Juan Valera

A vuela pluma: colección de artículos literarios y políticos


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      y que lleva á Musset á hallar en el fondo del vaso de los placeres el hastío que le mata, á Lamartine á suspirar por el amor ideal que no tiene nombre ni objeto en la tierra, y á Espronceda á pedir un bien, una gloria que él imagina, y que en el mundo no existe, y á desesperarse porque palpa la realidad, odia la vida, y sólo cree en la paz del sepulcro.

      No hay en el himno esta contraposición entre el placer ruin é incompleto de la tierra y la infinita aspiración del alma; pero hay algo más tétrico; algo que se deplora en todos los naturalistas, ya escriban en prosa, ya en verso: lo mismo en Zola que en Rollinat.

      La pintura minuciosa, vehemente y sobrado material de la pasión, convierte su fisiología en patología; hace pensar, no en robustez y energía, sino en desequilibrio de facultades, en el hospital ó en el manicomio.

      No ya el amor de un hombre y de una mujer, ambos de carne y hueso, sino el amor de un santo ó de una santa hacia Dios, resulta enfermedad; caso de neurosis, hiperestesia, ninfomanía ó satiriasis más ó menos alambicada.

      La cuestión queda discutida de sobra. No me hubiera detenido tanto si, por una parte, no estimase mucho el ingenio de usted y no sintiese sus extravíos, y si, por otra parte, no viese yo en estos extravíos el resultado de malas teorías estéticas, y de una escuela de moda que es menester combatir.

      Sólo añadiré ahora algunas explicaciones sobre la acusación implícita en la dedicatoria autógrafa que pone usted al ejemplar del Himno á la carne que me ha destinado. No sin intención viene este ejemplar para el traductor de Dafnis y Cloe. ¿Quiere usted dar á entender que quien ha traducido aquella novela debe aplaudir el Himno á la carne?

      La consecuencia está mal sacada. Aun suponiendo que Dafnis y Cloe tenga cuantas faltas yo censuro, no se ha de inferir que por haber yo cometido esas faltas no las pueda y deba reconocer como tales. Malo es ser pecador, pero es pésimo jactarse del pecado y procurar que se tome como primor y acierto.

      La diferencia, sin embargo, es grandísima. Dafnis y Cloe viven hace catorce ó quince siglos; son paganos, están en cierto campo ideal, pastoril y primitivo. No choca el que se desnuden, como cuando se desnudan un caballero y una dama de ahora, quitándose la levita, pantalones, corsé, etc. En fin; es otra cosa.

      El naturalismo de la novela es, además, enteramente contrario al de los sonetos de usted. Hay en el naturalismo de Dafnis y Cloe una condición sobrenatural ó fantástica que cambia su condición. El dios Amor, el dios Pan y las Ninfas, por no interrumpida serie de milagros, conservan inocentes á los dos partorcillos, hacen que se amen, los dotan de hermosura más que humana, que no marchitan las inclemencias del cielo: ni los vientos, ni el sol, ni el calor, ni el frío.

      La descripción poetizada de las alternadas estaciones del año, de la rustiqueza selvática y de una imaginaria vida pastoril de color de rosa, y que no se da en el mundo real, prestan á todo el cuadro, y aun á las más vivas escenas, cierto velo ó esfumino aéreo que no las hace tan shocking. Y, por último, aunque se funde el amor de Dafnis y Cloe en la material hermosura de ambos, en su contemplación, y hasta en el deseo de lograr su posesión por completo, todavía, á par de este deseo, hay una amistad, un afecto entrañable, una terneza pura en ambos pastorcillos, que evitan el que sea su amor mera lascivia, y que le purifican y realzan.

      Recuerde usted que Dafnis aprende al cabo cuál es el verdadero fin de amor, y, á pesar de su pasión, se domina por temor de lastimar á Cloe, y no la hace suya hasta después de la boda.

      En suma, y para no cansar, yo no me defiendo de haber traducido el libro de Longo, aunque en Francia le tradujo un obispo. Quiero suponer, ó quiero afirmar y confesar que hice mal. Valgámonos de un símil. Sea como si yo expusiera al público esculturas lascivas; pero de esto á exponerme yo mismo como actor, me parece que dista mucho.

