Terry Brooks

El primer rey de Shannara


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a ningún otro sitio y de que no haré nada que viole los términos de mi visita.

      Caerid desvió la mirada.

      —Vuestra palabra no me es necesaria, Bremen. Nunca lo ha sido. Reuníos con Kahle. Vendré con los otros dos y nos encontraremos aquí.

      Dicho esto, Caerid giró sobre los talones y volvió a subir las escaleras que lo condujeron hacia la penumbra. Bremen pensó entonces en la suerte que tenía de poder contar con Caerid entre sus amigos. Lo recordaba cuando era un muchacho, cuando aún estaba aprendiendo su oficio, aunque ya entonces era apasionado y constante. Caerid había venido desde Arborlon y se había quedado tras la visita inicial, entregado en cuerpo y alma a la causa de los druidas. Era excepcional que alguien que no fuera druida se implicara tanto. Se preguntó si Caerid volvería a hacerlo si tuviera la oportunidad de vivir su vida de nuevo.

      Bremen atravesó el umbral de la puerta, recorrió el pasadizo y dobló la esquina a la derecha. El vestíbulo tenía forma de arco y estaba delimitado por vigas enormes de madera que brillaban gracias al lustre y la cera. De las paredes del castillo colgaban tapices y cuadros. Muebles antiguos ocupaban el espacio protegido por pequeñas hornacinas, iluminadas por velas que se consumían lentamente. Entre esas paredes se había capturado el paso del tiempo proveniente de una época lejana; allí nada cambiaba excepto la hora del día y las estaciones. Había cierta sensación de permanencia en Paranor, la fortificación más antigua y sólida que había en las Cuatro Tierras, defensora de fuentes de conocimiento, custodio de los artefactos y tomos más preciados. Qué pocos avances se habían realizado tras superar la desolación que las Grandes Guerras habían dejado tras de sí. Y ahora todo corría el riesgo de llegar a su fin, de perderse para siempre, y parecía que solo él fuera consciente de ello.

      Llegó a las puertas de la biblioteca, las abrió con cuidado y entró. La sala era pequeña para ser una biblioteca, pero estaba abarrotada de libros. Tras la destrucción del antiguo mundo, no quedaron demasiados libros, y muchos que de los que había allí los habían recopilado los druidas durante el último par de siglos, o los habían transcrito minuciosamente a partir de los recuerdos y las observaciones de un puñado de hombres y mujeres que todavía se acordaban. Casi todos se almacenaban allí, en esa sala y en la contigua, y Kahle Rese era el druida responsable de custodiarlos. Todos eran valiosos, pero ninguno lo era más que la Historia de los druidas, los libros que recogían las crónicas de lo que el Consejo había conseguido en sus esfuerzos por recuperar el conocimiento perdido sobre ciencia y sobre magia de los siglos anteriores a las Grandes Guerras, de los intentos del Consejo de revelar los secretos del poder que habían conducido al antiguo mundo hacia sus mayores hitos en desarrollo y exponían con todo lujo de detalle, todas las referencias, no importaba cuán remotas fueran, aparatos y fórmulas, talismanes y conjuros, razones y conclusiones que un día esperaban llegar a comprender.

      La Historia de los druidas eran los libros que más le importaban a Bremen. Eran los libros que pretendía salvar.

      Cuando Bremen entró, Kahle Rese estaba subido a una escalera, ordenando una colección raída y gastada de tomos encuadernados en piel. Se volvió y se sobresaltó al ver quién estaba allí. Era un hombre pequeño, enjuto y nervudo, un poco encorvado por la edad, aunque aún conservaba la agilidad suficiente para subirse a las escaleras. Tenía las manos llenas de polvo y llevaba las mangas de los ropajes arremangadas y atadas. Parpadeó y se le arrugaron la comisuras de los ojos azules cuando la cara se le iluminó con una sonrisa. Se apresuró a bajar de la escalera y acercarse a Bremen. Estiró los brazos y le estrechó la mano con fuerza.

      —Viejo amigo —lo saludó. Tenía un rostro flaco como el de un pájaro: unos ojos agudos y brillantes, una nariz aguileña como un pico, una boca tan fina que apenas era una línea y en la barbilla puntiaguda tenía una mata de pelo ralo y corto.

      —Me alegro de verte, Kahle —le dijo Bremen—. Te he echado de menos. A ti y a nuestras conversaciones, en las que analizábamos los misterios del mundo y tratábamos de desentrañarlos. Incluso echo de menos nuestros pobres intentos de hacer una broma. Seguro que te acuerdas.

