Terry Brooks

El primer rey de Shannara


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Bremen—. Sí, me he dado cuenta.

      Kinson volvió a fijar la mirada en la planicie. No se movía ni un alma.

      —¿Lo has visto? —le preguntó, en voz baja.

      —Sí. —La voz de Bremen, calmada, también reflejaba que estaba en guardia—. Hay uno que me sigue la pista.

      —¿Estás seguro? ¿Seguro de que sigue tu rastro y no el de otro?

      —De alguna manera, no tuve el cuidado suficiente cuando salí. —Los ojos de Bremen destellaron—. Sabe que he seguido este camino y busca el lugar adónde he ido. No me vieron cuando estaba en el Reino de la Calavera, de modo que si me descubre es por pura suerte. Debería haber estado más atento cuando crucé las llanuras, pero creía que ya estaba a salvo.

      Continuaron vigilando y el Portador de la Calavera reapareció: se elevó hacia el cielo por un momento y planeó en silencio atravesando el paisaje. Luego, volvió a descender hacia las sombras.

      —Aún hay tiempo antes de que llegue aquí —susurró Bremen—. Creo que deberíamos irnos. Disimularemos nuestro rastro para confundirlo por si se diera el caso de que decide seguirnos más. Paranor y los druidas nos esperan. Vamos, Kinson.

      Ambos se levantaron y retrocedieron hacia las sombras de la otra ladera de la colina, en dirección al bosque. Se marcharon sin hacer el menor ruido, con movimientos suaves y estudiados. Parecía que sus siluetas negras se deslizaban sobre la tierra.

      En cuestión de segundos, habían desaparecido de la vista.

      2

      Caminaron durante lo que quedaba de noche a través del bosque que les ofrecía refugio. Kinson encabezaba la marcha y Bremen era una sombra que seguía sus pasos. Ninguno de los dos abrió la boca, se sentían cómodos en silencio y con la compañía del otro. Aunque no volvieron a ver al Portador de la Calavera, Bremen usó la magia para ocultar sus huellas, la justa para enmascarar que habían pasado por allí sin que llegara a llamar la atención. Pero, al parecer, el cazador alado había optado por no continuar su búsqueda más allá de

      Streleheim, ya que si lo hubiera hecho, ambos habrían detectado su presencia. Ahora solo percibían la presencia de las criaturas que vivían allí, nada más. Al menos de momento, estaban a salvo.

      El paso de Kinson Ravenlock era infatigable, un movimiento fluido, afinado gracias a decenas de años de viajar a pie por las Cuatro Tierras. El fronterizo era grande y fuerte, un hombre en la flor de la vida, que aún podía confiar en los reflejos y la velocidad en caso de que los necesitara. Bremen lo observaba con admiración; le recordaba su propia juventud y le hacía pensar en la larga vida que él mismo había vivido ya. El Sueño del Druida le había proporcionado una mayor longevidad que a la mayoría, más larga de la que tendría según las leyes de la naturaleza, pero no era suficiente. Sentía que la fuerza se le escurría entre los dedos a diario. Todavía era capaz de seguir el paso del fronterizo cuando viajaban, pero ya no le era posible conseguirlo sin la ayuda de un poco de magia. A estas alturas hacía uso de ella en casi cualquier ocasión y era consciente de que el tiempo que le quedaba en este mundo se hacía cada vez más corto.

      Con todo, tenía confianza en sí mismo. Siempre la había tenido y eso, más que nada, era lo que lo mantenía con fuerzas y ánimos. Se había unido a los druidas cuando era joven y lo habían educado y le habían enseñado historia y lenguas antiguas. En aquella época, todo era muy distinto: los druidas se implicaban activamente en la evolución y el desarrollo de las razas, esforzándose para que estas se unieran en pos de unos objetivos comunes. Fue más tarde, hacía menos de setenta años, cuando habían empezado a retractarse de su implicación para dedicarse a estudios confidenciales. Bremen había ido a Paranor a aprender y nunca había querido, ni necesitado, dejar de hacerlo. Sin embargo, aprender requería algo más que pasarse horas encerrado, estudiando y meditando. Era necesario viajar e interactuar con otras gentes; mantener discusiones sobre temas de interés mutuo; ser consciente de la corriente del cambio que conlleva la vida, algo que solo puede conseguirse observando y estando dispuesto a aceptar que las antiguas costumbres quizá no encierren todas las respuestas.

