Terry Brooks

El primer rey de Shannara


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el poder por encima de cualquier otra cosa. ¿Qué le importaba el precio que tuvo que pagar por hacer un uso irresponsable del Sueño del Druida? ¿Qué suponen para él los cambios si consigue extender una vida que ya hace tiempo que perdió? Brona se convirtió en el Señor de los Brujos, y el Señor de los Brujos tenía que sobrevivir costara lo que costara.

      Kinson no dijo nada. Le preocupaba que Bremen condenara con tanta facilidad el mal uso del Sueño del Druida por parte de Brona sin llegar a cuestionarse al mismo tiempo cómo él mismo se servía del Sueño, dado que él también lo usaba. Este argüiría que él utilizaba el Sueño de un modo mucho más equilibrado y controlado, que vigilaba las exigencias que este imponía sobre su cuerpo. Argumentaría que el uso del Sueño del Druida era necesario, que lo había hecho solo para asegurarse de seguir allí cuando el Señor de los Brujos regresara. Pero por mucho que Bremen tratara de señalar las diferencias, era un hecho que las últimas consecuencias de su uso eran las mismas, ya fueras el Señor de los Brujos o un druida.

      Y, algún día, Bremen tendría que pagar un precio demasiado alto.

      —Entonces ¿lo viste? —preguntó el fronterizo, impaciente por continuar la conversación—. ¿Le viste el rostro?

      El anciano esbozó una sonrisa.

      —Kinson, ya no le queda ni rostro ni cuerpo. Es una presencia, envuelta en una capa con la capucha echada. Un poco como yo, pienso a veces, porque ahora soy poco más que eso.

      —No es cierto —replicó Kinson de inmediato.

      —No —coincidió el otro al instante—, no lo es. Aún conservo cierto sentido del bien y el mal y todavía no me he convertido en un esclavo de la magia. Aunque eso es en lo que temes que me convierta, ¿no es así?

      Kinson no respondió a la pregunta.

      —Cuéntame cómo conseguiste acercarte tanto. ¿Cómo es que no te descubrieron?

      Bremen desvió la mirada, que fue a parar a un momento y lugar lejanos.

      —No fue fácil —contestó, bajito—. He pagado un alto precio.

      Alargó el brazo para agarrar el odre de cerveza y dio un buen trago. La fatiga que reflejaba su expresión era tal que parecía que unos eslabones de hierro le tiraran de la piel.

      —Me vi obligado a parecer uno de ellos —continuó, al cabo de un momento—. Tuve que recubrirme de sus pensamientos y sus impulsos, del mal que tienen arraigado al alma. Me rodeé de invisibilidad, de modo que no hubiera constancia de mi presencia física, y solo me quedó el espíritu. Y a este lo envolví de la vileza que caracteriza sus espíritus. Para ello tuve que buscar en las profundidades de mi ser, en la parte más oscura de mí. Ah, veo que te preguntas cómo es eso posible. Créeme, Kinson: el potencial para la maldad se aloja en las profundidades de cualquier hombre, en las mías también. Nosotros lo reprimimos mejor, lo mantenemos enterrado mejor, pero vive en nuestro interior. Me vi forzado a sacarlo a la superficie para protegerme. Sentir su roce contra mí, tan cerca, tan ansioso, fue atroz. Pero cumplió su propósito e impidió que el Señor de los Brujos y sus congéneres me descubrieran.

      Kinson frunció el cejo.

      —Pero te hiciste daño.

      —Sí, estuve herido por un tiempo, pero el camino de vuelta me ha brindado la oportunidad de curarme. —El anciano sonrió de nuevo con apenas una breve mueca de sus labios delgados—. El problema es que, una vez se saca de la jaula y llega tan lejos, la maldad del hombre se resiste a ser encerrada de nuevo. Presiona contra los barrotes. Está aún más ansiosa por escapar, más preparada. Y, al haber sentido tan cerca la libertad, soy vulnerable ante la posibilidad de que escape. —Sacudió la cabeza—. La vida nos pone a prueba constantemente, ¿verdad? Esta ha sido solo una de tantas.

      El silencio se extendió entre los dos hombres mientras se miraban fijamente el uno al otro. La luna se había desplazado en el cielo hacia el filo sur del horizonte, oculta ahora a la vista. Las estrellas brillaban a su paso y no había ni una nube en el cielo; un manto brillante de terciopelo negro en aquel silencio impenetrable e inmenso.

