llegaba directamente hasta el centro de la tierra. Nadie había descendido hasta el fondo y había regresado. Nadie había sido capaz de invocar una luz lo suficientemente potente como para observar lo que había allí debajo. El Pozo Druida, así lo llamaban. Era un lugar en el que se habían lanzado los desechos del tiempo y el destino (de la magia y la ciencia, de los vivos y los muertos, de lo mortal y lo inmortal). Había estado allí desde la época del viejo reino de la magia. Como el Cuerno del Hades en el Valle de Esquisto, era una de las pocas puertas que conectaban los mundos de los vivos y el más allá. Se contaban historias sobre cómo se había usado a lo largo de los años y de las cosas espantosas que se había tragado. A Bremen no le interesaban aquellos cuentos. Lo que le importaba era que había establecido hacía mucho tiempo que el abismo era un pozo que canalizaba la magia desde reinos que ningún alma viviente había visitado, y que entre la oscuridad que escondía sus secretos residía un poder que ninguna criatura se atrevería a desafiar.
De pie en el filo de la plataforma, Bremen levantó los brazos y entonó un cántico. Usaba un tono de voz suave y monótono mientras conjuraba con premeditación y a un ritmo pausado. No dirigió la mirada hacia abajo, ni siquiera cuando oyó un revuelo acompañado de suspiros que procedían de las profundidades. Movió ligeramente las manos mientras entretejía los símbolos que imponían obediencia. Pronunció las palabras sin atisbo de duda, ya que el mínimo titubeo podía provocar que el hechizo finalizara antes de tiempo y sentenciara todo su esfuerzo.
Cuando terminó, metió la mano entre los ropajes y sacó una pizca de un polvo verdoso, que tiró al vacío. El polvo brilló con intensidad maligna mientras surcaba las corrientes de aire, dando la impresión de que crecía y se multiplicaba hasta que unos pocos granos se habían convertido en miles. Por un momento, quedaron suspendidos, cerca de la oscuridad; entonces titilaron por última vez y desaparecieron.
Bremen se alejó del filo deprisa, con la respiración acelerada; sentía que la valentía le flaqueaba cuando se apoyó contra la piedra fría de la pared de la torre. Ya no tenía la fuerza de antaño. Tampoco tenía la misma determinación. Cerró los ojos y esperó a que el revuelo y los suspiros cedieran el paso al silencio. ¡Usar la magia requería tanto esfuerzo! Ojalá volviera a ser joven. Ojalá tuviera el cuerpo y la resolución de un joven. Pero era viejo y el cuerpo le fallaba, y no tenía sentido desear un imposible. Tendría que arreglárselas con el cuerpo y la resolución que ahora tenía.
Algo arañó las paredes de piedra que tenía bajo los pies; el rechinar de unas garras, tal vez, o de escamas.
¡Fuera lo que fuera aquello, estaba subiendo para descubrir si quien había lanzado el hechizo aún seguía allí!
Bremen se serenó y retrocedió a trompicones hasta la puerta, la empujó y la cerró con fuerza tras él. El corazón todavía le latía a toda velocidad y tenía el rostro recubierto de una capa de brillo debido al sudor. «Sal de aquí», susurró una voz estridente desde algún lugar tras aquella puerta, desde las profundidades del abismo. «¡Sal ahora mismo!».
Con las manos temblorosas, Bremen volvió a asegurar las cerraduras y las cadenas. Luego salió disparado hacia las escaleras estrechas y los pasadizos vacíos del castillo para reunirse de nuevo con Caerid Lock.
4
Bremen y Kinson Ravenlock pasaron la noche en el bosque que había en las inmediaciones de Paranor. Encontraron una arboleda de píceas que proporcionaba suficiente amparo para ocultarse; incluso aquí recelaban de los cazadores alados que rondaban por el cielo nocturno. Tomaron una cena fría: un poco de pan, queso y manzanas de primavera, todo regado con cerveza, mientras comentaban lo que había sucedido aquel día. Bremen le explicó los resultados de sus intentos de hablar ante el Consejo Druídico y le informó de las conversaciones que había tenido con quienes había hablado mientras había estado dentro de la Fortaleza. Kinson se limitó a asentir con seriedad y a musitar gruñidos para expresar su decepción, pero tuvo la entereza y la buena educación de no decirle «Te lo dije» cuando el anciano le contó su fracaso al tratar de convencer a Athabasca.
