Terry Brooks

El primer rey de Shannara


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Llevaba el pelo moreno muy corto y tenía unos ojos negros enormes, con unos rasgos delicados, la piel tersa y una expresión cándida. Tal y como había dicho el fronterizo, llevaba la cogulla de los druidas, así como la mano alzada con la antorcha del Eilt Druin cosida en el pecho.

      —Me llamo Mareth —anunció cuando él se le acercó, y le ofreció la mano.

      Bremen se la estrechó. Tenía una mano pequeña, pero un agarre firme y la piel de la palma de la mano endurecida, fruto del trabajo.

      —Mareth —la saludó.

      Ella retiró la mano. Lo observaba fijamente y le sostuvo la mirada mientras hablaba con un tono bajo y convincente:

      —Soy aprendiz de druida, todavía no me han aceptado en la orden, pero aun así se me permite formarme en la Fortaleza. Llegué hace diez meses, como curandera. Estuve estudiando varios años en el reino del río de Plata y luego, dos años más en Storlock. Comencé a instruirme como curandera cuando tenía trece años. Mi familia vive en las Tierras del Sur, más allá de Leah.

      Bremen asintió. Si le habían permitido empezar sus estudios como curandera en Storlock, debía de tener talento.

      —¿Y qué deseas de mí, Mareth? —le preguntó con dulzura.

      Aquellos ojos oscuros pestañearon.

      —Quiero acompañaros.

      Bremen esbozó media sonrisa.

      —Ni siquiera sabes adónde me dirijo.

      Ella asintió.

      —No importa. Sé la causa a la que servís. Sé que los druidas Risca y Tay Trefenwyd os acompañarán. Quiero formar parte de vuestra compañía. Esperad. Antes que digáis nada, escuchadme. Dejaré Paranor tanto si me lleváis con vos como si no. No me ven con buenos ojos, en especial Athabasca. Y la razón por la que no me ven con buenos ojos es que elijo proseguir los estudios sobre magia cuando me lo han prohibido. Han decidido que tan solo voy a ser curandera. Solo voy a poder usar las habilidades y los conocimientos que el Consejo crea apropiados.

      «Para una mujer», pensó Bremen que podría haber añadido; era la frase que sus palabras escondían.

      —Ya he aprendido todo lo que podían enseñarme —continuó ella—. No lo admitirán, pero es así. Necesito un nuevo mentor. Os necesito. Sabéis más sobre magia que cualquier otro. Entendéis los matices, las exigencias y las complicaciones que pueden resultar de usarla, las dificultades de integrarla en vuestra vida. Nadie tiene vuestra experiencia. Me gustaría estudiar con vos.

      Bremen sacudió la cabeza despacio.

      —Mareth, adonde me dirijo no debería aventurarse nadie que no tenga experiencia.

      —¿Será peligroso? —preguntó.

      —Incluso para mí. Sin duda, lo será para Risca y Tay, quienes, como mínimo, tienen algo de experiencia en el uso de la magia. Pero sobre todo lo sería para ti.

      —No —replicó ella en voz baja. Era evidente que estaba preparada para mantener esa discusión—. No sería tan peligroso para mí como creéis. Hay algo que todavía no os he contado. Algo que no sabe nadie de los de aquí, de Paranor, aunque creo que Athabasca lo sospecha. No carezco de habilidades. Tengo experiencia en el uso de la magia más allá de la que obtendría gracias a practicarla a partir de lo que he aprendido. Nací con magia.

      Bremen se la quedó mirando de hito en hito.

      —¿Posees magia innata?

      —No me creéis —respondió ella enseguida.

      En realidad, no. La magia innata no tenía precedentes. La magia se adquiría mediante el estudio y la práctica, no se heredaba. Al menos, no en esta época. En la época del viejo reino de la magia las cosas habían sido distintas, claro, porque esta formaba parte del carácter heredado de cada criatura del mismo modo que formaba parte de la composición de la sangre y los tejidos. Ahora bien, no había habido nadie en las Cuatro Tierras, al menos que nadie pudiera recordar, que hubiese nacido con magia.

