Terry Brooks

El primer rey de Shannara


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hacia el norte. Años de estudio y exploración. Tal vez habría tardado menos tiempo si el Consejo lo hubiese apoyado, si hubieran dejado de lado las supersticiones y los temores y hubieran aceptado las posibilidades que la magia les ofrecía, como había hecho Bremen; pero eso nunca había sucedido.

      Suspiró al recordarlo. Pensar en todo aquello lo apenaba. Había desperdiciado tanto tiempo y perdido tantas oportunidades. Quizá ya era demasiado tarde para los que habitaban Paranor. ¿Qué podría decirles para convencerlos del peligro que les acechaba? ¿Acaso le iban a creer cuando les contara lo que había descubierto? Habían pasado más de dos años desde su última visita a la Fortaleza. Seguro que algunos druidas creían que estaba muerto. Otros quizá incluso deseaban que así fuera. No sería fácil convencerlos de que habían estado equivocados respecto al Señor de los Brujos, de que debían replantearse su compromiso para con las razas y, lo más importante, reconsiderar su rechazo al uso de la magia.

      Cuando Bremen y Kinson salieron del bosque profundo, rayaba el alba y la luz brillaba en tonos que oscilaban del plateado al dorado mientras el sol salía poco a poco tras los Dientes del Dragón, con su brillo fragmentado iluminando los árboles y calentando la tierra húmeda. La vegetación era cada vez más escasa; había quedado reducida a un bosquecillo de centinelas solitarios. Ante ellos se alzaba Paranor, bañado por la luz neblinosa de la mañana. El bastión de los druidas era una ciudadela de piedra maciza erigida sobre una base de rocas que sobresalía de la tierra como un puño. Los muros del fortín se elevaban centenares de pies hacia el cielo para formar torres y almenas que se habían descolorido hasta ser de un blanco brillante. Los gallardetes ondeaban cada dos por tres: algunos rendían homenaje a distintos emblemas que representaban a los Druidas Supremos a los que habían servido, otros representaban las casas de los dirigentes de las Cuatro Tierras. La neblina cubría las alturas del baluarte y envolvía las sombras aún más oscuras que había en los cimientos del castillo, allí donde la luz del sol todavía no había extinguido la noche. Bremen pensó que constituía una visión impresionante. Incluso ahora, incluso para él, que había sido desterrado.

      Kinson le echó un vistazo inquisidor por encima del hombro, pero Bremen le hizo un gesto con la cabeza para indicarle que siguiera adelante. No ganarían nada si se retrasaban. Sin embargo, contemplar el tamaño de la fortificación le dio que pensar. Tenía la sensación de que el peso de la piedra se le alojaba sobre los hombros, una carga que no podría soportar. Una fuerza tan implacable y enorme, pensó, que se asemejaba en cierto sentido a la determinación tenaz de aquellos que allí vivían. Ojalá las cosas fueran distintas. Bremen sabía que debía intentar cambiarlas.

      Salieron de entre los árboles, donde la luz del sol todavía era una intrusa que se infiltraba entre las sombras, y caminaron en la claridad de la noche que se desvanecía, hacia el camino principal que conducía al portón. Había un puñado de hombres armados que ya había salido a su encuentro, formaban parte de las fuerzas multinacionales que servían al Consejo como Guardia Druida. Todos llevaban un uniforme gris con el emblema de una antorcha bordada en rojo en el lado izquierdo del pecho. Bremen buscó algún rostro conocido, pero no encontró ninguno. Al fin y al cabo, ya habían pasado dos años desde la última vez que pisó estas tierras. Al menos, los que montaban guardia eran elfos y tal vez lo escucharan.

      Kinson se hizo a un lado por deferencia y dejó que Bremen tomara la delantera. Este se irguió e invocó la magia para que le diera más presencia, disimulara la fatiga que sentía y escondiera cualquier atisbo de debilidad o duda. Se acercó al portón con decisión, sus ropajes negros se hinchaban tras él y sentía la oscura presencia de Kinson detrás, a su derecha. Los guardias aguardaron, sin dejar entrever ningún sentimiento.

      Cuando Bremen llegó ante ellos, provocando que se encogieran ligeramente, se limitó a decir:

      —Buenos días a todos.

