visión se esfumó y, de pronto, Bremen sobrevolaba las inmensidades de las Tierras del Oeste. Bajó los ojos, maravillado, incapaz de explicarse cómo volaba. Al principio no pudo determinar dónde estaba, pero luego reconoció el exuberante valle de Sarandanon y, más lejos, la gran superficie azul del Innisbore. Las nubes le ocultaron el paisaje por un momento y todo cambió. Entonces, vio montañas (¿eran las Kensrowe o la Línea Quebrada?). En aquel macizo había dos picos idénticos, como dedos de una mano escindidos y separados entre sí en forma de V. Entre ellos se abría un desfiladero que conducía hacia un extenso grupo de dedos apretujados y aglomerados en un solo macizo. Entre los dedos se erigía una fortaleza, escondida, tan antigua que era imposible de concebir, un lugar surgido de la época del reino de la magia. Bremen descendió en picado hacia la oscuridad y solo encontró muerte, aunque no pudo dilucidar el rostro de esta. Y allí, entre la confusión, descansaba la piedra élfica negra.
Esta visión también desapareció y dejó a Bremen de pie en medio de un campo de batalla. Había muertos y heridos por todas partes, hombres de todas las razas y seres que no pertenecían a ninguna de las conocidas por los hombres. La sangre cubría la tierra, los gritos de los combatientes y el choque de las armas resonaban bajo la luz grisácea que se apagaba del cielo al atardecer. Ante él se alzaba un hombre, con el rostro vuelto. Era alto y rubio. Un elfo. En la mano derecha llevaba una espada brillante. Unos metros más adelante, se encontraba el Señor de los Brujos, con ropajes negros, espantoso, una presencia indómita que lo desafiaba todo. Parecía estar esperando algo del hombre alto, sin prisas, seguro de sí mismo, desafiante. El hombre alto avanzó y levantó la espada en alto; debajo de la mano enguantada, en el mango del arma, se veía la insignia del Eilt Druin.
Surgió una última visión. Estaba oscuro y los nubarrones cubrían el cielo; el aire estaba impregnado de gritos de dolor y desesperación. Bremen se encontraba de nuevo en el Valle de Esquisto, ante las aguas del Cuerno del Hades. Volvía a estar frente a frente con la sombra de Galáfilo y contemplaba cómo los espíritus más pequeños y brillantes daban vueltas a su alrededor como volutas de humo. A su lado había un chico, alto, delgado y de piel oscura, apenas tendría quince años, con una actitud tan solemne que bien se podría decir que estaba guardando luto. El chico se volvió hacia Bremen y el druida lo miró a los ojos… Esos ojos…
Las visiones desaparecieron y no volvieron. La sombra de Galáfilo se retrajo y, con ese gesto, ocultó las imágenes, llevándose la luz efímera que le habían ofrecido. Bremen se quedó mirando aún, parpadeando, maravillado de lo que había presenciado.
—¿Todo esto ocurrirá? —le susurró a la sombra—. ¿Va a suceder?
—Algunas ya han sucedido…
—¿Los druidas, Paranor…?
—No pidáis más…
—Pero ¿qué puedo…?
La sombra gesticuló para rechazar las preguntas que le seguía haciendo el anciano. Bremen contuvo el aliento cuando unas correas de hierro se le tensaron alrededor del pecho. Las correas se desataron y él tragó saliva, y con ella, el miedo que sentía. Del Cuerno del Hades se elevó un chorro, un géiser reluciente, como brillantes sobre el terciopelo oscuro de la noche.
La sombra empezó a retroceder.
—No olvidéis…
Bremen alzó la mano en un intento inútil de retrasar la partida del otro.
—¡Esperad!
—Un precio por cada uno…
Bremen sacudió la cabeza, confundido. ¿Un precio por cada uno? ¿Por cada qué? ¿Y para quién?
—Recordad…
En aquel instante, el Cuerno del Hades hirvió de nuevo y el espíritu desapareció lentamente bajo las aguas revueltas, se sumergió con el resto de los espíritus más pequeños y brillantes que lo habían acompañado. Se hundieron en un remolino de chorros y bruma, entre gritos y gimoteos de los muertos, y volvieron al averno del que habían salido. El agua formó una columna enorme cuando desaparecieron y rompió el silencio y el aire muerto con una explosión espeluznante.
