Terry Brooks

El primer rey de Shannara


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para hacer una breve visita al mundo que un día habían habitado. Bremen mantuvo los brazos alzados en un gesto de protección; se sentía vulnerable y despojado de poder, aunque los hubiera invocado, aunque hubiera despertado a los espíritus. Una sensación gélida le atenazó las extremidades, frágiles de golpe, como si agua congelada le recorriera las venas. Se mantuvo firme ante el miedo que lo invadió, ante los susurros que demandaban con tono acusador:

      —¿Quién nos llama? ¿Quién se atreve?

      En aquel momento, una forma enorme dividió la superficie del agua exactamente en el centro, una figura envuelta en una capa negra que eclipsó el resto de las formas relucientes, que se diseminaron cuando esta emergió y absorbió su luz frágil, dejándolas arremolinadas y girando como hojas que lleva el viento. La figura encapuchada se alzó para quedar sobre las olas oscuras y revueltas del Cuerno del Hades. Apenas era sólida, un espectro sin piel ni huesos, y, sin embargo, era de algo más robusto que las criaturitas que dominaba.

      Bremen no se movió cuando la figura oscura comenzó a avanzar. Era la presencia a la que había venido a ver; era aquel a quien había invocado. Con todo, ya no estaba seguro de haber hecho lo correcto. La forma envuelta en una capa aminoró el paso, estaba tan cerca que tapaba el cielo y el valle que quedaba detrás de ella. La capucha se alzó: no había ningún rostro debajo, ninguna señal de que hubiera algo que llenara aquellos ropajes oscuros.

      Sin embargo, habló, y la voz retumbó con descontento:

      —Me conocéis…

      Plana, desapasionada y vacía: una pregunta sin la inflexión de una pregunta, las palabras quedaron colgando en el silencio tras el eco prolongado.

      Bremen asintió poco a poco.

      —Así es.

      ***

      En el borde del valle, los cuatro que había dejado atrás contemplaban el espectáculo sobrecogedor que se desarrollaba allí debajo. Vieron cómo el anciano se detenía en la orilla del Cuerno del Hades e invocaba los espíritus de los muertos. Observaron cómo se alzaban de entre las aguas turbulentas, distinguieron las formas resplandecientes, el movimiento de los brazos y piernas de estos, y cómo se enroscaban en una danza macabra de libertad efímera. Contemplaron cómo la figura enorme, envuelta en ropajes negros, se elevaba en el centro de todo y los envolvía a todos mientras absorbía su luz. Observaron cómo esta avanzaba hasta quedar delante de Bremen.

      Sin embargo, no podían oír nada de aquella escena que contemplaban. El valle estaba sumido en el silencio absoluto. Los sonidos del lago y de los espíritus no salían de la hondonada. La voz del druida y de la figura encapuchada, si es que hablaban, no se podían oír. Tan solo oían el viento que arreciaba y el tamborileo de las primeras gotas de la lluvia sobre la grava. La tormenta anunciada se desataba, provenía del oeste, desde donde una masa de negros nubarrones se cernía sobre ellos acompañada de una cortina de agua. La tormenta llegó a su altura en el mismo instante en que la figura encapuchada se detenía ante Bremen, y se lo tragó todo en cuestión de segundos. El lago, los espíritus, la figura encapuchada, Bremen, el valle entero; todo desapareció en un abrir y cerrar de ojos.

      Risca gruñó, consternado, y enseguida les echó un vistazo a los demás. Todos se cubrían ante la tormenta, encorvados y arrebujados en las capas como viejas brujas jorobadas por la edad.

      —¿Podéis ver algo? —les preguntó con inquietud.

      —Nada —replicó Tay Trefenwyd enseguida—. Han desaparecido.

      Durante un instante, nadie se movió; no estaban seguros de qué debían hacer. Kinson oteó a través de la bruma del aguacero e intentó distinguir alguna de las formas que creyó que sería capaz de divisar. Sin embargo, todo era impreciso y surrealista, lo que hacía imposible que pudieran estar seguros de nada desde su posición.