      Kinson se aclaró la garganta.

      —Como has dicho, hiciste lo que debías. Era necesario que te acercaras lo suficiente para poder saber si tus sospechas eran correctas. Ahora lo hemos confirmado. —Hizo una pausa—. Dime, ¿viste el libro también? ¿El Ildatch?

      —Estaba allí, lo tenía él en las manos, fuera de mi alcance, o te juro que lo habría agarrado y lo habría destruido, aunque me costara la vida.

      El Señor de los Brujos y el Ildatch estaban en el Reino de la Calavera, reales como la vida misma; ya no eran un rumor, no eran una leyenda. Kinson Ravenlock se echó un poco hacia atrás y sacudió la cabeza. Todo era cierto, tal y como él y Bremen habían temido. Y ahora ese ejército de trolls iba a salir de las Tierras del Norte para someter al resto de razas. La historia se repetía de nuevo, como si la Primera Guerra de las Razas empezara otra vez. Pero quizá esta vez no habría nadie que pudiera ponerle punto y final.

      —Vaya, vaya —dijo con tristeza.

      —Todavía hay más —señaló el druida y alzó los ojos para mirar al fronterizo—. Debes oírlo todo. Esos seres alados están buscando una piedra élfica. Una piedra élfica negra. El Señor de los Brujos descubrió su existencia en algún punto de las páginas de ese maldito libro, donde se la menciona. No es una piedra élfica normal, como las otras de las que hemos oído hablar. No es una de esas tres: una para el corazón, una para la mente y una para el cuerpo de quien las usa. Tampoco une su poder al resto de piedras cuando se la invoca. La magia de esta piedra es capaz de cometer verdaderas atrocidades. Existe cierto misterio en torno al motivo por el que se creó la piedra y al uso que se le pretendía dar, pero todo esto se ha perdido con el paso del tiempo. Aun así, parece que el Ildatch hace referencia explícita e intencionada a las capacidades de esta piedra, y yo tuve la fortuna de enterarme. Mientras me aferraba a las sombras de la pared de la gran cámara, donde los seres alados se reúnen y su señor dicta las órdenes, oí que la mencionaban. —Bremen se inclinó hacia el fronterizo—. Está escondida en algún lugar de las Tierras del Oeste, Kinson, en las profundidades de una antigua fortaleza, protegida de modos que ni tú ni yo podemos imaginar. Ha permanecido escondida desde los tiempos del reino de la magia, perdida en la historia y olvidada, igual que se olvidaron la magia y las gentes que la ejercieron. Ahora espera que la descubran y la usen.

      —¿Y qué uso sería ese? —preguntó Kinson, insistente.

      —La piedra tiene el poder de socavar el resto de magia, tome la forma que tome, y ponerla al servicio de aquel que la sostiene. No importa cuán poderosa o intrincada sea la magia del otro, si tú tienes la piedra élfica negra, puedes dominar a tu adversario. La piedra filtrará la magia del otro y la hará tuya. Tu adversario quedará completamente a tu merced.

      Kinson sacudió la cabeza, con aire de desesperación.

      —¿Cómo puede enfrentarse alguien a un arma así?

      El anciano soltó una carcajada suave.

      —Vamos, vamos, Kinson, tampoco es algo tan simple, ¿verdad? Recuerdas las lecciones, ¿a que sí? Cualquier uso de magia requiere pagar un precio. Siempre acarrea consecuencias y, cuanto más poderosa es la magia, mayores serán las consecuencias. Pero dejemos este debate para otro momento. Lo importante es que no podemos dejar que el Señor de los Brujos posea la piedra élfica negra, porque a él no le importan las consecuencias en absoluto. Ya hace tiempo que cruzó la línea en la que la razón podía influir en sus acciones. De modo que debemos encontrar la piedra élfica negra antes que él, y rápido.

      —¿Y cómo lo conseguiremos?

      El druida bostezó y se estiró con aire cansado; sus ropajes negros se alzaron y descendieron con un suave frufrú de la tela.

      —Desconozco la respuesta a tu pregunta, Kinson. Además, tenemos otros asuntos de los que debemos ocuparnos primero.

      —¿Irás a Paranor y te presentarás ante el Consejo Druida?

      —Debo