pena tenerla. Bremen tendría una audiencia privada y una oportunidad efímera de exponer los hechos y, luego, le ordenaría que se retirara sin dilación o lo citaría para que hablara ante el Consejo. Fuera como fuere, tomaría la decisión con prontitud.
Comenzaron a subir una serie de escaleras que conducían a las cámaras altas de la Fortaleza. Las dependencias de Athabasca estaban en los niveles superiores de la torre y era bastante probable que quisiera reunirse allí con Bremen. El anciano caviló sobre lo que había dicho Caerid mientras avanzaban. Athabasca tenía sus razones para aceptar que compareciera ante él y estas no tenían por qué ser evidentes desde el principio. El Druida Supremo era, en primer lugar, un político; en segundo, un administrador; pero, sobre todo, era un funcionario. Bremen no lo pensaba en sentido degradante, tan solo era para calificar la naturaleza de los razonamientos de Athabasca. Este se centraría sobre todo en la relación de causa y efecto, es decir, si ocurría algo, se plantearía cómo iba a afectar eso a otra cosa. Así funcionaba su forma de pensar. Era muy capaz y organizado, pero también muy calculador. Bremen tendría que ser muy cuidadoso con las palabras que elegía.
Casi habían llegado al final de un pasaje, donde comunicaba con otro, cuando de pronto una figura vestida con ropajes oscuros apareció entre las sombras y se les colocó de frente. Por instinto, Caerid Lock alargó la mano hacia la empuñadura de la espada corta, pero las manos del otro ya habían inmobilizado los brazos del elfo sujetándoselos contra sus costados. Con un esfuerzo insignificante, la figura levantó a Caerid del suelo y lo apartó a un lado como si fuera un obstáculo ínfimo.
—Vamos, capitán —dijo una voz áspera para calmarlo—. No es necesario usar armas si estamos entre amigos. Solo quiero hablar con tu fardo un momento y luego desapareceré.
—¡Risca! —lo saludó Bremen, sorprendido—. ¡Qué placer volver a verte, viejo amigo!
—Te agradecería que me soltaras, Risca —le espetó Caerid Lock, irritado—. ¡Y no habría tratado de agarrar el arma si no hubieses aparecido de la nada sin anunciarte!
—Mis disculpas, capitán —arrulló el otro. Apartó las manos y las levantó, a la defensiva. Entonces, miró a Bremen—. Bienvenido, Bremen de Paranor.
Risca se acercó a la luz y abrazó al anciano. Era un enano barbudo, con una expresión franca y una espalda muy ancha. Tenía un cuerpo compacto, bajo, fornido y muy musculado. Con aquellos brazos como troncos lo aplastó un momento y lo soltó, solo para agarrarlo con unas manos nudosas y llenas de callos. Risca era como un tocón de raíces profundas que nada podía arrancar, erosionado por el paso del tiempo y las estaciones, que nunca envejecía. Era un druida guerrero, el último que quedaba de su clase, un experto en el manejo de armas y el arte de la guerra, un pozo sin fondo de conocimiento popular sobre las grandes batallas que se libraron desde la época en la que habían surgido las nuevas razas. Bremen lo había entrenado personalmente antes que lo desterraran hacía más de diez años. Tras todo lo que había ocurrido, Risca nunca había dejado de ser su amigo.
—Ya no soy «de Paranor», Risca —objetó Bremen—. Pero aún me siento como en casa. ¿Cómo estás?
—Bien, pero aburrido. Mis habilidades son de poca utilidad aquí dentro. Hay pocos druidas nuevos que estén interesados en el arte de la guerra. Me mantengo en forma practicando con la Guardia. Caerid me pone a prueba cada día.
El elfo resopló.
—Que te me comes con patatas, dirás. ¿Qué haces aquí? ¿Cómo has sabido encontrarnos?
Risca soltó a Bremen y echó un vistazo en derredor con aire misterioso.
—Las paredes tienen oídos, al menos para aquellos que saben escuchar.
Caerid Lock se echó a reír a pesar de que no era su intención.
—El espionaje… ¡Otro arte afilado con precisión del arsenal de las habilidades de un guerrero!
