Terry Brooks

El primer rey de Shannara


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través de las sombras y los guiaban hacia la Fortaleza. La vegetación frondosa los rodeaba y se alzaba hacia el cielo como los pilares de un templo. De vez en cuando, se encontraban claros esponjosos de hierba espesa y riachuelos. La noche los envolvía, tranquila y aletargada, sin ningún otro sonido ni movimiento que el viento que había vuelto a arreciar y soplaba en ráfagas cortas y potentes que provocaban que los ropajes danzaran a su ritmo y que las ramas de los árboles se sacudieran como ropa de cama tendida. Bremen encabezaba una marcha rápida y a un ritmo constante que disimulaba la edad que este tenía y que constituía todo un reto para la de los demás. Kinson y Mareth intercambiaron una mirada. El druida extraía fuerzas de una reserva oculta. Se había tornado tan resistente y duro como el hierro.

      Todavía no rayaba el alba cuando llegaron a las puertas de Paranor. Aminoraron el paso cuando el bastión de los druidas se materializó ante ellos, entre la arboleda; se alzaba hacia el cielo lleno de estrellas como un cascarón enorme y negro. Tras todo ese tiempo, seguía sin haber ninguna llama prendida. Seguía sin percibirse ningún sonido o movimiento en el interior. Bremen hizo que el fronterizo y la curandera se detuvieran donde estaban escondidos, a la sombra del bosque. En silencio y con la expresión pétrea, escudriñó los muros y los parapetos de la Fortaleza. Entonces, sin salir del amparo que les ofrecía la foresta, los guio hacia la izquierda mientras recorrían el perímetro del castillo. El viento azotaba las almenas y envolvía las torres con aullidos de congoja. Entre los árboles por los que avanzaban, sigilosos, era como el aliento de un gigante que los avisaba de su proximidad. Kinson sudaba profusamente, con los nervios a flor de piel y la respiración acelerada.

      Se acercaron al portón de entrada y se detuvieron de nuevo. Estaba abierto de par en par, con el rastrillo levantado; la entrada se sumía en la oscuridad y recordaba vagamente a una boca congelada en un grito agonizante.

      Las inmediaciones de las puertas destrozadas estaban llenas de cuerpos retorcidos e inertes.

      Bremen se encorvó, concentrado, mientras observaba la Fortaleza, sin verla de verdad; miraba a algún punto más allá. Tenía el pelo cano revuelto, ralo como los hilos de una mazorca de maíz. Movió los labios. Kinson metió la mano bajo la capa y empuñó la espada corta. Mareth tenía los ojos bien abiertos, negros, y el cuerpo rígido, preparado para echar a correr.

      Entonces, Bremen los hizo avanzar. Cruzaron el espacio abierto que separaba la arboleda de la Fortaleza despacio y sin detenerse, sin esforzarse ni en acelerar ni en disimular su marcha. Kinson lanzó una ojeada a izquierda y derecha con temor, pero Bremen no parecía preocupado. Llegaron ante las puertas y los cuerpos inertes, y se detuvieron para reconocerlos. Eran guardias druidas, parecía que unos animales se hubiesen ensañado con la mayoría. La sangre que teñía el suelo emanaba de sus cuerpos. Tenían las armas desenvainadas y muchas estaban hechas pedazos. Al parecer, habían luchado con tesón.

      Bremen se adentró en las sombras de los muros, cruzó los portones combados y el rastrillo alzado y encontró a Caerid Lock. El capitán de la Guardia Druida yacía desplomado contra la puerta de la torre de vigilancia, con el rostro lleno de sangre seca y coagulada, y el cuerpo castigado con docenas de perforaciones y cuchilladas distintas. Todavía respiraba. Parpadeó, abrió los ojos y movió los labios. A toda prisa, Bremen se inclinó para escucharlo. Kinson fue incapaz de oír nada, el viento se llevaba las palabras.

      El anciano levantó la vista.

      —Mareth —la llamó, con un hilo de voz.

      Ella se acercó enseguida y se inclinó sobre Caerid Lock. No necesitaba que le dijera qué necesitaba. Recorrió el cuerpo del hombre herido con las manos, buscando un modo de ayudarlo. Pero era demasiado tarde. Ni siquiera una empática podía salvar a Caerid a estas alturas.

      Bremen tiró de Kinson para que se agachara y quedara ante él, con los rostros de ambos casi rozándose. A su alrededor, el viento no dejó de aullar con suavidad mientras giraba y envolvía los muros.

