Gerardo López Laguna

Dios en Sarajevo


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En Bosnia, croatas y musulmanes cesan en su mutua hostilidad y se alían formalmente para iniciar una gran ofensiva contra las tropas serbias. Ampliado el territorio que dominan, Pale queda al alcance de su artillería. Y entonces, en los estertores de la guerra, se produce una de las mayores matanzas en represalia por este avance militar: dos zonas llamadas «de seguridad» y controladas por la ONU son invadidas por fuerzas serbias. Se trata de Sbrenica y Zepa. La zona había sufrido en 1993 las incursiones de milicias bosnio-musulmanas que habían cometido crueles asesinatos entre miembros de la población serbia. Ahora, en 1995, los militares serbios masacran a miles de personas desarmadas que son enterradas en fosas comunes.

      Ese año de 1995 vería el final de la guerra tras los ataques protagonizados por aviones de la OTAN. Se firmaron los conocidos como «acuerdos de Dayton» y la contienda terminó.

      Hasta ahora la mayoría de los desplazados de todos los grupos nacionales no han podido volver a sus hogares. Y las heridas no han curado en una multitud de corazones.

      Este es el marco histórico en que se desarrolló el cerco de Sarajevo. En la narración de Gerardo podemos contemplar todo este drama de un modo peculiar por real: son las vidas concretas de gentes concretas, con sus nombres y sus familias, las que han padecido y protagonizado esas lacras a que antes nos referíamos. Las muertes y heridas, el exilio, el hambre, el frío, las estrategias de supervivencia, la corrupción... Esta ciudad fue un símbolo de toda esta destrucción espiritual y material. Pero junto a la destrucción, en contradicción con ella, se desarrollaron otro tipo de historias. Su autor es Dios. Desgranadas en este libro, son esas historias menudas que a pocos parecen interesar, y que sin embargo afectan decisivamente a personas reales. Decisivas en la medida en que son expresiones espirituales de amor y de perdón. De oración. Historias que, a veces, son la gran historia si hay muchos que creen en ellas. Y si no lo son, pueden llegar a serlo.

      Amaya Fernández Fernández

      Doctora en Historia

      Introducción

      24 de Noviembre. Cumpleaños. Una amiga me regala un libro titulado El violonchelista de Sarajevo. Lo leo casi de un tirón y se van aclarando en mi mente recuerdos que nunca he perdido. Las bombas de mortero, los tiroteos densos o esporádicos, las garrafas y los bidones para el agua, la delgadez de las gentes, las carreras, los heridos, las tanquetas de la ONU, los plásticos en las ventanas, las montañas de basura amontonada en las calles, los cementerios improvisados, la morgue del hospital, los edificios destruidos, los hombres armados irregularmente, los innumerables niños, el aeropuerto de aspecto inverosímil, las sirenas, las mezquitas con sus minaretes destrozados, la sinagoga, la catedral con el Crucificado plasmado en las cristaleras roto por la metralla, los muertos... sobre todo mi amigo Moreno Locatelli...

      Pasando las páginas de ese libro acuden a mi corazón con un brío renovado los rostros de muchas personas. Muchas situaciones, muchos diálogos, muchos llantos y muchas risas. Y gestos de amor, preguntas, oraciones. Leo los nombres de los barrios, de las calles, de las plazas y los puentes, y los detalles se actualizan. Sigo leyendo hasta el final y me invade una suerte de ansiedad saludable... El libro en cuestión se centra en cuatro personajes; tres de ellos van alternando su aparición a lo largo de los capítulos: Kenan, padre de familia, Dragan, un hombre mayor que ha logrado sacar a su esposa y a su hijo de Sarajevo, y Flecha, el sobrenombre de una chica llamada Alisa y que forma parte de los francotiradores que defienden la ciudad. El cuarto, o mejor, el primero de los personajes es un violonchelista que protagoniza un gesto simbólico: en 1992 una bomba de mortero cayó sobre un grupo de personas que hacía cola para comprar pan en la calle Vase Miskina. Murieron 22 y decenas quedaron heridas, algunas con graves mutilaciones. Un violonchelista acude al lugar de la masacre a tocar una melodía durante 22 días seguidos en homenaje a cada una de aquellas víctimas. Este músico, que asoma transversalmente a lo largo de las páginas del libro, es real, como también fue real aquel homenaje. En torno a esta figura, el autor presenta a sus otros personajes e intenta desvelar a través de ellos el horror de la guerra. El ir y venir para conseguir agua, el cruzar las calles batidas por francotiradores, o, en el caso de Flecha, el intentar proteger al violonchelista de una muerte jurada, se convierten en ocasión para una serie de reflexiones del autor expresadas a través de los pensamientos de sus personajes... Bien. Una sarta de angustias, de disquisiciones sobre el odio y sus supuestas causas retroalimentadas, preguntas y más preguntas introspectivas sobre la propia cobardía y si ésta es tal o no lo es... Todo el libro expresa hechos constatables, experimentados por muchas personas, cierto; y está bien escrito, y cualquiera, después de haberlo leído, se da cuenta sensiblemente de «lo mala que es la guerra»... Al final, como respuesta, una moraleja —buena—, en la que Flecha, atrapada por el odio, muere a manos de algunos de su propio bando porque se niega a disparar sobre civiles del bando enemigo. Se libera del odio y recupera, segundos antes de morir, su propio nombre —Alisa—, al que había renunciado obstinadamente en su anterior y sangrienta andadura. Lo demás, también como supuesta respuesta al absurdo, son una serie de nostalgias sentimentales sobre los paseos familiares y pacíficos en el Sarajevo de la preguerra. Allí radicaría la felicidad perdida...