Bremen le ofreció una sonrisa al enano.
—¿Sabes por qué estoy aquí?
—Sé que vas a hablar con Athabasca. Pero yo quería hablar contigo primero. No, Caerid. Puedes oírlo. No tengo ningún secreto que no pueda confiarte. —El semblante del enano se tornó serio—. Solo puede haber una razón que te haya hecho volver, Bremen, y no deben de ser buenas noticias. Así sea. Sin embargo, necesitarás aliados, y yo soy uno. Cuenta conmigo para hablar en tu nombre cuando importe. Ostento una posición en la jerarquía del Consejo por antigüedad que pocos podrán ofrecerte. Tienes que saber cómo están las cosas, el Consejo no está muy contento con tu regreso.
—Espero poder convencer Athabasca de que la necesidad común requiere que olvidemos nuestras diferencias. —Bremen frunció el ceño; estaba pensando—. No puede ser tan difícil aceptarlo.
Risca sacudió la cabeza.
—Sí que puede, y lo será. Sé fuerte, Bremen. No le contradigas. Le desagrada lo que representas; su autoridad puede verse cuestionada, y nada de lo que hagas o digas cambiará su percepción. El miedo es un arma que te será más útil que razonar. Deja que comprenda el peligro. —De pronto, observó a Caerid—. ¿Le aconsejarías algo distinto?
El elfo dudó y, acto seguido, negó con la cabeza.
—No.
Risca se estiró para agarrar a Bremen de las manos una vez más.
—Hablaré contigo luego.
Giró sobre sus talones, se alejó por el corredor y desapareció entre las sombras. Bremen sonrió sin querer. Fuerte de cuerpo y espíritu, inflexible: ese era Risca. Nunca iba a cambiar.
El capitán elfo y el anciano retomaron la marcha y avanzaron por corredores y escaleras poco iluminados; tras cada curva se adentraban más en el bastión, hasta que al final llegaron a un rellano, al final de un tramo de escaleras, allí había una puertecilla estrecha, rodeada por un marco de hierro. Bremen había visto esa puerta unas cuantas veces en los años que había vivido en el castillo. Era la puerta trasera que conducía a las dependencias del Druida Supremo. Athabasca lo estaría esperando para recibirlo. Bremen inspiró hondo.
Caerid Lock tocó la puerta con delicadeza tres veces, hizo una pausa y, luego, volvió a tocar con suavidad una última vez. Desde el otro lado, una voz que les era familiar rugió:
—Adelante.
El capitán de la Guardia Druida empujó la puertecilla estrecha para que se abriera y después se hizo a un lado.
—Debo esperar aquí —avisó a Bremen, en voz baja.
Este asintió, divertido por la solemnidad que vio reflejada en el rostro del otro.
—Lo entiendo—le dijo—. Muchas gracias de nuevo, Caerid.
Se detuvo para acceder por aquella entrada tan baja y avanzó hacia el interior de la sala.
La habitación le era familiar. Era la cámara exclusiva del Druida Supremo, unas estancias privadas donde retirarse, que el líder del Consejo también usaba para celebrar reuniones. Era un salón grande, de techo alto, con ventanales de cristal emplomado, y revestido de estanterías llenas de papeles, artefactos, diarios y un montón de libros esparcidos por aquí y por allá. En el centro de la pared frontal, justo delante de donde estaban, se alzaba una puerta doble con un marco de hierro. Un escritorio enorme descansaba en el centro del salón. En aquel momento estaba completamente vacío y la superficie de madera bruñida reflejaba la luz de las velas.
Athabasca se encontraba de pie tras el escritorio, esperándole. Era un hombretón corpulento, fornido y arrogante, con una mata de pelo cano y unos ojos fríos y azules, hundidos en un rostro rubicundo. Vestía los ropajes azul oscuro del Druida Supremo, agarrados con un cinturón a la altura del vientre, sin ningún símbolo. En vez de eso, le colgaba del cuello el Eilt Druin, el medallón símbolo del cargo de Druida Supremo desde la época de Galáfilo. El Eilt Druin se había forjado con oro y una pequeña aleación de metales que lo endurecían, y estaba surcado de filigranas de plata. Tenía la forma de