      —Caerid ha dicho que alguien de dentro vendió a Paranor al enemigo, por la noche, cuando la mayoría estaba durmiendo. Tres druidas fueron los autores. Los mataron a todos menos a ellos. El Señor de los Brujos los dejó aquí para que se encargaran de nosotros. Están dentro, no sé dónde. Caerid se ha arrastrado hasta aquí, pero no ha sido capaz de seguir.

      —¿Vas a entrar? —preguntó Kinson al instante.

      —Debo hacerlo. Debo conseguir el Eilt Druin. —La expresión arrugada del anciano reflejaba determinación y la mirada era dura y cargada de furia—. Mareth y tú me esperaréis aquí.

      Kinson sacudió la cabeza, pertinaz. Se le metió un poco de polvo y arenilla en los ojos cuando el viento arremetió contra la entrada oscura.

      —¡Es una estupidez, Bremen! ¡Vas a necesitar nuestra ayuda!

      —¡Si algo me ocurriera, necesito que se lo comuniques a los demás! —Bremen se negaba a ceder—. ¡Haz lo que te digo, Kinson!

      Acto seguido, se levantó y se alejó de las puertas, desgreñado; un manojo de huesos y ropajes llenos de viento que se apresuraba a cruzar el patio hacia el muro interior. En cuestión de segundos, había atravesado una entrada y lo habían perdido de vista.

      Kinson se quedó mirándolo, frustrado.

      —¡Diantres! —musitó, furioso ante su propia indecisión.

      Le echó un vistazo a Mareth. La muchacha estaba cerrándole los ojos a Caerid Lock. El capitán de la guardia druida había muerto. Había sido un milagro, pensó Kinson, que hubiera aguantado tanto. Cualquiera de las heridas que había sufrido hubieran sido suficientes para matar cualquier otro hombre al instante. Que hubiera vivido hasta ahora daba testimonio de su resistencia y resolución.

      Mareth se alzó y bajó la vista para mirarlo.

      —Venga —dijo—, vamos a seguirlo.

      Kinson se puso de pie a toda velocidad

      —Pero ha dicho que…

      —Ya sé lo que ha dicho. Pero si algo le ocurriera a Bremen, ¿crees que supondría una gran diferencia si llegamos o no decírselo a los demás?

      Él apretó los labios hasta que solo fueron una fina línea.

      —No, claro que no.

      Y juntos echaron a correr a través del patio vacío y azotado por el viento hacia la Fortaleza.

      ***

      En el interior de Paranor, Bremen avanzaba con sigilo por los corredores vacíos, tan silencioso como una nube que atraviesa el cielo. Tanteaba el terreno a medida que avanzaba, con la mente avizora al ambiente y los ruidos de la Fortaleza. Proyectó los sentidos y el instinto para descubrir el peligro del que Caerid Lock lo había prevenido, receloso de esa presencia y de sus intenciones. Con todo, fue incapaz de detectarlo. O se había ocultado muy bien o había partido ya.

      «Sé prudente», se instó. «Estate alerta».

      Todos los que estaban en la Fortaleza estaban muertos, eso lo sabía con certeza: todos los druidas, todos los guardias, todo aquel que había vivido, trabajado y estudiado allí durante tantísimos años, todo aquel que él había dejado atrás cuando se había ido hacía tan solo cuatro días. El impacto de ese pensamiento fue como recibir un puñetazo en el estómago; le arrancó el aire y las fuerzas del cuerpo, dejándolo petrificado, incapaz de creérselo. Estaban todos muertos. Era consciente de que eso podía suceder, había creído que era muy probable, incluso había contemplado una visión que le mostraba ese panorama. Sin embargo, la realidad era mucho peor. Había cuerpos desparramados por todos lados, retorcidos en la muerte. Algunos habían perecido a punta de espada. A otros, los habían desgarrado pedazo a pedazo. Percibió a un último grupo al que habían conducido a las profundidades de la Fortaleza y los habían matado allí. Ni uno solo había sobrevivido. No le llegaba ningún latido. No oía ninguna voz que pidiera ayuda. No se movía nada. Paranor se había tornado un osario. Una tumba.

      Avanzó poco a poco por los corredores, acompañado únicamente por el eco de sus pasos, hasta llegar a la sala de la Asamblea, donde encontró