Terry Brooks

El primer rey de Shannara


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a relucir como si fuese un espejismo fruto del calor sofocante del verano. Kahle dudó y luego tiró más polvo sobre aquella cortina líquida. Los estantes y los libros desaparecieron. A partir de entonces, procedió más deprisa, agarrando puñados enteros de polvo y lanzándolos a cada juego de estanterías, a cada grupo de libros, mientras contemplaba cómo brillaban y se desvanecían.

      Poco después, la Historia de los druidas había desaparecido por completo. Lo único que quedaba era una habitación con las cuatro paredes desnudas y una mesa grande para leer en el centro.

      Kahle Rese asintió satisfecho. Ahora las crónicas estaban a salvo. Incluso si descubrían esta estancia, el contenido seguiría oculto. Era la única esperanza que le quedaba.

      Salió de la habitación, súbitamente cansado. Oía chirridos que procedían de la puerta de la biblioteca mientras unas garras rígidas trataban de agarrar el pomo y girarlo. Kahle se volvió y cerró la puerta oculta tras la librería con cuidado. Se guardó la bolsita de cuero, ahora casi vacía, en un bolsillo de los ropajes, fue hacia el escritorio y se quedó ahí de pie. No tenía armas. No tenía ningún lugar donde refugiarse. No le quedaba otra cosa que esperar.

      En el pasillo, cuerpos pesados se lanzaban contra la puerta, astillándola. Al cabo de un instante, esta cedió y se abrió con un estrépito, estrellándose contra la pared. Tres bestias jorobadas entraron en la habitación arrastrando los pies y clavaron los ojos rojos entrecerrados y llenos de odio en él. Kahle les plantó cara sin inmutarse mientras los monstruos se le acercaban.

      El que estaba más cerca sostenía una lanza corta. Algo en el comportamiento inmutable del hombre que tenía delante lo enfureció. En cuanto estuvo encima de Kahle Rese, le atravesó el pecho con la lanza y lo asesinó instante.

      ***

      Cuando todo hubo terminado, cuando ya habían dado caza y masacrado a los guardias que habían aguantado el asalto, llevaron a los druidas que habían sobrevivido, como si fueran ganado, desde los escondites donde los habían encontrado hasta la sala de la Asamblea. Allí les obligaron a arrodillarse, rodeados por los monstruos que los habían subyugado. Encontraron a Athabasca, aún vivo, y lo condujeron ante el Portador de la Calavera. La criatura observó al imponente Primer Druida de pelo cano y, luego, le ordenó que se sometiera y lo reconociera como amo y señor. Cuando Athabasca se negó, orgulloso y desdeñoso incluso en la derrota, la criatura lo agarró del cuello, clavó la mirada en sus ojos aterrorizados y los quemó con el fuego que se reflejó en los suyos.

      Mientras Athabasca se retorcía de dolor en el suelo de piedra, se hizo el silencio en la sala. La cháchara y los siseos se fueron apagando. Los chirridos de las garras y el rechinar de dientes se desvanecieron. Se impuso un silencio sepulcral y, como un mal presagio, todas las miradas se dirigieron hacia la entrada principal, donde los portones colgaban, destrozados y fuera de las bisagras.

      Ahí, en la entrada, parecía que las sombras se agrupaban, una masa de oscuridad que fue cobrando forma paulatinamente hasta que se transformó en una figura alta, vestida con una toga que no se arrastraba sobre el suelo como la del resto de los hombres, sino que flotaba en el aire, ligera e incorpórea como el humo. El frío impregnó el ambiente de la sala de la Asamblea cuando llegó, un aire glacial que recorrió la estancia y caló a los druidas prisioneros hasta los huesos. Uno por uno, los captores se postraron de rodillas con la cabeza gacha mientras musitaban con voz ronca:

      —Amo, Amo.

      El Señor de los Brujos contempló con desdén a los druidas derrotados y la satisfacción lo embargó. Ahora eran suyos. Paranor era suyo. Tenía la venganza en la punta de los dedos, tras tanto tiempo.

      Hizo que sus criaturas se alzaran de nuevo y luego alargó un brazo, cubierto con la toga, hacia Athabasca. Incapaz de resistirse, ciego y atenazado por un dolor indescriptible, el Primer Druida se alzó del suelo como si lo guiaran hilos invisibles. Quedó flotando en el aire, por encima del resto de druidas, gritando de terror. El Señor de los Brujos hizo un gesto girando la muñeca y el Primer Druida se sumió en un silencio inquietante. Tras otra torsión de muñeca, el Primer Druida comenzó a entonar un cántico, sumido en una agonía atroz:

      —Amo, Amo, Amo.

