asintió.
—Algunos, pero no todos. Hay un puñado que me escucharán. En cualquier caso, debo intentarlo, ya que corren un grave peligro. El Señor de los Brujos recuerda demasiado bien que ellos fueron los responsables de su caída en la Primera Guerra de las Razas. No se arriesgará a que intervengan por segunda vez, aunque ya no representen una auténtica amenaza para él.
Kinson fijó la vista en la lejanía.
—Aunque sea una estupidez ignorarte, Bremen, eso es precisamente lo que harán. Han perdido todo contacto con la realidad que existe más allá de los muros tras los que se refugian. Hace tanto tiempo que no se aventuran a salir al mundo que ya no son capaces de entender la verdadera envergadura de las cosas. Han perdido su identidad, han olvidado su objetivo.
—Silencio. —Bremen colocó una mano firme en el hombro del otro—. No tiene sentido repetirnos lo que ya sabemos. Haremos lo que podamos y luego retomaremos nuestro camino. —Le dio un apretón con suavidad—. Estoy muy cansado. ¿Te importaría montar guardia unas pocas horas mientras duermo? Después ya podremos irnos.
El fronterizo asintió.
—Haré guardia.
El anciano se levantó, se adentró en las sombras que proyectaba el árbol de ramas anchas y allí se tendió y acomodó sobre su ropa, en un trozo de césped suave. Al cabo de unos minutos se había dormido y la respiración se le tornó profunda y regular. Kinson lo observó. Incluso así, Bremen no cerraba los ojos por completo. Tras esas rendijas finas, se entreveía un resplandor de luz. «Como un gato», pensó Kinson y apartó la mirada rápidamente. Como un gato muy peligroso.
***
El tiempo transcurría y la noche se alargaba. La medianoche llegó y pasó. La luna descendía hacia la línea del horizonte y las estrellas giraban en un patrón caleidoscópico infinito sobre la negrura. El silencio se imponía sobre Streleheim como una mortaja y en el vacío de las llanuras no se movía nada. Incluso entre los árboles, donde Kinson Ravenlock montaba guardia, el único sonido que se percibía era la respiración del anciano.
El fronterizo bajó la vista para observar a su compañero. Bremen era un paria tanto como él, tenía sus propias creencias y lo habían exiliado por ser el único capaz de aceptar ciertas verdades.
En ese sentido ambos se parecían, pensó Kinson. Se acordó de la primera vez que se encontraron. El anciano se le acercó en una posada en Varfleet, en busca de sus servicios. Kinson Ravenlock había sido un batidor, rastreador, explorador y aventurero durante al menos veinte años, desde que tenía quince. Había crecido en Callahorn y participaba en la vida de la frontera como miembro de un puñado de familias que permanecieron en las tierras fronterizas cuando el resto de la gente se adentró aún más al sur para distanciarse de su pasado. Tras el término de la Primera Guerra de las Razas, cuando los druidas habían divivido las Cuatro Tierras, dejando a Paranor en la encrucijada, los hombres habían decidido que dejarían una barrera entre ellos y el resto de las razas. Así que, mientras las Tierras del Sur se extendían hacia el norte hasta los Dientes del Dragón, los hombres abandonaron casi todas las tierras por encima del Lago del Arco Iris. Tan solo un puñado de familias de las Tierras del Sur se habían quedado, porque creían que aquella era su casa y no quisieron trasladarse a las áreas más pobladas, en las tierras que se les había asignado. Los Ravenlock habían sido una de esas familias.
En consecuencia, Kinson había crecido como fronterizo y había vivido donde acababa la civilización, y por esa razón se sentía tan cómodo con los elfos, los enanos, los gnomos y los trolls como con los hombres. Había viajado por las tierras de todos ellos, aprendiendo sus costumbres. Incluso había llegado a dominar sus idiomas. Le interesaba profundamente la historia y había oído cómo la contaban desde los suficientes puntos de vista como para extraer la verdad más importante de todas las que escondía. Bremen también estudiaba la historia y desde el principio coincidieron en ciertas opiniones. Una era que las razas podían llegar a mantener la paz solo si fortalecían los vínculos que las unían, no si se distanciaban. Y otra era que el mayor obstáculo para conseguirlo era el Señor de los Brujos.
