Terry Brooks

El primer rey de Shannara


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era radiante y azul, sin rastro de nubes. La compañía se dirigió hacia el sur, avanzaron por sendas y caminos sinuosos y poco transitados, cruzaron arroyos anchos y sosegados y se metieron por estribaciones cubiertas de matorrales que los sacaron de los bosques y los condujeron hasta el desfiladero de Kennon. Al mediodía ya salían del valle y entraban en el desfiladero; el aire se tornó cortante y gélido. Al volver la vista atrás, vieron los muros sólidos de Paranor; la Fortaleza de los druidas se erigía alta, por encima del promontorio rocoso entre la foresta vetusta. La luz intensa del sol le otorgaba a la piedra un aspecto plano e implacable en medio de una capa de árboles, como un eje en el centro de una rueda inmensa. Se volvieron para observarla, uno tras otro, cada uno perdido en sus pensamientos, mientras recordaban eventos pasados y años transcurridos. Mareth fue la única que no mostró ningún tipo de interés, mantuvo la mirada hacia delante a propósito; su pequeño rostro parecía una máscara inexpresiva.

      Entonces, se adentraron en el desfiladero de Kennon, cuyas paredes escarpadas se alzaban sobre sus cabezas, como grandes losas partidas por los lentos hachazos del tiempo, y perdieron Paranor de vista.

      Solo Bremen sabía hacia dónde se dirigían y se guardó la información para sí hasta que acamparon esa misma noche por encima del río Mermidon. Tan pronto como abandonaron sanos y salvos el desfiladero, se adentró de nuevo en el refugio que les ofrecía los bosques que había debajo. Kinson le había preguntado un momento que se había quedado a solas con el anciano, y Risca lo había hecho ante el resto, pero Bremen había optado por no responderles. Solo él conocía sus razones y se mantuvo en sus trece, sin ofrecer ninguna explicación a sus compañeros. Nadie trató de protestar ante esa decisión.

      Sin embargo, esa noche, tras encender una hoguera y cocinar la cena (la primera comida caliente que Kinson tomaba desde hacía semanas), Bremen les reveló, por fin, el destino.

      —Os diré hacia dónde nos dirigimos —informó con tranquilidad—. Avanzamos hacia el Cuerno del Hades.

      5

      Estaban sentados alrededor de la pequeña fogata, habían terminado de cenar y cada uno estaba ocupado con otras tareas. Risca afilaba la hoja del sable. Tay bebía cerveza del odre y se dedicaba a dibujar en el polvo. Kinson cosía un nuevo trozo de cuero en una bota, donde la suela se estaba soltando. Mareth estaba sentada aparte y los contemplaba con esa mirada extraña y penetrante que lo absorbía todo y no delataba nada.

      Se hizo un silencio cuando Bremen hubo terminado, y cuatro cabezas se alzaron al unísono para mirarlo de hito en hito.

      —Mi intención es hablar con los espíritus de los muertos con el fin de conocer qué debemos hacer para proteger a las razas. Trataré de indagar sobre el modo en que debemos proceder e intentaré descubrir nuestro sino.

      Tay Trefenwyd se aclaró la garganta con suavidad.

      —El Cuerno del Hades es un lugar prohibido para los mortales. Incluso para los druidas. Las aguas son ponzoñosas. Un sorbo y estás muerto. —Miró a Bremen con aire pensativo y luego desvió la vista—. Pero eso ya lo sabías, ¿verdad?

      Bremen asintió.

      —Sé que visitar el Cuerno del Hades acarrea peligro. E invocar a los no muertos acarrea más peligro si cabe. Sin embargo, he estudiado la magia que guarda el inframundo y los portales que lo conectan al nuestro, he recorrido los caminos que existen entre ambos y he vivido para contarlo. —Le dedicó una sonrisa al elfo—. He viajado muy lejos desde la última vez que nos vimos, Tay.

      Risca gruñó.

      —No estoy seguro de querer conocer mi sino.

      —Yo tampoco —se hizo eco Kinson.

      —Les pediré aquello que quieran concederme —les explicó Bremen—. Ellos decidirán qué debemos saber.

