Terry Brooks

El primer rey de Shannara


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y hermanas se habían dormido, solía estirarse mirando el cielo mientras se preguntaba sus dimensiones y pensaba en todos los lugares desconocidos para él sobre los que se cernía. A veces se quedaba mirando por la ventana de la habitación, como si al acercarse todavía más pudiera ver todo lo que lo esperaba allí fuera. Siempre había sido consciente de que se iría, incluso cuando los demás habían comenzado el proceso de establecerse y llevar una vida más sedentaria. Habían crecido, se habían casado, tenían hijos y se habían instalado en sus propias casas. Se iban a cazar, ponían trampas, comerciaban y labraban la tierra en la que habían nacido. En cambio, él iba a la deriva, siempre con los ojos puestos en el cielo lejano, siempre con la promesa de que un día vería todo lo que había debajo.

      Incluso ahora seguía contemplándolo, con más de treinta años de vida a las espaldas. Aún buscaba lo que no había visto ni conocía. Pensó que en eso nunca iba a cambiar y que, si un día lo hacía, se convertiría en un hombre muy distinto del que jamás hubiera imaginado.

      Llegó la medianoche y con ella, Mareth. Apareció por sorpresa de entre las sombras, envuelta en la capa de Kinson, y se movía con tanta ligereza que cualquier otro no habría visto que se acercaba. El fronterizo se volvió para recibirla, sorprendido, porque él se esperaba a Bremen.

      —Le pedí a Bremen que me cediera su turno de guardia —le explicó ella cuando llegó a su altura—. No quiero que se me trate diferente.

      Él asintió, pero no dijo nada.

      Mareth se quitó la capa y se la devolvió. Parecía pequeña y frágil sin ella.

      —Se me ha ocurrido que la necesitarás cuando te vayas a dormir. Hace más frío ahora. El fuego ya se ha extinguido y lo mejor sería dejarlo así.

      Él aceptó la capa.

      —Gracias.

      —¿Has visto algo?

      —No.

      —Los Portadores de la Calavera nos seguirán el rastro, ¿verdad?

      «¿Pero cuánto sabe?», se preguntó él. ¿Cuánto, de todo aquello que les esperaba?

      —Tal vez. ¿Has llegado a dormir?

      Mareth sacudió la cabeza.

      —No podía dejar de pensar. —Aquellos ojos enormes que tenía se perdieron en la oscuridad—. Llevo mucho tiempo esperándolo.

      —¿Venir con nosotros en este viaje?

      —No. —Lo miró, sorprendida—. Conocer a Bremen. Aprender de él, si acepta enseñarme. —Se volvió con presteza, como si hubiese revelado demasiado—. Será mejor que duermas mientras puedes. Montaré guardia hasta la mañana. Buenas noches.

      Él dudó, pero ya no quedaba nada que decir. Se alzó y se dirigió hacia el lugar donde los demás estaban estirados, envueltos en sus capas, al lado de las cenizas de la hoguera. Se estiró con ellos y cerró los ojos mientras se esforzaba en formarse una opinión sobre Mareth para, acto seguido, esforzarse en no pensar en ella.

      Pero lo hizo, y pasó un buen rato antes de que el sueño le alcanzase.

      Todos se levantaron antes del alba y se encaminaron hacia el este durante todo el día, hasta el atardecer. Avanzaron a los pies de los Dientes del Dragón, por encima del Mermidon, manteniéndose bajo la sombra de las montañas. Bremen les advirtió que estaban en peligro incluso allí. Los Portadores de la Calavera se sentían lo suficiente seguros como para aventurarse más allá de las Tierras del Norte. El Señor de los Brujos conducía su ejército hacia el este, por el desfiladero de Jannisson, lo que significaba que, con toda probabilidad, pretendía invadir las Tierras del Este. Si eran capaces de arriesgarse como para invadir el territorio de los enanos, no cabía la menor duda de que se atreverían a adentrarse en las tierras fronterizas.

      De modo que vigilaban de cerca los cielos, los valles más tenebrosos y las grietas más oscuras de las montañas, donde las sombras envolvían la roca de un manto de noche perpetua. No daban nada por supuesto a medida que avanzaban. Sin embargo, los cazadores alados no aparecieron ese día y, aparte de unos cuantos viajeros que entrevieron en la distancia, en los bosques y las llanuras que se extendían hacia el sur, no vieron a nadie más. Se detuvieron para descansar y comer, pero más allá de eso no hicieron ninguna otra pausa, sino que mantuvieron un ritmo constante a lo largo del día.