      Los druidas que se apiñaban a su alrededor volvieron la mirada, avergonzados y enfurecidos. Algunos rompieron a llorar. Las criaturas del Señor de los Brujos allí concentradas comenzaron a sisear para expresar la aprobación y el placer que les producía aquel espectáculo, y levantaron las garras para aplaudir.

      Entonces, el Señor de los Brujos asintió y el portador de la calavera asestó un golpe con una rapidez arrolladora, arrancándole el corazón a Athabasca cuando este aún respiraba. El Primer Druida echó la cabeza hacia atrás y chilló mientras le estallaba el pecho y, en apenas un instante, se desplomó hacia adelante, muerto.

      Durante varios segundos eternos, el Señor de los Brujos sostuvo su cuerpo inerte suspendido sobre las cabezas de sus compañeros como una muñeca de trapo, mientras la sangre chorreaba del pecho. Lo hizo balancearse de un lado para otro, hacia delante y atrás y, al final, lo dejó caer sobre la piedra, donde quedó como una masa empapada de carne y huesos destrozados.

      Acto seguido, hizo que sacaran de la sala de la Asamblea a los prisioneros y que los condujeran, como un rebaño, hasta las bodegas más soterradas de Paranor, donde los emparedaron vivos.

      Cuando el último grito se desvaneció y cedió paso al silencio, el Señor de los Brujos volvió a subir las escaleras y recorrió los pasillos de la Fortaleza, buscando la Historia de los druidas. Había aniquilado a los druidas y ahora debía destruir sus conocimientos. O llevarse lo que le fuera útil. Se movió con presteza, porque ya percibía la agitación que procedía del pozo sin fondo que había en la Fortaleza, que hedía a una magia que se despertaba como reacción a su presencia aquí. En sus propios dominios, su poder no tenía parangón. Aquí, en cambio, en el refugio de su mayor enemigo, puede que sí que lo tuviera. Encontró la biblioteca y la puso patas arriba. Descubrió la librería que conducía a la estancia secreta, pero esa habitación estaba vacía. Notó que se estaba usando la magia, pero no podía determinar el origen ni la intención de esta. De las crónicas no había ni rastro.

      En las profundidades del Pozo de los druidas, la agitación aumentaba. Alguien había soltado algo, anticipándose a su llegada, y eso empezaba a salir para ir a buscarlo. Le inquietaba que eso ocurriera, que un poder de ese tipo se hubiera dejado como vigilante para desafiarlo. Era impensable que esos mortales penosos a los que había sometido con tanta facilidad hubieran conseguido algo así. Hacía tiempo que eran incapaces de invocar tal poder. No, tenía que haber sido alguien como el que había penetrado sus dominios hacía bien poco, aquel a quien habían seguido sus criaturas: el druida Bremen.

      Volvió a la sala de la Asamblea, ansioso por salir de ahí tan rápido como pudiera. Ya había cumplido su venganza. Hizo que llevaran ante él a los tres druidas que habían traicionado Paranor. No habló con ellos con palabras, ya que no eran dignos de tal deferencia, por lo que se comunicó mediante el pensamiento. Se encogieron y se postraron ante él como borregos, pobres criaturas estúpidas, que querían ser más de lo que podían abarcar.

      «¡Amo!», gimotearon en tono apaciguador. «¡Amo, solo os servimos a vos!».

      «¿Quién de entre los druidas ha escapado de Paranor además de Bremen?».

      «Solo tres, Amo. Un enano, Risca. Un elfo, Tay Trefenwyd, y una muchacha de las Tierras del Sur, Mareth».

      «¿Se han ido con Bremen?».

      «Sí, acompañan a Bremen».

      «¿No ha escapado nadie más?».

      «No, Amo. Ni uno solo».

      «Volverán. Oirán que Paranor ha caído y querrán asegurarse de que así ha sido. Pero los estaréis esperando y terminaréis lo que he empezado. Entonces, seréis igual que yo».

      «¡Sí, Amo, sí!».

      «Alzaos».

      Así lo hicieron. Se levantaron a toda prisa, con ansiedad