Juan Valera

A vuela pluma: colección de artículos literarios y políticos


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      I

      Al Sr. D. Salvador Riada.

      MI querido amigo: Mucho siento tener que decir á usted que Monte-Cristo, que oye turbio y que, además, suele distraerse, hubo de engañarse, y tal vez engañó á usted, sin la menor malicia, cuando le aseguró que me había parecido muy bien el Himno á la carne. Ni bien ni mal podía parecerme una obra que yo aún no conocía. Acaso al hablarme Monte-Cristo, yo, que también me distraigo, dije algo, como acostumbro, en alabanza del talento poético de usted, que tan claro me parece, y él lo aplicó al Himno de que me hablaba, y que yo no podía alabar por serme entonces desconocido.

      Ahora, que ya le conozco, creo de mi deber dar á usted con toda sinceridad y franqueza la opinión que me pide.

      Muchísimo hay que decir, y he de decirlo, aunque incurra en la nota de pesado.

      No obstante la pesadez y el desaliño con que irá escrita mi carta, yo consiento en que usted haga de ella lo que guste: ó guardarla para sí, ó rasgarla, ó dejar que el público la lea.

      Desde luego el título de Himno me desagrada. Un himno es un himno, y catorce sonetos son catorce sonetos. Además, el ir dirigidos á la carne presupone cierta trascendencia teológica ó filosófica que los sonetos apenas tienen.

      Los enemigos del alma son tres: mundo, demonio y carne. Y fuerza es confesar que todos los hombres, salvo raras y dichosas excepciones, estamos empecatadillos y entonamos himnos en loor de uno de estos tres enemigos, cuando no de los tres á un tiempo; pero debe notarse que, ó bien no caemos, por extraviados ó ilusos, en que hacemos semejante elogio, ó bien aparentamos no caer, envolviendo nuestro consciente propósito en delicada hipocresía. El elogiar con premeditación á tales enemigos implica un descaro que repugna á las creencias religiosas de la gran mayoría de los españoles, los cuales son, ó se supone que son católicos.

      Ya se entiende que, partidario yo del arte por el arte, he de prescindir y prescindo de toda religión positiva y de toda moral que en ella se funde, para juzgar una composición poética. De lo que es difícil prescindir es de la moral universal que coincide con la belleza artística, y de algunas conveniencias sociales, que son ineludible requisito para que esa belleza artística se produzca sin que lo estorbe la disonancia entre la obra del poeta y las costumbres, los usos, y hasta, si se quiere, las preocupaciones y los disimulos de la sociedad en que el poeta vive.

      Aún voy más allá en el quidlibet audendi. Supongo que el poeta se rebela contra esos usos, costumbres y creencias, porque los considera malos ó tontos. No por eso he de escandalizarme. Antes bien, aplaudiré al poeta como poeta, si impugna con primor y con brío lo que yo crea más santo, aunque yo, pongo por caso, como católico, considere que él, como impío, acabará, en castigo de sus bien rimadas blasfemias, por arder eternamente en lo más profundo del infierno.

      Así me sucede con el Himno á Satanás, de Carducci. Sin dejar de creer en todo lo que enseña la Doctrina cristiana, los hombres, en mi sentir, pueden haber inventado ó descubierto la pólvora, la imprenta, la brújula, el pararrayos, el telégrafo, el teléfono, la fotografía, la mecánica celeste y la terrestre, las estrellas más remotas, los microbios y el protoplasma: pero, si algún poeta entiende de buena fe que Dios se oponía á que inventásemos y descubriésemos todas esas cosas, que quizá hagan la vida menos aburrida y amarga, y que con auxilio del diablo las hemos inventado y descubierto, mejorando y sublimando nuestra condición, yo le aplaudo si compone un himno á diablo tan benéfico, á quien llama él Satanás porque se le antoja, y á quien seguiré llamando energía y luz interior que pone Dios en el alma, hecha á su imagen y semejanza.