      Al atardecer, llegaron a las estribaciones que conducían al Valle de Esquisto y el Cuerno del Hades. Acamparon en un barranco poco profundo que quedaba orientado hacia las llanuras del sur, donde el meandro plateado del Mermidon se bifurcaba hacia el este, adentrándose en las llanuras de Rabb, y reduciendo su caudal paulatinamente hasta que se desvanecía en arroyos y estanques en las planicies yermas. Guisaron unas cuantas hortalizas y un conejo que Tay había cazado y cenaron mientras aún había luz diurna. Del sol manaban tonos rojo sangre y dorados que se esparcían por el horizonte occidental. Bremen les informó de que subirían a las montañas pasada la medianoche y allí esperarían las horas lentas antes del alba, cuando se podía invocar a los espíritus de los muertos.

      Apagaron el fuego cuando la noche se cernió sobre ellos y se arrebujaron con las capas para tratar de dormir tanto rato como pudieran.

      —No te preocupes, Kinson —susurró Bremen al fronterizo cuando pasó por delante de él y se percató de su expresión.

      Pero fue en vano. Kinson Ravenlock ya había estado en el Cuerno del Hades y sabía a qué se atenía.

      ***

      Pasada la medianoche, Bremen los guio hasta las estribaciones que había frente a los Dientes del Dragón y que abrigaban el Valle de Esquisto. Treparon por las rocas durante una noche cerrada tan oscura que apenas podían distinguir la persona que tenían justo delante. Tras el crepúsculo, el cielo se había comenzado a cubrir de unos nubarrones bajos y amenazadores, y cualquier rastro de la luna y las estrellas había desaparecido hacía horas. Aunque conocía el territorio que recorrían como la palma de la mano, Bremen encabezaba la marcha con prudencia, preocupado por el bienestar del grupo. No habló con los demás a medida que avanzaban; estaba centrado en la tarea que los ocupaba y en la que le esperaba una vez llegasen a su destino, tratando de evitar cualquier error que pudiera cometer, ya fuera ahora o más adelante, dado que reunirse con los muertos exigía previsión, cautela, coraje y afianzar la determinación para no sucumbir ante la duda. Una vez hubiera establecido contacto, incluso la mínima distracción podía conllevar un riesgo para su vida.

      Cuando llegaron, todavía quedaban unas cuantas horas para que saliese el sol. Se detuvieron en el borde del valle y contemplaron la hondonada ancha y poco profunda. Toda la orilla estaba cubierta de grava negra y brillante que, incluso en la oscuridad más absoluta, reflejaba la extraña luz del lago. El Cuerno del Hades estaba situado en el centro de la hondonada, ancho y opaco, cuya superficie lisa y plana refulgía con una especie de resplandor interior, como si el alma del lago latiera en sus profundidades. Reinaba la calma y no había ni rastro de vida en el Valle de Esquisto, una quietud absoluta desprovista de sonido. Tenía el aspecto de un agujero negro y desprendía su misma sensación, un ojo que observaba el mundo de los muertos.

      —Esperaremos aquí —comunicó Bremen mientras se sentaba en la superficie plana de una roca grande y baja, con la capa alrededor de su cuerpo enjuto, como si fuese un sudario.

      Los demás asintieron, pero se quedaron de pie, contemplando el valle durante un rato, sin querer volverse aún. Bremen dejó que lo hicieran. Sentían el peso del silencio opresivo del valle. Tan solo Kinson había estado allí antes e incluso él había sido incapaz de prepararse por lo que debía de sentir ahora. Bremen lo entendía. El Cuerno del Hades era la promesa de lo que les aguardaba. Era un destello de un futuro del que no podían huir, un vistazo a la oscuridad aterradora del final de la vida. Revelaba demasiado poco para que pudieran comprenderlo, pero lo suficiente para dar que pensar.

      El anciano ya había estado allí dos veces y, cada vez que se había ido, lo había hecho completamente cambiado. En un encuentro con los muertos se descubrían verdades y se ganaba sabiduría, pero también se pagaba un precio.