Terry Brooks

El primer rey de Shannara


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en el arte de la guerra, en el estudio de la lucha. Tay Trefenwyd, por su parte, estudiaba los elementos, las fuerzas que creaban y destruían el mundo, el equilibrio de la tierra, el aire, el fuego y el agua en la evolución de la vida. Los dos eran hábiles, igual que Bremen, capaces de invocar magia cuando se la precisaba para proteger y defender. Practicar la magia estaba prohibido dentro de los muros de Paranor, excepto bajo estricta supervisión. Solo se invocaba la magia casi exclusivamente en caso de necesidad, ya que se quería evitar que experimentaran con ella, de modo que se solía castigar a quien se descubría haciéndolo. Los druidas vivían a la sombra de su propia historia y los recuerdos tenebrosos de Brona y sus acólitos. Les dieron por muertos debido a la culpa y a la indecisión. Al parecer, los druidas no entendían que su manera desafortunada de proceder amenazaba con destruirlos.

      —Vuestras suposiciones eran correctas —les dijo—. Confiaba en que vosotros dos no dejarías la magia de lado. Y quiero que me acompañéis. Voy a necesitar vuestras habilidades y vuestra fuerza en los días venideros. Decidme, ¿hay alguien más a quien podamos acudir? ¿Alguien que haya aceptado la necesidad que tenemos de usar la magia?

      Tay y Risca intercambiaron una breve mirada.

      —Nadie —dijo este último—. Tendrás que arreglártelas con nosotros.

      —Y con vosotros me valdrá —afirmó Bremen, y el rostro se le arrugó cuando se forzó a esbozar una sonrisa. ¡Solo estaban ellos dos para unírseles a Kinson y él! ¡Solo ellos dos contra tantísimos! Suspiró. «Bien, debería habérmelo esperado», supuso—. Siento tener que pediros esto —añadió, y de verdad lo sentía.

      Risca resopló.

      —Me ofendería si no lo sintieras. Paranor y los viejos carrozas que la gobiernan me tienen aburrido hasta decir basta. Nadie está interesado en practicar mi oficio ni en seguir mis pasos. Soy un anacronismo para todos. Y Tay tiene la misma sensación que yo. Nos habríamos ido mucho antes si no hubiésemos acordado que esperaríamos a que vinieras.

      Tay asintió.

      —No debes entristecerte por necesitar compañeros de viaje, Bremen. Estamos listos.

      Bremen agarró la mano a cada uno y se lo agradeció.

      —Recoged lo que os llevaríais y reuníos conmigo en la puerta principal mañana por la mañana. Entonces os contaré el camino que tomaremos. Esta noche dormiré en el bosque con mi compañero, Kinson Ravenlock. Me ha acompañado durante el último par de años y ha demostrado ser de una valía inestimable. Es un Rastreador y un explorador, un fronterizo de inmensa valentía y determinación.

      —Si viaja contigo, no necesita otra recomendación —dijo Tay—. Nos vamos. Caerid Lock te espera al bajar estas escaleras. Ha pedido que desciendas hasta que lo encuentres. —Tay hizo una pausa de manera significativa—. Caerid sería una buena adición para nuestro grupo, Bremen.

      El anciano asintió.

      —Soy consciente de ello. Le pediré que venga. Descansad, nos veremos al alba.

      El enano y el elfo se escabulleron por la puerta del corredor y la cerraron con cuidado tras ellos. Bremen se quedó solo en el rellano. Permaneció allí un momento y caviló sobre lo que debía hacer a continuación. El silencio se impuso a su alrededor, profundo y penetrante, anegando el espacio entre los muros del bastión. El tiempo pasaba y, aunque no necesitase mucho para llevar a cabo su plan, debía actuar con rapidez.

      E iba a necesitar la colaboración de Caerid Lock.

      Se apresuró a bajar las escaleras, resuelto a cumplir su plan, mientras reflexionaba sobre los detalles. El hedor a humedad del pasadizo cerrado le embargaba el olfato y hacía que tuviera que arrugar la nariz. En algún lugar de los pasillos y las escaleras de la Fortaleza el aire era limpio y cálido, procedente de las chimeneas que calentaban el castillo durante todo el año. Había reguladores de tiro y conductos de ventilación que controlaban la circulación del aire, pero no había ninguno en los corredores secretos como en el que se encontraba.