      En análogo sentido comprendo yo que se componga un Himno á la carne, el cual me guste tanto ó más que el Himno al demonio de Carducci. Si entendemos por carne la sustancia organizada y viviente de que se vale el Artífice supremo para revestir de forma sensible su idea, haciendo patente la hermosura, ya por operación de naturaleza, ya por intervención de la voluntad y del entendimiento humanos, que pulen, acicalan y asean lo que naturaleza preparó y dispuso cual primitivo bosquejo, declaro que el Himno á la carne me parece muy bien, prescindiendo del título, porque ni las nubes nacaradas, ni la cándida luna, ni el sol, ni las flores, ni los verdes bosques, ni los lozanos verjeles, ni nada de cuanto he visto y veo por esos mundos, es más hermoso que una mujer aseada y hermosa. Y es ello tan indiscutible que, para expresar materialmente los más altos objetos, potencias y virtudes, les damos forma de mujer. Y así la fama, la patria, la religión, la ciencia, la filosofía, la justicia, la fe, la caridad y la esperanza, se representan como otras tantas guapísimas señoras.

      Pero su himno de usted (sigamos llamándole himno), no se mete en tales honduras. Mejor sería apellidarle himno á la Pepa, á la Juana ó á la Francisca, de cuya carne gusta usted. La generalización filosófica ó teológica sólo está en el epígrafe.

      Y lo peor que yo noto (admirando más la inspiración y la habilidad poéticas, que no faltan á usted aun errando el camino) es que usted analiza y resta en vez de sintetizar y añadir, al ir ponderando sus deleites amorosos. Pues qué, ¿no es más que la carne lo que enamora á usted en su innominada querida? Nunca ni el más materialista de los poetas gentiles, sustrajo tanto del amor los elementos no materiales, que le idealizan y hermosean, y le redujo al mero concepto de la lascivia, como si fuera amor de perros ó de gatos. Y como usted no hace la sustracción y el despojo por vehemencia afrodisiaca, sino por preocupación de escuela ultra-naturalista, los versos, ni siquiera resultan fervorosos de libertinaje, sino fríos, afectados y artificiosos, con refinamientos de sensualidad enfermiza, que apela á espejos y á otras diabólicas travesuras. Parece lascivia de viejo, y, por consiguiente, falsa, pues usted es mozo.

      Prescribe Horacio que no se hagan ciertas cosas delante del pueblo:

      Nec filias coram populo Medea trucidet:

      y lo que Horacio prescribe para lo trágico debe aplicarse á lo erótico también. No conviene introducir al pueblo en la alcoba ni imitar al rey de Lidia con Giges. Contra esto peca usted, no pasando de ligero, sino deteniéndose en pormenores con exceso de morosa delectación. No cae usted en que ciertos actos tienen mucho de grotescos, si no van acompañados de misterioso recato. Y esto, no porque seamos cristianos, sino en la risueña religión gentílica, en que, según usted asegura, Citerea prevalece. Así es de advertir que los poetas más libertinos de la docta gentilidad nos dejaban á la puerta de la cámara nupcial, si trataban el asunto por lo serio. Sólo cuando querían hacer reir lo describían todo. El cisne venusino dice desvergonzadamente los estímulos de que se valía la vieja berrionda, mientras que de Glícera sólo nos dice que le aguarda en estancia perfumada; y él va á verla, invocando á Venus para que le acompañe y traiga consigo al Amor.

«Trae al muchacho ardiente,
y á las Gracias, la ropa desceñida,
y á Mercurio elocuente,
y de ninfas seguida
la Juventud sin tí no apetecida»;

      pero, en cuanto Horacio entra á ver á Glícera, con todo este cortejo, nos da con la puerta en los hocicos, y acaba la oda, sin que nos cante ni nos deje ver lo que pasa dentro. Ya nos lo presumimos.

      Lo antiestético del goce de amor, patentizado por el arte y descrito con circunstancias menudas, se ve hasta en los poemas más primitivos. Sube Juno á la cumbre del Gárgaro, adornada con el cinto de Venus, que la hace irresistible:

«... allí el deseo,
allí la dulce persuasión estaba,
que á los más cuerdos la prudencia roba.»

      Júpiter pierde la suya, requiebra á Juno y quiere al punto gozarla; pero antes, él y ella se envuelven en nubes doradas