      —Por supuesto, Bremen, claro —se rio el otro—. Bien, aquí estás.

      —Será solo un momento, me temo. ¿Te lo han contado?

      Kahle asintió. Se le borró la sonrisa del rostro.

      —Has venido a prevenirnos del Señor de los Brujos. Athabasca nos ha advertido en tu nombre. Has solicitado poder hablar ante el Consejo. Athabasca lo ha hecho por ti. Le habrá costado, ¿verdad? Pero de sobra sabemos que tiene sus razones. Sea como fuere, el Consejo ha votado en contra, aunque unos pocos han abogado por ti con bastante vehemencia: Risca, por ejemplo. Tay Trefenwyd. Y un par más. —Sacudió la cabeza—. Me temo que yo he guardado silencio.

      —Porque no servía de nada que hablaras —dijo Bremen para ayudarlo.

      Sin embargo, Kahle sacudió la cabeza de nuevo.

      —No, Bremen. Porque soy demasiado vejo y estoy demasiado cansado para defender una causa como esta. Estoy cómodo aquí, rodeado de mis libros, y lo único quiero es que me dejen tranquilo. —Parpadeó y observó a Bremen con detenimiento—. ¿Crees de verdad lo que dices sobre el Señor de los Brujos? ¿Existe? ¿Es Brona, el druida rebelde?

      Bremen asintió.

      —Es cierto todo lo que le he contado a Athabasca y representa una gran amenaza para Paranor y para el Consejo. Tarde o temprano vendrá aquí, Kahle. Y, cuando lo haga, lo destruirá todo.

      —Tal vez —admitió Kahle mientras se encogía de hombros—. Tal vez no. Las cosas no siempre pasan como las anticipamos. Eso es algo en lo que siempre hemos estado de acuerdo tú y yo, Bremen.

      —No obstante, esta vez me temo que hay pocas probabilidades de que las cosas se desarrollen de un modo distinto al que he pronosticado. Los druidas pasan demasiado tiempo ocultos tras sus muros. No son capaces de ver con objetividad lo que ocurre ahí fuera y eso ha limitado su punto de vista.

      Kahle sonrió.

      —También tenemos ojos y orejas, sabemos más de lo que imaginas. El problema que nos afecta no es la ignorancia, es la complacencia. Aceptamos con demasiada celeridad la vida que llevamos, pero no adoptamos con la suficiente prontitud la vida que imaginamos. Creemos que los sucesos deben ocurrir como hemos dictado y que, aparte de la nuestra, no habrá otra voz que tenga importancia.

      Bremen posó la mano en el hombro de aquel hombrecito de espalda estrecha.

      —Siempre has sido el más razonable de todos nosotros. ¿Considerarías acompañarme en un viaje corto?

      —Intentas salvarme de lo que crees que será mi destino, ¿verdad? —Se echó a reír—. Ya es demasiado tarde, Bremen. Mi destino está ligado irremediablemente a estas paredes y a las letras que llenan las páginas de este puñado de libros que custodio. Soy demasiado viejo y tengo unas costumbres demasiado arraigadas como para ahora renunciar al trabajo al que he dedicado mi vida. Esto es todo lo que conozco. Soy uno de esos druidas que he descrito, amigo mío: rígido e inservible hasta el final. Lo que le ocurra a Paranor también me ocurrirá a mí.

      Bremen asintió. Ya se había imaginado que esa sería la respuesta de Kahle Rese, pero tenía que preguntárselo de todos modos.

      —Me gustaría que volvieras a planteártelo. Hay otras paredes tras las que vivir y otras bibliotecas de las que ocuparse.

      —¿De verdad? —preguntó Kahle mientras arqueaba una ceja—. En tal caso, esperan que se ocupen de ellas otras manos, creo. Este es mi sitio.

      Bremen suspiró.

      —Entonces, ayúdame de otro modo, Kahle. Rezo por estar equivocado respecto a la gravedad del peligro que nos acecha. Rezo por haber cometido un error y que no se cumpla lo que creo que sucederá. Pero si no es así, si el Señor de los Brujos viene a Paranor y sus puertas no son capaces de detenerlo, tiene que haber alguien que haga algo para salvar la Historia de los druidas. —Hizo una pausa—. ¿Todavía se guardan por separado, en la sala contigua, tras la librería que hace las veces de puerta?