      Nadie que fuera humano.

      Siguió mirándola fijamente.

      —Veréis, la dificultad que presenta mi magia —continuó ella— es que no siempre la puedo controlar. Viene y va, según arranques de emociones, dependiendo del subir y bajar de la temperatura, a trancas y barrancas según lo que pienso y varias docenas de vicisitudes más que no puedo controlar del todo. Puedo invocarla, pero luego, a veces, hace lo que quiere.

      Dudó y, por primera vez, bajó la vista un momento antes de volver a alzarla para sostenérsela a Bremen. Cuando retomó la palabra, este creyó detectar un dejo de desesperación en aquel tono de voz tan bajo:

      —Tengo que ser precavida con todo lo que hago. Siempre escondo pedacitos de mi forma de ser, soy extremadamente cuidadosa con el comportamiento y las reacciones que tengo, incluso con las costumbres más inocentes. —Apretó los labios—. No puedo seguir viviendo así. Vine a Paranor para que me ayudaran. No lo han hecho. Así que ahora os pido ayuda a vos.

      Hizo una pausa y luego añadió:

      —Por favor.

      Esas dos palabras lo conmovieron de tal modo que Bremen se sorprendió. Durante unos segundos, había perdido la compostura, esa presencia de hierro templado que había perfeccionado para protegerse del resto. Todavía no sabía si se la creía, aunque pensó que quizá en el fondo lo hacía. Con todo, estaba seguro de que la necesidad que ella tenía, fuera de la naturaleza que fuera, era auténtica.

      —Aportaré algo de utilidad a vuestra compañía si me aceptáis —insistió ella, bajito—. Seré una aliada fiel. Haré cualquier cosa que se me pida. Si os veis forzados a enfrentaros al Señor de los Brujos o a sus acólitos, lucharé a vuestro lado. —Se inclinó hacia delante con un movimiento apenas perceptible, poco más que la inclinación de la cabeza morena—. La magia que poseo —le contó con un hilo de voz— es muy poderosa.

      Bremen le agarró la mano y la sostuvo entre las suyas.

      —Si estás de acuerdo en esperar hasta que el sol haya salido, meditaré sobre esta cuestión —le dijo—. Debo consultarlo con los demás, con Tay y Risca cuando lleguen.

      Ella asintió y fijó la mirada en un punto tras Bremen.

      —¿Y con vuestro amigo grandullón?

      —Sí, con Kinson también.

      —Pero él no sabe usar la magia como el resto de la compañía, ¿verdad?

      —No, pero tiene otro tipo de habilidades. Puedes notarlo, ¿no es cierto? ¿Que no usa la magia?

      —Sí.

      —Cuéntame, ¿usaste la magia para encontrarnos aquí, en nuestro escondite?

      Ella sacudió la cabeza.

      —No, fue por instinto. Podía sentiros. Siempre he sido capaz de hacerlo. —Se quedó contemplándolo de hito en hito y percibió la mirada que él le estaba echando—. ¿Se trata de un tipo de magia, Bremen?

      —Efectivamente. No es una magia que se pueda identificar con tanta facilidad como otras, pero es magia. La magia innata, me atrevería a añadir… Y sin habilidad adquirida.

      —No tengo ninguna habilidad adquirida —afirmó ella mientras se cruzaba de brazos, como si de repente tuviera frío.

      Bremen la observó durante un instante mientras cavilaba.

      —Siéntate aquí, Mareth —dijo él al final, y señaló un lugar que había tras ella—. Espera conmigo a que lleguen los demás.

      Así lo hizo. Se dirigió hacia una parcela de hierba que había crecido en una de las zonas en las que los árboles habían dejado pasar la luz del sol, cruzó las piernas y se sentó en el montículo que formaron los ropajes. Parecía una estatuilla negra. Bremen la contempló durante un instante y luego se alejó