a su amigo—. Si el Señor de los Brujos llegara a penetrar estos muros, espárcelo sobre la Historia de los druidas y quedarán selladas. El polvo las mantendrá a salvo.
Le ofreció la bolsita a Kahle, que la aceptó a regañadientes. El druida con el semblante lleno de arrugas sostuvo la bolsita en la palma de la mano como si estuviera sopesando su valor.
—¿Magia élfica? —le preguntó, y Bremen asintió—. Algún tipo de polvo de hadas, supongo. O quizá de hechicería del viejo reino. —Le ofreció una sonrisa maliciosa—. ¿Sabes lo que me ocurriría si Athabasca encontrara esto entre mis posesiones?
—Sí —replicó Bremen con solemnidad—. Pero no lo encontrará, ¿verdad?
Kahle observó la bolsita con aire pensativo un momento y luego se la metió entre los ropajes.
—No —coincidió—. No lo encontrará. —Frunció el ceño—. Sin embargo, no puedo prometerte que lo use, independientemente de lo que ocurra. En ese sentido, soy como Athabasca, Bremen. Estoy en contra de implicar la magia en la realización de mis deberes. Condeno la magia como medio para llegar a un fin. Eso ya lo sabes. Ya lo había dejado lo suficientemente claro, ¿verdad?
—Así es.
—¿Y aun así me lo pides?
—Debo hacerlo. ¿A quién más puedo recurrir? ¿En quién más puedo confiar? Lo dejo a tu buen criterio, Kahle. Usa los polvos solo si la situación es tan desesperada que la vida de todos lo que habitan la fortaleza está amenazada y ves que no quedará nadie para cuidar de los libros. No dejes que caigan en manos de aquellos que harán un mal uso del conocimiento que albergan. Eso sería peor que cualquier otra consecuencia del uso de la magia que podamos imaginar.
Kahle lo contempló con aire solemne y, luego, asintió.
—En efecto, lo sería. De acuerdo. Guardaré los polvos y los usaré en caso de que ocurra lo peor. Pero solo en ese caso.
Se quedaron uno frente al otro durante el silencio que siguió; ya se lo habían dicho todo, no les quedaba nada en el tintero.
—Deberías volver a considerar tu decisión y venir conmigo —insistió Bremen por última vez.
Los labios finos de Kahle dibujaron una frágil media luna.
—Ya me pediste que me fuera contigo una vez, cuando escogiste abandonar Paranor para continuar tus estudios sobre magia en otro lugar. Entonces ya te dije que no me iría nunca, que este es mi sitio. No ha cambiado nada desde entonces.
Bremen sintió que lo invadía una impotencia amarga y le ofreció una breve sonrisa para ocultársela.
—En tal caso, adiós, Kahle Rese; eres mi mejor y más antiguo amigo. Cuídate.
El hombrecillo lo abrazó; agarró el cuerpo delgado del anciano y lo estrechó con fuerza.
—Adiós, Bremen —dijo en un susurro—. Por esta vez, espero que estés equivocado.
Bremen asintió en silencio. Entonces, giró sobre sus talones y salió de la biblioteca sin volver la vista atrás. Se dio cuenta de que deseaba que la cosas fueran distintas, pero era consciente que su deseo no se podía cumplir. Avanzó con rapidez por el pasadizo y se encaminó hacia la puerta que se abría al corredor de las escaleras secundarias por las que había venido. Se quedó contemplando los tapices y los artefactos como si no los hubiera visto nunca, o tal vez como si no los fuera a ver nunca más. Sintió que parte de él se le escapaba, era la misma sensación que había tenido cuando se había ido de Paranor la primera vez. No le gustaba admitirlo, pero en Paranor todavía se sentía como en casa, más que en ningún otro sitio, y, como ocurría con todas las casas, esta ejercía un poder sobre él que no podía juzgarse ni medirse.
Cruzó el umbral de la puerta y se adentró en la oscuridad del rellano que había al otro lado, donde se encontró cara a cara con Risca y Tay Trefenwyd.
Al instante, Tay dio un paso adelante y lo abrazó.
—Bienvenido a casa, druida —dijo mientras le daba unas palmaditas en la espalda.