      Por último, se ha de notar que la novela de Dafnis y Cloe no quiere ser seriamente sublime, sino que, por cierta malicia candorosa y cierta amañada inocencia, propende á difundir regocijo en quien lee, lo cual podrá ser censurable por el lado de la moral, pero no es antiestético, que es de lo que aquí tratamos.

      Si usted, en otro tono más ligero, risueño y jocoso, hubiera escrito catorce sonetos, catorce veces más verdes aún, como yo soy viejo pecador, y nada tengo de misionero, respecto á la moral y á la decencia me hubiera callado; pero en punto á estética, hubiera echado á usted mi absolución, y, si los sonetos alegraban las pajarillas, hubiera concedido á usted indulgencia plenaria y hasta hubiera aplaudido.

      II

      Mi querido amigo: La cariñosa carta de usted me mueve á escribirle de nuevo, y no poco.

      Si usted no hubiese escrito ya en verso y en prosa muchas cosas buenas, y si usted no diese esperanzas fundadísimas de escribir otras mil infinitamente mejores que los catorce sonetos, tendría usted razón en decir que yo le mataba. Pero si usted escribe bien, y si ha de escribir mejor, y si ha de ser, pues no creo que me engañe la simpatía, uno de nuestros más fecundos y amenos ingenios, ¿qué importa que yo hable mal de los catorce sonetos compuestos por usted en algunas horas de extravío?

      Yo, aunque sea repetirlo por tercera ó cuarta vez, no voy contra los catorce sonetos, sino contra la mala teoría estética que, nublando el claro entendimiento de usted, se los ha inspirado.

      Yo reparo, tal vez por demás, en el pro y en el contra de cuanto digo, y nada afirmo con aquella decisión que se impone. De aquí que me acusen de escéptico. Fácil me sería pasar por dogmático, si prescindiese yo de lo que me dicta la conciencia; pero, como no prescindo, soy ó paso por escéptico, á fuerza de ser concienzudo.

      Digo esto, porque al censurar los catorce sonetos de usted, me han asaltado en tropel no pocas dudas y dificultades que deseo exponer aquí, aunque no logre resolverlas y todas se queden en pie.

      Necesito, además, escribir esta segunda carta para disculparme de no rasgar la primera; porque, después de la longánima docilidad con que se somete usted á mi censura, tal vez acerba, y me la paga en alabanzas, parece ruindad en mí el que mi censura se haga pública, y el que, siendo yo, por lo común, indulgente y hasta lisonjero con los extraños é indiferentes, me extreme por la severidad con usted, á quien cuento entre mis mejores amigos.

      Válgame para explicación de mi conducta que la indulgencia debe recaer sobre el non plus ultra de lo que produce cada uno. No hay que podar el quejigo, porque, á pesar de la poda, siempre dará bellotas ásperas y no dulces almendras. De mal árbol no se espere fruto sazonado y sabroso. Y así, siguiendo esta comparación de los frutos, y convirtiendo imaginariamente cada soneto de usted, pongo por caso, en un melocotón, yo entiendo que usted debe darlos mejores, y que aun los catorce, de que tratamos aquí, serían exquisitos, si el moscardón ó avechucho del naturalismo, que vaga por el aire, no hubiera clavado en ellos el aguijón y depositado allí venenosos huevecillos que se convierten en gusanos y podredumbre. Lo que hago, pues, es osear el avechucho para que no inficione otros nuevos frutos.

      Dada ya á usted la satisfacción que le debo, voy á decir algo acerca de las dudas y dificultades.

      Y es la primera duda la de si seré yo tan crudo censor de los sonetos porque la vejez me infunde aborrecimiento al Amor: pero la duda se disipa pronto, y creo que mi profundo respeto y mi ardiente devoción al Amor son los que me inspiran.

      Los catorce sonetos rebajan las obras de esta deidad á mera función fisiológica, y el brío de las descripciones no las eleva, sino que les presta ciertos visos de patología, que, á más de hacerlas bajas, las hace insanas.

      Es cierto que lo contrario debe de ser peligroso y seductor; pero consuela y no deprime. Trae Byron, en el Don Juan, una jocosa diatriba contra Platón, echándole la culpa de las pecaminosas relaciones de su héroe con doña Julia. Yo mismo, aunque disto mucho de ir tan lejos como Byron en la malicia anti-platónica, me pasmo y veo con más incredulidad que fe los anchos límites que pone, verbi gracia, el conde Baltasar Castiglione al platonismo puro.

      El