Más tarde durmieron, cansados como estaban debido a la larga caminata desde Streleheim y la cantidad de noches en vela que habían pasado antes. Montaron guardia por turnos, pues no confiaban en que la proximidad de la presencia de los druidas los mantuviera a salvo. Ninguno de los dos creía que iba a estar a salvo en ningún lugar durante un buen tiempo. A estas alturas, el Señor de los Brujos se dirigía hacia donde quería y sus cazadores hacían las veces de ojos en cualquier rincón de las Cuatro Tierras. Bremen, que velaba el primer turno, creyó por un momento haber notado algo, una presencia en algún lugar muy cerca de ellos que ponía todos sus instintos en alerta. Era medianoche, estaba a punto de terminar el turno y ya estaba pensando en dormir, de modo que por poco no lo percibió. Sin embargo, no vio nada y el picor que le había recorrido la columna se desvaneció casi con la misma rapidez con la que había aparecido.
Bremen durmió profundamente y sin soñar, pero se despertó antes del alba, y estaba pensando en lo que debía hacer a continuación con tal de luchar contra la amenaza que representaba el Señor de los Brujos cuando Kinson surgió de entre las sombras, sigiloso como un gato, y se arrodilló a su lado.
—Hay una muchacha que quiere verte —dijo.
Bremen asintió sin decir nada y se irguió hasta quedar sentado. La noche estaba palideciendo, tiñéndose de gris, mientras que al este el cielo se manchaba de plateado en el borde del horizonte. El bosque que lo rodeaba parecía vacío y abandonado, un laberinto enorme y oscuro de ramas enmarañadas en forma de bóveda que los circundaba y los encerraba como si fuera su tumba.
—¿Quién es? —preguntó el anciano.
Kinson sacudió la cabeza.
—No me ha dicho cómo se llama. Al parecer, es una druida. Lleva sus mismos ropajes y la insignia.
—Vaya, vaya —musitó Bremen y se levantó. Le dolían los músculos y tenía las articulaciones agarrotadas y rígidas.
—Ha dicho que esperaría, pero sabía que ya estarías despierto.
Bremen bostezó.
—Me he vuelto demasiado previsible para mi propio bien. ¿Una muchacha, has dicho? No hay muchas mujeres, y menos muchachas, que sirvan entre los druidas.
—Yo tampoco creía que hubiera demasiadas. En cualquier caso, no parece representar una amenaza y está bastante resuelta a hablar contigo.
Kinson parecía indiferente a lo que resultara de todo aquello, lo que significaba que seguramente creía que era una pérdida de tiempo. Bremen se alisó el vestido arrugado. Le vendría bien un lavado, y a él también.
—¿Has visto algún cazador alado cuando montabas guardia?
Kinson sacudió la cabeza.
—Pero he notado su presencia. Rondan por estos bosques, no te quepa duda. ¿Hablarás con ella?
Bremen le miró.
—¿Con la muchacha? Por supuesto. ¿Dónde está?
Kinson lo guio desde el refugio que les ofrecían las píceas hasta un pequeño claro que había a poco más de cincuenta pies de distancia. Allí estaba la muchacha, una presencia oscura y silenciosa. No era muy alta, más bien al contrario; era bajita y de complexión delgada, envuelta en la cogulla, y llevaba la capucha puesta para que no se le viera el rostro. No se movió cuando Bremen apareció, sino que se quedó quieta, esperando a que fuera él quien se le acercara primero.
Bremen redujo el paso. Le fascinaba que los hubiera encontrado con tanta facilidad. Habían acampado bien adentro del bosque a propósito, con la intención de que fuera difícil que alguien los pudiera descubrir mientras dormían. Y, sin embargo, esa muchacha lo había conseguido, de noche y sin la ayuda de ninguna otra luz que la de las estrellas y la luna cuando penetraba más allá de la densa bóveda de ramas. O era una buena Rastreadora o se había servido de magia.
—Deja que hable con ella a solas —le dijo a Kinson.
Cruzó