      Dio con el capitán de la Guardia Druida tras bajar dos tramos de escaleras más, en otro rellano, en las sombras. Se acercó a Bremen con expresión impasible cuando esté llegó.

      —He pensado que os reunirías con vuestros amigos con más comodidad si estabais solos —comentó.

      —Muchas gracias —contestó Bremen, conmovido por la consideración que había tenido el otro—. Pero nos gustaría que formaras parte del grupo, Caerid. Partiremos al alba. ¿Vendréis?

      Caerid le ofreció una leve sonrisa.

      —Supuse que formaba parte de vuestro plan. Risca y Tay están impacientes por partir de Paranor, todos lo sabemos. —Sacudió la cabeza lentamente—. Pero en lo que a mí respecta, Bremen, tengo obligaciones aquí. Sobre todo si lo que creéis es cierto. Alguien tiene que proteger a los druidas de Paranor, incluso de sí mismos. Yo soy el más indicado. La guardia responde ante mí, he elegido con cuidado cada miembro y los he entrenado a todos bajo mi mando. No sería propio de mí abandonarlos ahora.

      Bremen asintió.

      —Supongo que no. Sin embargo, nos encantaría que nos acompañarais.

      Caerid casi sonrió.

      —Y me encantaría ir. Pero ya he tomado mi decisión.

      —En tal caso, velad y guardad lo que hay en estos muros, Caerid Lock. —Bremen lo miró fijamente—. Aseguraos de la naturaleza de los hombres a los que dirigís. ¿Hay algún troll? ¿Hay alguien que pudiera llegar a traicionaros?

      El capitán de la Guardia Druida le estrechó la mano con firmeza.

      —Nadie. Todos lucharán conmigo hasta la muerte. Incluso los trolls. Me apostaría la vida en ello.

      Bremen sonrió levemente.

      —Y eso haréis. —Echó un vistazo en derredor un momento, como si buscara a alguien—. Vendrá, Caerid. El Señor de los Brujos vendrá acompañado de sus súbditos alados y sus acólitos mortales y quizá también de criaturas salidas de algún averno tenebroso. Invadirá Paranor y tratará de aplastaros. Debéis tener cuidado, amigo.

      El hábil veterano asintió.

      —Cuando venga, estaremos preparados. —Le aguantó la mirada al otro—. Ha llegado el momento de acompañaros hasta las puertas. ¿Os gustaría llevaros algo de comida?

      Bremen asintió.

      —Sí, gracias. —Entonces, dudó—. Casi me olvido. ¿Podría despedirme de Kahle Rese por última vez? Me temo que he dejado las cosas un tanto crispadas y me gustaría arreglarlo antes de partir. ¿Podríais darme un par de minutos más, Caerid? Volveré enseguida.

      El elfo meditó la petición en silencio un momento y luego asintió.

      —De acuerdo. Pero apresuraos, por favor. Ya he estirado las instrucciones de Athabasca hasta el límite.

      Bremen le ofreció una sonrisa que lo desarmó y volvió a subir las escaleras. Detestaba haberle tenido que mentir a Caerid Lock, pero no le quedaba ninguna otra alternativa razonable. El capitán de la Guardia Druida nunca hubiera consentido lo que estaba a punto de hacer bajo ninguna circunstancia, le fuera afín o no. Bremen ascendió dos pisos, cruzó una entrada que lo llevó a otro pasadizo secundario y se apresuró a llegar al final; entonces, atravesó otra puerta que lo condujo a un nuevo tramo de escaleras, esta vez más estrechas y con más escalones que la anterior. Avanzó sin hacer ruido, con mucho cuidado. No podía permitir que lo descubrieran ahora. Lo que pretendía hacer estaba prohibido. Si alguien lo veía, Athabasca lo arrojaría a la mazmorra más profunda del castillo y lo dejaría allí para toda la eternidad.

      Al subir aquellas escaleras estrechas se detuvo ante unas puertas de madera maciza afianzadas con cerrojos y cadenas tan gruesas como sus viejas muñecas. Tocó los cierres con cuidado, y uno tras otro se fueron abriendo con pequeños clics. Sacó las cadenas de las anillas que las aseguraban, empujó la puerta y observó con una mezcla de alivio y temor cómo se abría