      —¿Crees que los espíritus pronunciarán palabras que puedas comprender? —Risca sacudió la cabeza—. Creía que no funcionaba así.

      —Tienes razón —reconoció Bremen. Se acercó con cuidad a la hoguera y estiró las manos para sentir el calor que desprendía. Era una noche fría, incluso aunque estuvieran a los pies de las montañas—. Los muertos, si aparecen, ofrecen visiones, y las visiones hablan en su nombre. Los muertos no tienen voz. No si forman parte del inframundo. No, a no ser… —Pareció que se lo pensaba mejor y desechó lo que iba a decir con un gesto impaciente—. La cuestión es que las visiones dan voz a lo que los espíritus nos dirían, si es que deciden comunicarnos algo. A veces ni siquiera aparecen. No obstante, debemos ir y pedirles ayuda.

      —Ya lo habéis hecho antes —dijo Mareth de pronto, tan solo era la constatación de un hecho.

      —Sí —admitió el anciano.

      «Sí», pensó Kinson Ravenlock, recordándolo. Él había sido testigo de la última vez: una noche terrorífica de truenos y relámpagos, de nubarrones arrolladores y lluvias torrenciales, de vapor que silbaba al elevarse de la superficie del lago y de voces que los llamaban desde las cámaras subterráneas de la mansión de la muerte. Él se había quedado en el borde del Valle de Esquisto y había observado cómo Bremen había bajado hasta la orilla del agua y había invocado a los espíritus de los muertos bajo un cielo que parecía reflejar las intenciones mágicas de estos. Lo que los espíritus no le permitieron fue vislumbrar las visiones que le habían mostrado. Sin embargo, Bremen sí que las había visto, y no habían sido favorables. Solo con la mirada se lo había revelado cuando, por fin, había salido del valle al alba.

      —Todo saldrá bien —les aseguró Bremen, con una sonrisa débil y curtida debido a las arrugas de aquel rostro sombrío.

      Mientras se preparaban para dormir, Kinson se acercó a Mareth y se arrodilló sobre una pierna a su lado.

      —Toma —le ofreció mientras le entregaba su capa de viaje—. Te ayudará a protegerte del frío nocturno.

      Ella lo miró con esos ojos enormes e inquietantes y sacudió la cabeza.

      —Tú la necesitas tanto como yo, fronterizo. No quiero que me trates con una consideración especial.

      Kinson le sostuvo la mirada sin responder durante un momento.

      —Me llamo Kinson Ravenlock —le dijo en un susurro.

      Ella asintió.

      —Sé cómo te llamas.

      —Voy a hacer la primera guardia y no necesito el peso ni el calor que proporciona la capa mientras la hago. No te estoy tratando con ninguna consideración especial.

      Pareció desanimada.

      —Yo también tengo que hacer guardia —insistió.

      —Y la harás. Mañana. Cada noche la harán dos de nosotros. —Kinson estaba determinado a no perder la calma—. Veamos entonces, ¿te quedas la capa?

      Ella lo miró con frialdad y luego la aceptó.

      —Gracias —dijo con un tono de voz neutro.

      Él asintió, se levantó y se alejó mientras pensaba que iba a tardar en volver a ofrecerle algo.

      La noche estaba sumida en una calma profunda y era de una belleza impresionante: el cielo, de un insólito tono violeta, estaba salpicado de estrellas con una luna plateada en cuarto creciente. Inmenso e insondable, sin una sola nube ni luces disonantes, daba la sensación de que se había barrido el cielo con una escoba inmensa, revelando una miríada de estrellas que, como esquirlas de diamante, se habían esparcido sobre esa superficie aterciopelada. Se veían miles, y había tantas agrupadas en algunas partes que parecían manchas de luz indefinidas, como si fuera leche derramada. Kinson alzó la mirada para contemplarlas y se maravilló. El tiempo pasaba con la finura del cristal. Kinson aguzó el oído para percibir los sonidos familiares de la vida boscosa, pero parecía que todo aquel que moraba en esos bosques estaba tan impresionado como él y no tenía tiempo para tareas mundanas como cazar.

      Recordó