Tay era un elfo de altura y peso inusuales, desgarbado y con un aire más bien torpe, como si siempre estuviera a punto de tropezarse consigo mismo. Sin duda, sus rasgos eran élficos, pero parecía que le hubieran injertado la cabeza en ese cuerpo por error. Todavía era joven y, aunque ya llevaba quince años al servicio de Paranor, la piel de su rostro seguía siendo tersa y lampiña. Tenía el pelo rubio, los ojos azules y una sonrisa siempre lista para todo el mundo.
—Tienes buen aspecto, Tay —respondió el anciano y le regaló una sonrisa leve—. La vida en Paranor te sienta bien.
—Volver a verte me sienta mejor —declaró el otro—. ¿Cuándo nos vamos?
—¿Nos vamos?
—Bremen, no te andes con remilgos. Nos vamos a donde sea que vayas. Risca y yo ya lo hemos decidido. Incluso si no nos hubieras convocado para reunirnos contigo, te habríamos alcanzado mientras te ibas. Estamos hasta el gollete de Athabasca y el Consejo.
—Tú no has visto su actuación —dijo Risca con sorna, volviéndose hacia la luz—. Ha sido una farsa. ¡Han estudiado tu petición igual que si tomaran en consideración una invitación para convertirse en víctimas de la peste! No han permitido que se origine ningún tipo de debate ni atendido a ninguna razón. Athabasca ha presentado tu petición de modo que no quedara ni un atisbo de duda sobre su opinión sobre la misma. Y otros le han apoyado, menudos aduladores. Tay y yo hemos hecho lo que hemos podido para condenar tales maquinaciones, pero nos han hecho callar a gritos. Estoy hasta el copete de su maldita política y de lo cortos de miras que son. Si tú dices que el Señor de los Brujos existe, es que existe. Si dices que va a venir a Paranor, es que va a venir. Pero no me quedaré aquí para recibirlo. Deja que lo hagan los otros. Diantres, pero ¿cómo pueden ser tan necios?
Risca, que era puro músculo, hablaba con vehemencia, y Bremen sonrió aunque no quería.
—¿De modo que disteis lo mejor de vosotros para defenderme?
—Fuimos como susurros en una tormenta—se mofó Tay. Alzó los brazos y los dejó caer, con impotencia, sobre los ropajes—. Risca tiene razón. La política dirige Paranor. Lo ha hecho desde que Athabasca fue nombrado Druida Supremo. Tú deberías ocupar ese cargo, Bremen, no él.
—Podrías haber sido Druida Supremo, si hubieras querido —señaló Risca, irritado—. Deberías haber insistido.
—No —dijo Bremen—. No habría sido un buen Druida Supremo, amigos. No estoy hecho para administrar y dirigir. Mi destino es buscar y recuperar lo que se ha perdido y no podría haberlo hecho desde la torre alta. Athabasca era una opción mejor que yo.
—¡No digas sandeces! —espetó Risca—. Nunca ha sido una opción mejor para ningún cargo. Todavía te envidia, incluso ahora. Es consciente de que, de haber querido, ahora ostentarías su cargo, y nunca te lo va a perdonar. Tampoco es que puedas desentenderte. La libertad que tienes representa una amenaza para su dependencia del orden y la obediencia. Si por él fuera, nos colocaría con cuidado en una estantería y nos bajaría cuando le conviniera; dirigiría nuestra vida como si fuéramos niños. Escapaste de sus garras cuando te fuiste de Paranor y nunca te lo perdonará.
Bremen se encogió de hombros.
—Es agua pasada. Lo único que lamento es que no preste más atención al aviso. Creo que la Fortaleza está en grave peligro, de verdad. El Señor de los Brujos se dirige hacia aquí, Risca, y no dará un rodeo para evitar Paranor y a los druidas. Los machacará bajo el peso de su ejército.
—¿Y qué debemos hacer? —apremió Tay mientras echaba un vistazo alrededor, como si tuviera miedo de que alguien los pudiera estar escuchando—. Hemos continuado practicando la magia, Bremen. Ambos, tanto Risca como yo, cada uno a su manera, para aplicarla a las disciplinas que dominamos. Sabíamos que algún día volverías a por nosotros. Sabíamos que necesitaríamos la magia.
Bremen