Terry Brooks

El primer rey de Shannara


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no pudo contenerse—. ¿Estás seguro? ¿Lo has comprobado?

      El druida dejó a un lado la cerveza y el pan y se colocó frente a frente con él. Tenía la mirada perdida, llena de recuerdos oscuros.

      —Está vivo, Kinson. Tan vivo como tú y como yo. Le seguí la pista hasta su guarida, en la profundidad de las montañas del Filo del Cuchillo, donde nace el Reino de la Calavera. Al principio no estaba seguro, eso ya lo sabes. Lo sospechaba, creía que así era, pero me faltaban pruebas que lo demostraran. Así que viajé hacia el norte, tal y como habíamos planeado, crucé las llanuras y me adentré en las montañas. Me crucé con cazadores alados mientras avanzaba. Solo salían por la noche y eran como grandes aves rapaces que rondaban al acecho de cualquier cosa viva. Me hice invisible como el aire que surcaban; si me miraban, no veían nada. Creé una capa de magia que me envolvía, pero sin que fuera de un calibre importante, para que no la detectaran en presencia de su misma especie. Seguí hacia el oeste, crucé las tierras de los trolls y las encontré completamente dominadas. Aquellos que se resistían habían sido sentenciados a muerte y quienes habían podido huir, ya lo habían hecho. Los que quedan ahora son sus siervos.

      Kinson asintió. Habían pasado seis meses desde que los asaltantes trolls habían peinado el territorio, empezando desde la parte este de las montañas Charnal. Subyugaron a su propio pueblo. Su ejército era extenso y veloz, y en menos de tres meses, toda resistencia había sido aplastada. Las Tierras del Norte se encontraban bajo el mando de un ejército conquistador, cuyo líder era un misteriosa figura de la que se desconocía su identidad. Había rumores al respecto, pero no se habían confirmado. En realidad, pocos sabían que existía. La voz no había corrido más allá de los asentamientos fronterizos de Varfleet y Tyrsis, los puestos de avanzada más recientes de la raza del hombre, aunque las noticias sí que se habían esparcido a este y oeste, hacia las tierras de los enanos y de los elfos. Pero los enanos y los elfos estaban más unidos a los trolls. Los hombres eran la raza marginada, el enemigo más nuevo de las otras. Todavía se recordaba la Primera Guerra de las Razas, aunque ya habían transcurrido trescientos cincuenta años desde su final. Los hombres vivían aparte, en las ciudades lejanas de las Tierras del Sur, como el conejo que sale disparado a esconderse en su madriguera bajo tierra, tímido, inofensivo e irrelevante con respecto al desarrollo de los hechos importantes; eran comida para los depredadores y poco más.

      «Pero no es mi caso», pensó Kinson, con aire lúgubre. «No soy ningún conejo, nunca lo he sido. He huido de ese destino. Me he convertido en un cazador».

      Bremen se removió y cambió su peso de lado buscando un poco de comodidad.

      —Me adentré en las profundidades de las montañas, buscándolo —continuó, de nuevo perdido en su historia—. Cuanto más me adentraba, más convencido estaba. Había Portadores de la Calavera por doquier. También había otros engendros, criaturas invocadas del reino de los espíritus, entes muertos devueltos a la vida, el mal hecho ser. Me mantuve alejado de todos ellos, vigilante y cauto. Sabía que, si me descubrían, seguramente la magia no sería suficiente para salvarme. La oscuridad que había allí era abrumadora, opresiva y empañada del olor y el sabor a muerte. Al final, llegué a la Montaña de la Calavera; fue una visita rápida, era todo a lo que me podía arriesgar. Me metí sin que me vieran por los corredores y encontré lo que había estado buscando. —Hizo una pausa y frunció el ceño—. Y mucho más, Kinson. Mucho más, y ninguna de las cosas que encontré presagian nada bueno.

      —Pero ¿él estaba allí? —preguntó Kinson, ansioso, con una expresión vehemente de cazador y un resplandor en los ojos.

      —Estaba allí —confirmó el druida en voz baja—. Se envolvía en su magia y se mantenía con vida gracias al Sueño del Druida. No lo usa con prudencia, Kinson. Cree que está por encima de las leyes de la naturaleza. No ve que, cualquiera, no importa cuán fuerte sea, tiene que pagar un precio por todo aquello que usurpa y esclaviza. O quizá es que no le importa, sencillamente. Ha caído bajo el influjo del Ildatch y no puede liberarse, haga lo que haga.

