oscuridad humeante de un Paranor muerto, hacia la luz del día y la vida.

La búsqueda de la piedra élfica negra

      8

      Tras dejar atrás a Bremen, Tay Trefenwyd se encaminó hacia el oeste siguiendo el curso del Mermidon a través de las montañas que constituían el ramal meridional de los Dientes del Dragón. Con la llegada del ocaso acampó al amparo que estas le ofrecían y prosiguió la marcha al rayar el alba. El día amaneció despejado y templado, los vientos de la noche anterior habían barrido el cielo de nubes y el sol brillaba con fuerza. El elfo se abrió camino a través de las estribaciones, llegó a las llanuras de Streleheim y se preparó para cruzarlas. Más adelante, los bosques de las Tierras del Oeste se desplegaron ante él y tras estos, con las cumbres teñidas de blanco, se alzaban los picos de las Espuelas de Piedra. Arborlon se hallaba a un día de distancia, de modo que avanzó a un ritmo tranquilo, con el pensamiento perdido en todo lo que había ocurrido desde que Bremen había llegado a Paranor.

      Tay Trefenwyd conocía a Bremen desde hacía casi quince años, más incluso que Risca. Habían coincidido en Paranor, antes de que lo desterraran, cuando Tay acababa de llegar de Arborlon y era un druida en formación. Bremen ya era anciano en esa época, pero con una personalidad más dura y una lengua más afilada. En aquel entonces, Bremen era un agitador que clamaba verdades que para él eran evidentes, pero que para los demás eran incomprensibles. Los druidas de Paranor creyeron que se había vuelto loco. Kahle Rese y un par más apreciaban su amistad y escuchaban con paciencia lo que este tuviera que decir, pero el resto se dedicaba a buscar formas de evitarlo.

      Tay