Juan Valera

A vuela pluma: colección de artículos literarios y políticos


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mismo Platón, de quien nos cuenta el Conde que, divinamente enamorado y besando á su amiga, sintió una vez que el alma se le vino á los dientes para salirse del cuerpo.

      Á tales accidentes confieso que debemos dar explicación menos metafísica; mas no por eso debemos quitar del amor todo lo metafísico, trascendente y divino. El amor nuestro se iguala entonces al de los animales. Los refinamientos, las elegancias, los materiales primores de que le rodeamos, le quitan naturalidad y no le añaden belleza. Y la exageración y violencia del sentir, en vez de magnificarle y corroborarle, le ponen enfermo y le dan un aspecto diabólico, delirante y lúgubre. Se diría que las pasiones y operaciones de nuestro ser se resisten á ser atribuídas y sujetas á leyes físicas sólo, y así, al apartar del efecto toda causa ó influjo divino, se le atribuímos infernal ó endemoniado.

      No llega usted á este punto del satanismo, y más vale así. Se queda usted en menos de la mitad del camino, y por usted lo celebro.

      En cuanto á los catorce sonetos, serían estéticamente mejores si fuesen satánicos.

      Yo comprendo á Baudelaire, y en cierto modo le admiro, aunque me disgusta. En su inspiración depravada, sombría y terrible, hay algo de verdad, aunque exagerada por la farsa tenaz que él mismo se impuso para ser más original, para asustar al linaje humano y para contristar y meter en un puño el corazón de cada burgués honrado y sencillote, en cuyas manos cayesen sus Flores del mal. Pero usted no pretende hacer el bu, ni pasar por originalísimo, siendo raro y extravagante. De ello me alegro, aunque los catorce sonetos, por falta de una intención, si perversa, decidida, se queden en el limbo, y no suban al cielo, ni bajen al infierno.

      Dice Fóscolo que el Petrarca cubrió con un velo candidísimo al Amor, que andaba desnudo por Grecia y en Roma, y así le volvió al regazo de Venus Urania. Desde entonces, acaso desde antes, no se puede hablar seriamente del Amor, trayéndole á la tierra, prohibiéndole recordar su cielo, y arrancándole la vestidura. Cuando esto se hace, resulta el sacrilegio, que no se motiva ni funda bien, á no seguir el poeta las huellas de Baudelaire, y entregarse al diablo.

      Y ahora ocurre otra duda. ¿Cómo es que hay versos eróticos, harto libres y desenvueltos, que el moralista, aunque no sea muy rígido, sin apelación condena, que toda señora ó señorita bien criada no puede oir sin enojarse y ruborizarse, y que, sin embargo, nos gustan mucho á los profanos? Sírvanme de ejemplo no pocas canciones de Béranger. Yo presumo que esto consiste en el tono. El refrán lo dice: C'est le ton qui fait la chanson. La alegría, la ligereza, el aire improvisado é irreflexivo lo disculpa todo. Se diría que estos poetas, alegres y desenfadados, dejan tranquilo en su cielo al Amor primordial y unigénito, y, si toman de él varias prendas, es para adornar á los Amorcillos terrestres, hijos de las ninfas, con los cuales no disuenan las libertades y la carencia de misterios.

      De esta suerte, y no con tono heróico y pomposo, la Estética no repugna, aunque la Moral frunza las cejas, que el poeta, velando un poco, no parándose en pormenores, y dejando entender mucho por medio de rodeos y dobles sentidos, nos cuente ó nos cante algunas travesuras. Harto sé que la eutropelia del P. Boneta no permite tanto; pero yo confieso que lo permite la mía. Entiéndase, con todo, que para que estéticamente gustemos de versos así los mismos profanos, es menester que un dejo del verdadero amor, de ternura y de otros bellos sentimientos, difunda en el cuadro que el poeta nos trace algunos resplandores de la luz del cielo. Catulo amaba á Lesbia con el alma, plus quam se atque suos amavit omnes, y lo recuerda y lo confiesa hasta cuando ya Lesbia le es infiel; y lo mismo acontece á Béranger con Liseta, hasta cuando le dice, al verla con tantas galas, que ya no es Liseta y que no debe llevar aquel nombre. Á pesar de la regocijada liviandad de ambos poetas, no es la carne sólo lo que los enamora.

      Infiero yo de cuanto va dicho la necesidad, moral y estética, de que en toda poesía de amores intervengan cielo y tierra y concurran lo espiritual y corpóreo; esto último velado por el pudor, sobre todo cuando se quiere que sean grave el tono y elevado el estilo.