Entonces, la tormenta lo cubrió todo, acompañada del viento y la lluvia, de truenos y relámpagos, azotando sin clemencia al anciano. El golpe derribó a Bremen en tan solo un instante.
Con los ojos abiertos, mirando a la nada, Bremen yació, inconsciente, en la orilla del lago.
***
Mareth fue la primera que llegó a su lado. Los hombres eran más altos y más fuertes que ella, pero esta pisaba con más seguridad la grava mojada y resbaladiza, casi volaba sobre la superficie pulida de los guijarros. En cuanto llegó, se arrodilló y sostuvo al anciano contra su pecho. Llovía sin cesar y las gotas agujereaban la superficie del Cuerno del Hades, ahora quieta y en calma, se llevaban la alfombra oscura y refulgente del valle y hacían que la luz del alba se tornara neblinosa y confusa. Mareth estaba helada hasta los huesos, con la capa empapada y pegada a la piel, pero no le importaba: su rostro pequeño se contrajo debido a la concentración. Alzó la cabeza hacia el cielo lóbrego y cerró los ojos. Los demás redujeron el paso a medida que se acercaban, sin saber qué ocurría. Ella estrechó con fuerza a Bremen y, de pronto, tembló con violencia y se desplomó. Los hombres se abalanzaron sobre ella para agarrarla. Kinson la alzó y la separó de Bremen mientras Tay levantaba al anciano; apiñados, rehicieron el camino a duras penas bajo aquel aguacero y salieron del Valle de Esquisto.
Cuando lo consiguieron, encontraron un refugio en una gruta ante la que habían pasado cuando se habían encaminado hacia el valle. Allí estiraron a la muchacha y al anciano sobre el suelo de piedra y los envolvieron con las capas. No había madera para poder encender una hoguera, de modo que se vieron obligados a permanecer empapados y helados hasta los huesos, esperando a que dejara de llover. Kinson comprobó que tuvieran pulso y descubrió que este latía con fuerza. Al cabo de un rato, el anciano volvió en sí y, casi de inmediato, la muchacha hizo lo propio. Los tres observadores se congregaron alrededor de Bremen para preguntarle qué había sucedido, pero este sacudió la cabeza y les dijo que todavía no quería hablar. Se separaron de él a regañadientes y se alejaron.
Kinson se detuvo al lado de Mareth mientras se debatía entre preguntarle qué le había hecho a Bremen (ya que era evidente que había hecho algo) o no; pero esta se encontró con su mirada y la desvió al instante, de modo que él renunció a intentarlo.
El día se aclaró ligeramente y la lluvia pasó. Kinson repartió la comida que llevaba entre todos, aunque Bremen no probó bocado. Daba la sensación de que el anciano se había retraído en algún lugar profundo de su interior (o tal vez aún estaba en aquel valle); miraba a la nada, y su rostro curtido, otrora lleno de expresión, parecía una máscara. Kinson lo observó durante un rato mientras buscaba alguna pista que le indicara en qué estaba pensando el anciano, pero fue en vano.
Al final, Bremen alzó la vista como si acabara de descubrir que los demás estaban allí con él y se preguntara por qué. Acto seguido, los llamó para que se acomodaran a su alrededor. Cuando se hubieron sentado, les explicó cómo había ido la reunión con la sombra de Galáfilo y las cuatro visiones que le había mostrado.
—No he podido esclarecer qué significan las visiones —concluyó, con la voz cansada y ronca—. ¿Eran solo profecías de lo que ocurrirá, de un futuro ya marcado? ¿Eran la promesa de lo que podría suceder si se hacen ciertas cosas? ¿Por qué la sombra ha elegido estas visiones en especial? ¿Qué reacción se espera que tenga yo? Tantas preguntas y todas sin respuesta.
—¿Qué precio tendrás que pagar por implicarte en todo esto? —musitó Kinson, con aire sombrío—. No te olvides de eso.
Bremen sonrió.
—Yo he querido implicarme, Kinson. Me he erigido como protector de las razas y destructor del Señor de los Brujos, y no tengo derecho a preguntar qué precio tendré que pagar si lo consigo.
»Aun así —suspiró—, creo que comprendo algo de lo que se espera de mí. Sin embargo, voy a necesitar la ayuda de todos vosotros.