Terry Brooks

El primer rey de Shannara


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las puertas y bajaron las verjas que iban cruzando tras ellos en un intento de impedir el avance de sus enemigos. Era una apuesta desesperada, pero era todo lo que se le ocurrió a Caerid Lock.

      En la planta siguiente pudieron clausurar las entradas secundarias y avanzar hasta las escaleras principales. En ese momento ya eran cincuenta guardas, pero todavía no eran suficientes. Caerid mandó algunos hombres a despertar a los druidas para suplicarles que los ayudaran. Algunos de los druidas mayores conocían la magia e iban a necesitar cualquier fuente de poder que pudieran invocar para sobrevivir. Las ideas se le agolpaban en la cabeza mientras colocaba a la Guardia en formación. No habían luchado para entrar. Alguien les había abierto la puerta. Alguien los había traicionado. Se prometió que iba a encontrar a los responsables más tarde. Se ocuparía de ellos personalmente.

      La Guardia se preparó para ofrecer resistencia en lo alto de las escaleras. Elfos, enanos, trolls y uno o dos gnomos estaban hombro con hombro, ordenados y listos para atacar. Su resolución los unía. Caerid Lock se colocó el primero, en el centro de las filas, con la espada desenvainada. No trató de engañarse: como mucho, conseguirían retenerlos, pero al final estaban condenados a la derrota. Ya entonces se estaba planteando las opciones que tendría cuando los vencieran. No se podía hacer nada por los muros exteriores, ya los habían perdido. De momento, aún dominaban los muros interiores y la Fortaleza, habían cerrado las entradas y la Guardia se había congregado para defenderla. No obstante, todo aquello solo conseguiría retrasar el avance de un atacante decidido. Había demasiados accesos —por los lados, por arriba, por debajo de los muros interiores— como para que la Guardia pudiera resistir mucho tiempo. Tarde o temprano, el atacante conseguiría entrar por el otro lado. Y cuando eso ocurriera, tendrían que huir para salvar la vida.

      El enemigo se preparó para atacar desde la parte inferior. Un Portador de la Calavera gritaba órdenes a los monstruos de extremidades retorcidas que ascendían por las escaleras en una maraña de dientes, garras y armas. El pequeño destacamento de la Guardia Druida repelió el ataque. Cuando los monstruos volvieron a la carga, de nuevo, la Guardia les hizo retroceder. Pero a esas alturas la mitad de los defensores estaban muertos o heridos. Y no había llegado nadie para relevarlos.

      Caerid Lock echó un vistazo alrededor, desesperado. ¿Dónde estaban los druidas? ¿Por qué no habían reaccionado a la llamada?

      Los monstruos atacaron por tercera vez, una masa erizada de cuerpos que no cesaban de asestar golpes, zarandeando los brazos como aspas de molino mientras proferían gritos y chillidos desde lo profundo de sus gargantas. La Guardia Druida contraatacó y los mandó escaleras abajo, pero la mitad de los suyos habían caído y sus cuerpos estaban desparramados, sin vida, por los escalones bañados en sangre.

      Caerid agarró a un guarda de la guerrera y le susurró, desesperado:

      —¡Encuentra a los druidas y diles que huyan ahora que todavía pueden! ¡Diles que ha caído Paranor! ¡Y luego huye tú también!

      El rostro del mensajero palideció y se alejó corriendo sin mediar palabra.

      Su atención volvió a las sombras que aguardaban abajo, una masa de formas negras y gritos guturales que se preparaban para el próximo asalto. Justo en ese momento, en algún lugar de la Fortaleza, donde dormían los druidas, se oyó un grito desgarrador.

      Caerid sintió que se le encogía el corazón. «Se acabó», pensó; no estaba asustado ni triste, tan solo indignado.

      Al cabo de un instante, una nueva oleada de las criaturas del Señor de los Brujos ascendió por las escaleras. Caerid y la Guardia mermada se prepararon para hacerles frente blandiendo las armas.

      Sin embargo, esta vez había demasiados.

      ***

      Kahle Rese estaba dormido en la biblioteca de los druidas cuando el ruido de la contienda lo despertó. Se había quedado trabajando hasta tarde, catalogando informes que había recopilado durante el último lustro sobre los patrones que regían las condiciones del tiempo y cómo estas afectaban a las cosechas. Al final, se había quedado dormido sobre el escritorio. Se despertó sobresaltado, impactado por los gritos de los heridos, el entrechocar de las armas y el ruido sordo de las botas. Irguió la cabeza cana y miró en derredor con aire vacilante; luego se levantó, se tomó un segundo para tranquilizarse y fue hacia la entrada.