      —¿Es el libro de magia que robó y se llevó de Paranor?

      —Sí, hace cuatrocientos años. En aquel entonces, él solo era Brona, un druida más, uno de los nuestros; todavía no se había convertido en el Señor de los Brujos.

      Kinson Ravenlock conocía la historia. Bremen se la había contado, aunque la historia era tan conocida entre las razas que ya la había oído un millón de veces. Galáfilo, un elfo, había convocado el primer Consejo de los Druidas hacía quinientos años, casi un millar de años después de la devastación que habían provocado las Grandes Guerras. El Consejo se había reunido en Paranor, se habían congregado los hombres y mujeres más sabios de todas las razas, aquellos que recordaban cosas del antiguo mundo, aquellos que aún conservaban algunos libros tan destrozados que se desmenuzaban, aquellos cuyos conocimientos habían sobrevivido a un millar de años de barbarie. El Consejo se había reunido en un último intento desesperado de sacar a las razas de la violencia que las consumía y conducirlas hacia una nueva y mejorada civilización. Codo con codo, los druidas habían emprendido la tarea laboriosa de recopilar todo su conocimiento, de reunir todo lo que quedaba para que fuera empleado para el bien común. El objetivo de los druidas era trabajar para la mejora de los pueblos, sin tener en cuenta el pasado. Había hombres, gnomos, enanos, elfos, trolls y más; los mejores y los más sabios de todas las nuevas razas que habían resurgido de las cenizas de las anteriores. Todo aquel que poseyera un conocimiento del que se podía extraer algo de sabiduría tenía una oportunidad.

      Pero la empresa resultó larga y difícil, y algunos druidas empezaron a impacientarse. Entre ellos había uno llamado Brona. Era brillante, ambicioso, pero también negligente en lo que a su propia seguridad respectaba, así que empezó a experimentar con la magia. En el viejo mundo había habido muy poca, una rareza casi inexistente desde el deterioro y caída del reino de la magia y el auge del hombre. Sin embargo, Brona creía que debía recuperarse y reutilizarse. Las antiguas ciencias habían fallado, la destrucción del antiguo mundo era el resultado directo de ese fracaso y las Grandes Guerras habían sido una lección que los druidas parecían obcecados en ignorar. La magia les ofrecía un nuevo modo de abordarlo y los libros que la enseñaban eran más viejos y estaban más desgastados que aquellos que trataban acerca de las antiguas ciencias. Entre todas las obras que trataban sobre magia, el más importante era el Ildatch, un tomo gigantesco y mortífero que había sobrevivido a todos los cataclismos que se habían producido desde los albores de la civilización, protegido por hechizos infames y movido por necesidades secretas. En esas páginas antiguas, Brona había encontrado las respuestas que había estado buscando: las soluciones de los problemas que los druidas querían remediar. Y había decidido que poseería sus secretos, lo que determinaría las medidas que tomaría más adelante.

      Otros druidas lo alertaron sobre los peligros que eso comportaba, pues no eran tan impetuosos y recordaban las lecciones que la historia les había enseñado: nunca había existido una forma de poder que no comportara múltiples consecuencias. Nunca había existido una espada con un único filo. «Sé prudente», le advirtieron. «No seas insensato». Sin embargo, no pudieron disuadir a Brona ni a aquellos pocos seguidores que se le habían unido y, al final, rompieron con el Consejo. Desaparecieron y se llevaron el Ildatch, que constituía el mapa hacia su nuevo mundo, la llave de las puertas que iban a abrir.

      Sin embargo, al final, solo los condujo hacia su propia subversión. Cayeron bajo el influjo del poder del libro y cambiaron para siempre. Terminaron deseando el poder por el poder y lo usaron para su propio beneficio. Habían olvidado todo lo demás, habían abandonado cualquier otro objetivo. La Primera Guerra de las Razas fue la consecuencia directa. La raza de los hombres fue la herramienta que emplearon; los sometieron a su voluntad mediante la magia y los moldearon hasta convertirlos en su arma. Pero su tentativa fue frustrada por el Consejo Druida y el poder combinado del resto de las razas. Los agresores fueron derrotados y se desterró a la raza de los hombres al sur, al exilio y al aislamiento. Brona y sus acólitos desaparecieron. Se dijo que habían sido destruidos por la magia.

      —Qué ilusos —exclamó Bremen de pronto—. El Sueño del Druida lo ha mantenido vivo, pero se cobró su corazón y su cuerpo, y dejó solo una cáscara. Todos estos años,