      —Puede que esté en peligro —espetó Risca, en tono acusador.

      —Nos dijo que esperáramos —se obligó a decir Kinson, aunque ni él mismo quería que le recordaran las instrucciones que les había dado el anciano cuando temía tanto por él y, al mismo tiempo, no quería ignorar la promesa que le había hecho.

      La lluvia les azotaba la cara con ráfagas repentinas y los ahogaba.

      —¡Bremen está bien! —gritó de pronto Mareth mientras con una mano se protegía del viento que le fustigaba la cara.

      Los demás la miraron de hito en hito.

      —¿Eres capaz de verlos? —le preguntó Risca.

      Ella asintió y agachó la cabeza entre las sombras.

      —Sí.

      Sin embargo, no podía. Kinson era el que estaba situado más cerca de ella y vio lo que los demás no: si veía a Bremen, no era con la vista. Se dio cuenta, turbado, de que los ojos de Mareth se habían vuelto blancos.

      ***

      En el Valle de Esquisto no caía ni una gota, no soplaba ni una ráfaga de viento, ningún elemento de la tormenta había se había introducido allí. Para Bremen, no existía nada más allá del lago y la figura oscura que se cernía sobre él.

      —Decid mi nombre…

      Bremen inspiró profundamente en un intento de calmar el temblor que le sacudía las extremidades y el torbellino frío que le atenazaba el pecho.

      —Sois el que fue Galáfilo.

      Era una parte prevista del ritual. Un espíritu al que se había invocado podía esfumarse si quien lo había invocado no pronunciaba su nombre. Ahora ya podía quedarse el lapso suficiente para responder a las preguntas que Bremen iba a hacerle (si es que elegía contestar siquiera).

      La sombra se movió, inquieta de pronto.

      —Qué queréis saber de mí…

      Bremen no vaciló:

      —Quiero saber lo que podáis contarme del druida rebelde Brona, aquel que se convirtió en el Señor de los Brujos. —Le temblaba la voz tanto como las manos—. Quiero saber cómo aniquilarlo. Quiero saber qué va a suceder. —Se le apagó la voz con un jadeo seco.

      El Cuerno del Hades siseó y escupió, como si le estuviera respondiendo, y los gemidos y los gritos de los muertos se elevaron hacia el cielo nocturno y crearon una cacofonía estridente. Bremen volvió a sentir un torbellino gélido que le embargaba el pecho, una serpiente que se enroscaba como si se preparase para atacar. Sintió el peso de todos los años de vida que tenía sobre las espaldas. Notó cómo la debilidad de su propio cuerpo traicionaba la fuerza de su determinación.

      —Lo destruiríais cueste lo que cueste…

      —Sí.

      —Pagaríais cualquier precio con tal de conseguirlo…

      Bremen notó que la serpiente gélida se le abalanzaba sobre el corazón.

      —Sí —susurró, desesperado.

      El espíritu de Galáfilo abrió los brazos, como si fuera a envolver al anciano, como si lo fuera a escudar y a proteger.

      —Contempla…

      Las visiones comenzaron a aparecer sobre el lienzo negro que ofrecía esa forma encapuchada y tomaron la forma del sudario que era su cuerpo. Una por una, aparecieron de la oscuridad, vagas e incorpóreas, brillantes como las aguas del Cuerno del Hades cuando habían surgido los espíritus. Bremen contempló las visiones que desfilaban ante él y estas lo atrajeron como un faro en la oscuridad.

      Le mostró cuatro.

      En la primera, Bremen se encontraba en el antiguo castillo de Paranor y todo lo que lo rodeaba era muerte. No había nadie vivo dentro de la Fortaleza, todos habían muerto por la mano de la traición, todos habían sido aniquilados con un sigilo infame. La oscuridad envolvía el baluarte de los druidas y la negrura se agitaba entre las sombras para dar forma a asesinos que esperaban, una fuerza mortífera. Pero más allá de la oscuridad resplandecía