      Se asomó por la puerta con cautela. Ahora oía los gritos más fuerte, más atroces, desesperados y desgarradores. Había hombres que pasaban corriendo ante él, miembros de la guardia druida. Pronto se dio cuenta de que la Fortaleza estaba siendo atacada. Habían hecho caso omiso de las advertencias de Bremen y ahora debían pagar el precio de su atención. Se sorprendió de lo seguro que estaba de lo que ocurría y de cómo iba a terminar. Era perfectamente consciente de que no sobreviviría a la noche.

      Sin embargo, vaciló; ni siquiera a esas alturas quería aceptar lo que ya sabía. El pasadizo estaba vacío ahora y el ruido de la batalla se concentraba en algún lugar de más abajo. Se planteó salir para ver mejor cómo estaban las cosas, pero mientras le daba vueltas, una presencia sombría apareció en el rellano de las escaleras traseras. Metió la cabeza adentro con rapidez y escudriñó lo que sucedía por la minúscula rendija que había dejado.

      Vio cómo unas criaturas negras y deformes avanzaban tambaleándose, seres irreconocibles, monstruos sacados de sus peores pesadillas. Contuvo el aliento y dejó de respirar. Se iban abriendo camino, habitación por habitación, a lo largo del pasillo donde él estaba escondido.

      Cerró con cuidado la puerta de la biblioteca y pasó el cerrojo. Durante un instante se limitó a quedarse allí apoyado, incapaz de moverse. Un torrente de imágenes le llenó la memoria, recuerdos de sus inicios como aprendiz de druida, de su posterior puesto como escriba, de los esfuerzos incesantes por compilar y preservar las escrituras del antiguo mundo y del viejo reino de la magia. Habían ocurrido muchísimas cosas en un breve período de tiempo. Sacudió la cabeza, asombrado. ¿Cómo había sucedido todo tan deprisa?

      Unos nuevo gritos, que procedían del pasillo por el que merodeaban los monstruos, le indicaron que estos estaban cada vez mas cerca. Se le acababa el tiempo.

      Se dirigió con presteza hacia el escritorio y sacó la bolsita de cuero que Bremen le había entregado. Tal vez debería haber acompañado a su viejo amigo. Tal vez debería haberse salvado cuando aún había estado a tiempo. Pero ¿quién habría protegido la Historia de los druidas si lo hubiera hecho? ¿En quién más podría haber confiado Bremen? Además, este era su lugar. A esas alturas, conocía bien poco sobre el mundo que aguardaba ahí fuera; había pasado demasiado tiempo desde la última vez que se había aventurado al exterior. No le hubiera sido de utilidad a nadie al otro lado de la muralla. Aquí, al menos, todavía tenía un propósito.

      Se dirigió hacia la librería que hacía las veces de puerta oculta que conducía a la habitación donde guardaban los volúmenes de la Historia de los druidas y la abrió. Entró y echó un vistazo alrededor. La estancia estaba llena de libros enormes encuadernados en piel. Fila tras fila, descansaban numerados, ordenados de forma secuencial; contenedores del conocimiento, de toda la sabiduría que los druidas habían recopilado desde que celebraron el Primer Concilio hasta la vieja época de la magia, los hombres y las Grandes Guerras. Cada página de aquellos libros estaba llena de la información que habían conseguido y documentado. Parte de estos conocimientos habían podido ser descifrados, pero algunos aún era un misterio; era todo el saber que quedaba sobre la ciencia y la magia del pasado y del presente. Gran parte de los textos los había anotado el propio Kahle, había escrito cada palabra a consciencia, línea por línea, durante más de cuarenta años. Aquellos documentos constituían el orgullo más grande del anciano, el símbolo del trabajo de toda una vida, su logro predilecto.

      Se encaminó hacia los estantes que le quedaban más cerca, respiró hondo y desató el cordón de la bolsita de cuero que le había dado Bremen. Recelaba de cualquier tipo de magia, pero no le quedaba otra opción. Además, Bremen nunca lo habría engañado. A ambos les importaba que se preservaran las crónicas. Estas tenían que conservarse, tal y como se habían concebido desde el principio. Tenían que perdurar más que ellos.

      Tomó