      Así que, desde el principio, ya había aceptado que la magia podía ser una forma de poder más manejable y duradera que las ciencias del mundo de antes de las Grandes Guerras. Todo el conocimiento, extraído de la memoria de la gente y de los libros de la época de Galáfilo en adelante, falló a la hora de producir lo que se esperaba de la ciencia. Estaba demasiado fragmentado, demasiado alejado de la época de la civilización a la que se suponía debía servir, unos conocimientos demasiado crípticos para proporcionar la llave que abría las puertas hacia el entendimiento. En cambio, la magia era otro cantar. La magia era más antigua que la ciencia y se podía acceder a ella de un modo más inmediato. Los elfos, que procedían de la misma época que esta, poseían conocimientos en la materia. A pesar de que habían vivido escondidos y aislados durante mucho tiempo, tenían libros y textos mucho más descifrables en lo que respectaba a sus objetivos que aquellos que trataban sobre la ciencia del antiguo mundo. Cierto, faltaba mucha información, y la gran magia del viejo mundo se había perdido y no iba a ser fácil recuperarla. Sin embargo, esta ofrecía más esperanzas que la ciencia con la que el Consejo Druida continuaba batallando.

      Con todo, el consejo recordaba el precio que habían tenido que pagar durante la Primera Guerra de las Razas por evocar la magia, lo ocurrido con Brona y sus congéneres, y no estaba dispuesto a permitir que eso volviera a suceder. El estudio de la magia estaba permitido, pero se desaconsejaba encarecidamente. Se consideraba una curiosidad que ofrecía pocos instrumentos de utilidad y su práctica en general no se debía adoptar como senda hacia el progreso bajo ninguna circunstancia. Bremen se había opuesto a esta visión y la había rebatido hasta la saciedad, pero sus esfuerzos fueron en vano. La mayor parte de los druidas de Paranor eran conservadores y no estaban abiertos a la posibilidad de cambiar. «Aprende de tus errores» era la cantinela que entonaban. «No olvides lo peligroso que puede ser practicar magia». «Es mejor que olvides este interés pasajero y te dediques a tus estudios». Bremen no lo hizo, claro está (de hecho, era incapaz). Iba en contra de su propia naturaleza descartar una posibilidad por la sola razón de que ya había fallado antes, una sola vez. Había fallado debido a un mal uso flagrante, eso era lo que él les recordaba, algo que no tenía por qué ocurrir por segunda vez. Unos pocos estaban de acuerdo. Sin embargo, al final, cuando su insistencia se tornó intolerable, el Consejo lo desterró y él partió solo.

      Viajó hacia las Tierras del Oeste, donde vivió entre los elfos durante muchos años. Había estudiado sus tradiciones y sabiduría popular, trabajando con minuciosidad todas sus escrituras, tratando de recuperar parte de lo que habían perdido cuando el viejo reino de la magia dio paso al de la humanidad mortal. Bremen se había llevado pocas cosas consigo. Ya conocía el secreto del Sueño del Druida, aunque todavía lo usaba de forma rudimentaria. Dominar sus complejidades y aceptar las consecuencias de su uso le llevó tiempo, y no le fue de gran utilidad hasta que no llegó una edad bastante avanzada. Los elfos aceptaron a Bremen como un alma afín y le brindaron acceso a su colección de artefactos mágicos y a todas las escrituras, menos aquellas ya olvidadas. Con el tiempo, Bremen descubrió tesoros enterrados entre los desechos. Se adentró en otras tierras y allí también descubrió pedacitos de magia, aunque no tan desarrollados y, en muchos casos, extraños incluso para las gentes que los empleaba.

      Durante todo ese tiempo, había trabajado sin cesar para confirmar sus sospechas cada vez más fundadas de que los rumores sobre el Señor de los Brujos y sus Portadores de la Calavera eran ciertos: que eran los druidas rebeldes que habían huido de Paranor hacía tantos años, las criaturas a las que se había derrotado durante la Primera Guerra de las Razas. Pero las pruebas habían sido como el aroma de las flores transportado por el viento: están ahí un momento y, en apenas un instante, ya se han esfumado. Bremen les había seguido el rastro sin tregua, cruzando fronteras y reinos, por aldeas de aquí y de allí, siguiendo un cuento, el siguiente y el otro. Al final, el rastro lo había llevado al mismísimo Reino de la Calavera, al corazón de los dominios del Señor de los Brujos, a las catacumbas donde se había ocultado entre los subordinados del Señor Oscuro,