      Se cita mucho la definición que del orador da Quintiliano. Dice que ha de ser vir bonus dicendi peritus; pero se ignora ó no se recuerda que los griegos exigieron antes para el poeta, como requisito indispensable, la misma calidad de ser varón excelente. Acaso Quintiliano no hizo más que ampliar la exigencia de los griegos y comprender en ella á los oradores. Como quiera que sea, es lo cierto que la poesía, aun para los que seguimos la doctrina del arte por el arte, no es, en el más lato sentido, independiente de la moral. No se pone á su servicio ni la toma como fin, porque su fin está en ella: pero la poesía, siguiendo desembarazada y libre por su camino, si es de buena ley y de alto vuelo, al llegar á su término, tiene que parar en la moral más perfecta y pura que se concibe en la época en que el poeta vive, á no ser que éste, lleno de aliento profético, suba más alto y columbre y revele más bellos ideales. Esto significa la excelencia moral que los griegos requerían en el poeta, aunque careciese de aquella voluntad perpetua y constante que constituye la virtud práctica en todos los actos de la vida, ó aunque no fuese ni héroe ni santo.

      Infiero yo de lo expuesto que el amor entre hombre y mujer, cuando no es sólo material, no va contra la moral, sino que ésta le sanciona. La poesía ha hecho de él su principal asunto, así en cantos líricos como en narraciones, desde las edades más remotas hasta nuestros días.

      Es más: la poesía erótica es tan bella, entendida y realizada así, que, lejos de condenarla, la religión, por severa y espiritual que sea, ha solido valerse de sus frases vehementes y de sus acentos apasionados, para expresar los éxtasis y arrobos místicos, y los más sublimes misterios, aspiraciones y raptos del alma hacia lo infinito y lo eterno. Testimonio de esto da, en la antigua India, aquella égloga bellísima en que Yayadeva pinta los amores de la gentil pastora Radha y del Dios Crishna, que toma la figura del pastor Govinda para enamorarla: y no menos brillante testimonio da entre nosotros El Cantar de los cantares, donde los terrenales amores de Salomón y de la Sulamita vienen á sublimarse y á convertirse en los de Cristo con la Iglesia, y en los del alma con su Hacedor.

      Tenemos, pues, la poesía erótica, siempre que se guarde en ella el debido decoro y no se la prive del elemento espiritual, no sólo tolerada, no sólo permitida, sino hasta canonizada. No ya con significación mística como San Juan de la Cruz, sino dirigiéndose á mujeres, que fueron ó que se supone que fueron de carne, varones piadosos, como Fr. Luis de León y Fr. Diego González, han compuesto versos amorosos.

      Lo mejor es seguir tan buenos ejemplos. Sólo se oponen á que los sigamos la última moda de París, el afán de singularizarnos y el temor de ser como cualquiera otro, tomando la senda trillada y empleándonos en asuntos que se imaginan agotados ya, y sobre los cuales nada puede decirse si no repetimos lo que otros dijeron.

      Crea usted que este temor es vano. No busque usted la originalidad, y ella vendrá á buscarle. Sea usted natural y espontáneo, y pondrá usted en cuanto escriba el sello de su persona, y será sana y limpiamente original, sin darse á todos los diablos y sin caer en las demencias fúnebres que en Francia se usan.

      Inagotable fábrica y rico emporio de ideas es París. Necesario y bueno es tomar de allí lo que conviene; pero haya tino y juiciosa elección en lo que se tome.

      Cierta poesía no es ya erótica, sino crapulosa y nauseabunda. Entre las causas que concurren á dar ser á esta poesía, además de las ya mencionadas, entra una vanidad pueril de que el poeta no se da cuenta á veces. Figurémonos al poeta en París. Su prurito será acaso que, en el fondo de la provincia de donde ha venido, le tengan por un picaruelo, sibarita alambicado, que logra venturas superfinas, ni soñadas en su lugar. Además, todo francés hace sin querer la reclame. En París se confeccionan los mejores guisos y se hacen los más graciosos vestidos y sombreros para mujeres; es menester, por consiguiente, que también se crea y se divulgue que en París se entiende mejor el amor y se le condimenta con aliños más picantes y especierías más ricas y exóticas. Con este señuelo, tal vez, no pocos individuos acaudalados de naciones, que en Francia se tienen entre el vulgo por semi-bárbaras, vendrán á París, ya que no á estudiar en la Sorbona, á aprender pornografía en los colegios de la nueva Babilonia.

      No acuso yo á ningún autor francés de que lleve