      —Buenos días a vos, Bremen —replicó uno al mismo tiempo que daba un paso adelante y le ofrecía una pequeña reverencia.

      —¿Me conocéis, pues?

      El otro asintió.

      —He oído hablar de vos. Lo siento, pero no tenéis permitido entrar.

      Su mirada se dirigió hacia Kinson para incluirlo también. Era educado, pero estricto. No se permitía la entrada a ningún druida desterrado, ni tampoco a ningún miembro de la raza de los hombres. Una norma que no era aconsejable discutir.

      Bremen alzó la vista hacia los parapetos como si se lo estuviera pensando.

      —¿Quién es el capitán de la Guardia? —preguntó.

      —Caerid Lock —respondió el otro.

      —¿Le podéis pedir que salga para poder hablar con él?

      El elfo dudó y consideró la propuesta. Finalmente, asintió.

      —Por favor, esperad aquí.

      El elfo desapareció a través de una puerta lateral y se adentró en el castillo. Bremen y Kinson se quedaron allí, ante los guardas que quedaban, al amparo de la sombra del muro de la fortificación. Le hubiera resultado sencillo sobrepasarlos, dejarlos allí vigilando a unas ilusiones vacías, pero Bremen había decidido que no usaría la magia para granjearse la entrada. Su misión era demasiado importante para arriesgarse a provocar la ira del Consejo por burlar a sus guardias y hacerlos quedar como estúpidos. No les haría ninguna gracia que usara algún ardid. Quizá respetaran que fuera franco y directo. Era un riesgo que estaba dispuesto a asumir.

      Bremen se volvió y contempló el bosque. La luz del sol ahora exploraba los lugares más recónditos de la arboleda, persiguiendo las sombras e iluminando los corrillos de frágiles flores silvestres. Cuando se percató que era primavera, se sobresaltó. Había perdido la noción del tiempo en su viaje de ida y vuela al norte, consumido por su búsqueda. Inspiró y percibió un deje de la fragancia procedente de la foresta. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que había pensado en flores.

      De soslayo, distinguió un movimiento en la entrada que quedaba a su espalda y se volvió de nuevo. El guarda que se había ido acababa de volver y lo acompañaba Caerid Lock.

      —Bremen —lo saludó con aire solemne el elfo y se acercó para ofrecerle la mano.

      Caerid Lock era un hombre delgado, de tez oscura; tenía una mirada profunda y una expresión preocupada. Sus rasgos élficos se distinguían con claridad: las cejas se inclinaban hacia arriba, las orejas le terminaban en punta y tenía el rostro tan delgado que parecía demacrado. También vestía de gris, como los demás, pero una mano agarraba la antorcha que él lucía en el pecho y unas franjas carmesí le adornaban los hombros. Llevaba el pelo y la barba cortos y ambos empezaban a canear. Era uno de los pocos que había seguido siendo amigo de Bremen cuando echaron al druida del Consejo. Caerid Lock había sido el capitán de la Guardia Druida durante más de quince años, y aún no había nacido un hombre mejor para desempeñar ese cargo. Era un profesional esmerado, un elfo cazador con una vida dedicada al deber. Los druidas habían tomado la decisión correcta al elegirlo para protegerlos. Más aún, en vista de las intenciones de Bremen, Caerid Lock era un hombre al que los otros escucharían si se lo pedía.

      —Caerid, bien hallado —respondió el druida y le estrechó la mano—. ¿Os encontráis bien?

      —Tan bien como otros que conozco. Habéis envejecido un par de años desde que nos dejasteis. Las arrugas de vuestro rostro lo demuestran.

      —Lo que veis es el reflejo de vos, creo.

      —Tal vez. Todavía recorréis el mundo, ¿verdad?

      —Con la compañía de mi buen amigo Kinson Ravenlock —presentó al otro.

      El elfo estrechó la mano del fronterizo y lo evaluó, pero no dijo nada. Kinson se mostró igual de distante.

      —Necesito vuestra ayuda, Caerid —le explicó Bremen, adoptando un aire solemne—. Debo hablar con Athabasca y el Consejo.

      Athabasca era el Druida Supremo, un hombre imponente de ideas firmes y opiniones rígidas que nunca había sentido demasiado afecto por Bremen. Era miembro