Por aquel entonces, cinco años, atrás ya corrían rumores. Había algo maligno que habitaba el Reino de la Calavera, un abanico de bestias y criaturas nunca vistas. Según se decía, había cosas que volaban, monstruos alados que recorrían las tierras por la noche, buscando víctimas a las que cazar. Circulaban historias sobre hombres que habían ido al norte y nunca más se les había vuelto a ver. Los trolls no se acercaban al Filo del Cuchillo ni a al pantano de Malg y ni siquiera intentaban cruzar el Kierlak. Cuando su travesía los acercaba al Reino de la Calavera, se unían en grandes grupos, armados hasta los dientes. No crecía nada en esa parte de las Tierras del Norte. Nada echaba raíces. A medida que el tiempo pasaba, toda esa región devastada se cubrió de nubes y niebla, tornándose árida y yerma. Polvo y rocas. Se decía que ningún ser podía vivir allí. Nadie que estuviera realmente vivo.
La mayoría no se creía esas historias. Muchos ignoraban el tema por completo. En cualquier caso, se trataba de una parte del mundo remota e inhóspita. ¿Qué más daba qué viviera allí o qué no? Sin embargo, Kinson se había adentrado en las Tierras del Norte para descubrirlo por sí mismo. Apenas había conseguido escapar de allí con vida: los seres alados lo habían perseguido durante cinco días tras encontrárselo merodeando en el límite de sus dominios. Tan solo su gran habilidad y algo más que un poco de suerte lo habían salvado.
De modo que, cuando Bremen lo había abordado, él ya estaba convencido de que lo que decía el druida era cierto. El Señor de los Brujos existía. Brona y sus acólitos vivían al norte del Reino de la Calavera. La amenaza que representaba para las Cuatro Tierras no era fruto de la imaginación de la gente. Había algo desagradable que se estaba gestando lentamente.
Había aceptado acompañar al anciano en esos viajes para servirle como segundo par de ojos cuando fueran necesarios, para hacerle de guía y explorador, y para protegerse mutuamente cuando los amenazara algún peligro. Kinson lo había hecho por múltiples razones, pero ninguna era tan imperiosa como el hecho de que por primera vez en la vida tenía la sensación de tener un objetivo. Estaba cansado de ir a la deriva, de vivir sin nada más que hacer que volver a ver lo que ya había visto y no recibir ningún pago por ese privilegio. Estaba aburrido y había perdido el rumbo. Quería un desafío.
Y, sin duda, eso era precisamente lo que Bremen le había ofrecido.
Sacudió la cabeza, asombrado. Le sorprendía lo lejos que habían llegado y lo mucho que aquello los había unido, así como lo que significaban ambas cosas para él.
Por el rabillo del ojo, distinguió un aleteo en la lejanía, en las llanuras vacías de Streleheim. Parpadeó y fijó la vista en la oscuridad, pero no vio nada. Entonces, volvió a aparecer ese movimiento, un revoloteo de oscuridad al amparo de la sombra de un largo barranco. Estaba tan lejos que no podía estar seguro de qué había visto, pero aun así receló en el acto. Sentía un nudo frío en el estómago. Ya había visto movimientos parecidos otras veces, siempre cuando era de noche, siempre en medio de la nada de un lugar desolado cercano a la frontera de las Tierras del Norte.
Se quedó quieto, observando, con la esperanza de estar equivocado. Volvió a divisar el movimiento, esta vez más cerca. Algo se había levantado de la tierra y pendía flotando sobre la forma oscura de la planicie nocturna, para luego descender de nuevo. Podría tratarse de un ave de grandes alas, pero no lo era.
Era un Portador de la Calavera.
A pesar de todo, Kinson esperó, decidido a asegurarse de cuál era el camino que seguía la criatura. De nuevo, la sombra se elevó sobre la tierra, planeó bajo la luz de las estrellas y siguió el barranco durante un trecho hasta que se alejó, acercándose a un ritmo constante hacia donde permanecían ocultos el fronterizo y el druida. Volvió a descender y desapareció en la oscuridad de la tierra.
De pronto, Kinson se dio cuenta, con desazón, de lo que estaba haciendo el Portador de la Calavera: estaba siguiéndole la pista a alguien.
A Bremen.
Entonces, Kinson se volvió