      No pretendo caricaturizar sobre algo tan tremendo y doloroso; es sólo que el libro y la pretensión no dan para más. Muy propio de nuestro mundo. Páginas y páginas de temor, muerte y sufrimiento, de armas, odios y banderas... sin siquiera iniciar la pregunta trascendente. Sin indicarla. Con un artístico y metódico modo de obviar al ser humano, tan lógico, tan cerrado, tan cuadrado en la exposición, que no queda más que concluir que el autor —otro más— piensa, cree y siente que el hombre no es más que eso: un ser absolutamente determinado por sus confinamientos terrenales. Nada nuevo: a tal mundo, tal literatura... domada sin saberlo, con ilusión de protagonizar emancipaciones frente a las tiranías, y sin embargo sumisa al culto de una desesperante caducidad. Pretendidamente trasgresora y realmente reaccionaria, sostenedora del espíritu del tiempo. En otras épocas y contextos, panfletaria de grandezas totalitarias pseudosagradas; ahora, panfletaria hasta el aburrimiento de la bandera del vacío.

      No es esta protesta fruto de la ira, sino de la pena. Ciertamente, tras cerrar el libro, sentí pena. Por el alma del autor, a quien respeto, y por el alma de quienes reciben día a día como definitivas este tipo de elucubraciones sobre la maldad de la guerra. Esta ansiedad saludable de la que antes hablaba me ha animado a plasmar sobre el papel otro tipo de experiencia sobre la guerra, sobre aquella guerra concreta y sobre la concreta ciudad de Sarajevo. Experiencia personal y por tanto muy limitada, pero real.

      He tenido que vencer una especie de pudor por el que durante años sólo he compartido aquella experiencia con amigos y conocidos; por lo menos en lo que de más personal entraña. Respecto a otras personas sí hubo comunicación, sobre todo en aquel tiempo inmediato, a causa de alguna entrevista para la prensa o para la radio, o algún relato testimonial delante de algún grupo interesado. La circunstancia de haber estado allí en varias ocasiones se prestaba —y se presta— para denunciar esa tremenda concreción del «pecado del mundo» que se llama guerra, así como para anunciar el Amor de Dios a todo hombre. No obstante, muchas vivencias personales habían quedado —creía yo— sepultadas en mi alma para siempre. Ni siquiera los amigos saben de ellas. En su día quedaron reflejadas en un cuaderno, un peculiar diario en el que iba escribiendo intenciones, deseos, nombres, hechos... en forma de diálogo, de oración, dirigidas explícitamente a Dios, a Jesucristo. Ahora, impelido por la necesidad de dar alguna respuesta que pueda ayudar a alguno, aunque sólo sea a uno de mis hermanos, a mirar los acontecimientos con otra mirada, echo mano de mis recuerdos, de algunos fragmentos de lo escrito en aquel diario, de carpetas viejas que contienen documentos, notas, direcciones, fotografías, etc, y venciendo ese pudor me propongo simplemente contar una experiencia en ocasiones íntima y por tanto inevitablemente en primera persona casi siempre, vivida al calor de aquellos viajes, aquellos bombardeos, aquellos trajines y aquellas oraciones.

      Todo lo que contienen estas páginas es veraz. No toda la verdad, evidentemente. No sólo porque una experiencia personal, como antes indicaba, es algo extremadamente limitado en el concierto de los acontecimientos, sino porque el respeto a otras personas, y a mí mismo, me impiden reflejar por escrito determinadas miserias propias de los hombres que caminamos en la historia. La intención es otra. Es, como dice la Escritura,