Gerardo López Laguna

Dios en Sarajevo


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orante. No una estrategia, sino una identificación con Jesucristo: la Verdad desarmada, el amor universal, la expiación, el cargar lo que aplasta a los otros. Y esto no sólo como actitud individual, sino como verdadera respuesta a muchos conflictos que tienen expresión tangible en la historia. Un modo de lucha que se identifica con el fin: el amor entre los hombres que, por sí, excluye la injusticia pero desborda y supera a la llamada justicia. Ni lo conseguí vivir entonces ni lo vivo ahora... es algo que supera nuestra naturaleza, es cosa de la gracia. Pero por eso mismo es asunto de fe, y de esperanza. Hablando claro: creo profundamente en la noviolencia... porque soy irascible...

      Ya en 1991, animado por un amigo, intentamos los dos hacer algo ante la barbaridad que se estaba perpetrando en la guerra del Golfo. Queríamos, simplemente, «estar allí», con aquella gente que sufría. Hicimos gestiones, llamadas telefónicas, recogimos datos y más datos que nos dieran alguna pista sobre el cómo y con quien ir... y al final, Dios sabe, no lo conseguimos. Cuando al año siguiente el mundo conoció que en los Balcanes las gentes se estaban matando entre sí, seguí aquellas noticias con el corazón tenso, como tenso estaba y está por las interminables noticias que llegaban y llegan ante la realidad de otras muchas guerras. No tenía idea de que alguien estuviera proyectando alguna iniciativa diferente de las otras respuestas que se suelen dar ante algunos de los conflictos de parte de la sociedad civil no ligada orgánicamente con el poder político: ayuda humanitaria, observadores, informadores, etc. Sin embargo, en aquella ocasión sí había quien proponía otro género de respuesta: la presencia masiva de pacificadores venidos desde todo el mundo. Esta respuesta no ha prosperado como tal. Allí se hizo, se plantó como semilla, puede ser referente para otros... pero, según manifiestan los hechos, no parece que en este mundo haya hoy suficiente fe, esperanza y caridad, como para que una locura de este tipo se convirtiera en auténtica respuesta al drama de la guerra. Tonino Bello era obispo de Molfetta (Italia) en aquel entonces. Verdadero inspirador de esta iniciativa de paz, participó en aquella marcha hasta Sarajevo enfermo de cáncer. Meses después partiría a la Casa del Padre. Él soñaba con un gran gesto de amor en que decenas de miles de personas acudieran como ejército desarmado a interponerse físicamente entre los contendientes de cualquier guerra. Y junto con otros, echó la semilla. Como en la parábola del sembrador, depende de en qué tierra caiga para que dé fruto. En aquel momento la respuesta se tradujo en las quinientas personas que acudieron a la llamada.

      Yo nada sabía de esta iniciativa. Aquel año de 1992 fue especialmente difícil en mi vida: una crisis vocacional, determinadas contradicciones en el ambiente en el que me movía que a causa de mi debilidad espiritual se convirtieron en frustraciones; consecuentemente, desestabilizaciones emocionales que, sólo gracias a Dios, fortalecieron mi fe y no consiguieron que abandonara el mundo al que me había conducido Él, el mundo de los marginados, especialmente toxicómanos... En ese contexto, en Noviembre, un padre franciscano amigo mío, Emilio, me propuso participar en una marcha internacional de paz que se proponía entrar en la ciudad sitiada de Sarajevo. Al punto dije que sí y comenzamos las gestiones y los papeleos al respecto. A él le había llegado la noticia desde Salamanca: un religioso de allí coordinaba la iniciativa en España. El nombre de este proyecto era, traducido del italiano, «Yo también a Sarajevo».

      La guerra, la crueldad de la guerra, supuso para mí, paradójicamente, el comenzar a salir de una grave crisis. Ningún sufrimiento humano, ninguna pobreza, causada directamente por el desamor entre los hombres o por causas naturales de las que no podemos identificar claramente una responsabilidad personal (el misterio del desorden universal, el misterio del pecado), es instrumento para que otros se beneficien espiritualmente. Nadie es una cosa para nadie. No es instrumento entonces, pero sí es ocasión para salir de los confines del egoísmo. Es una llamada misteriosa al amor y a las acciones propias del amor, que no aguanta el sufrimiento de los amados sin remediarlo, suplirlo o compartirlo.

      Cada cual ha de dar razón de su esperanza, y la verdad es que en muchos de los participantes en aquella marcha, el motor, la razón, era la fe. En otros no; Dios, que sabe lo que realmente hay en cada corazón, es el referente para los unos y para los otros. Lo sepan o no.

      El grupo de españoles era de 23 personas, hombres y mujeres, venidos de varios lugares de la península. La mayoría había ocultado a sus familias el motivo de su ausencia durante aquellos días: vinculados muchos a congregaciones religiosas (varios eran consagrados) habían dicho simplemente que marchaban a hacer ejercicios espirituales, a alguna convivencia o alguna acampada. Bueno, realmente, todo esto era verdad... aunque no toda la verdad. Se nos había aconsejado escribir alguna carta que, en manos de alguien de confianza, pudiera ser entregada a los familiares o a quien decidiéramos, en caso de que algo grave ocurriera. Las opciones eran varias: muerte, heridas, aprisionamiento, desaparición... Nadie podía prever cómo iban a ir las cosas, pero había que prepararse espiritualmente. Incluso, entre las indicaciones y consignas de la marcha, estaba el estar dispuesto a actuar de modo noviolento en el caso de que alguno fuera sacado de entre los otros y sufriera algún tipo de agresión... de la intensidad que fuese.

      El 6 de Diciembre, por la tarde, nos congregamos —y nos conocimos allí casi todos— en el aeropuerto de Barajas, en Madrid. Nuestro primer destino era Roma. Embarcamos en el avión y dos horas después el comandante de la nave comunicaba por altavoz la llegada al aeropuerto de Fiumicino a la vez que transmitía un saludo y un deseo de bien a los participantes de la marcha.

      Ya en Roma hubo que solucionar un problema: los medicamentos que cargábamos con el objeto de dejarlos en la capital bosnia fueron interceptados por los carabienieri. Tras alguna discusión y la firma de un médico integrante de la marcha, los dejaron pasar. En Roma fuimos acogidos en una parroquia, Santa Gala, y desde allí, unidos al grupo de romanos que participaba en la iniciativa y después de rezar en común, partimos en autobús al día siguiente en dirección a Ancona.

      En esta ciudad italiana, en la costa del mar Adriático, nos dirigimos a la «Feria del pescado», lugar de concentración de todos los integrantes de la marcha de paz. Allí se completó el asunto del papeleo, rellenando datos, se facilitó a cada uno un carné identificativo, se organizó a la gente por grupos de afinidad y se celebró una asamblea para informar de la situación y decidir qué es exactamente lo que podríamos hacer. El método para decidir consistía en la elección de un portavoz por cada grupo. Una vez discutida la cuestión en cada uno de ellos, los portavoces se reunían para aclarar cual era el sentir y las ideas de los participantes de la marcha. Obviamente nadie sería forzado a continuar si estimaba que debía retirarse. En la asamblea se comunicó lo que ya todos sabían: que la ciudad estaba sometida a continuos bombardeos. También se dijo que el Ministerio de Asuntos Exteriores italiano instaba a abandonar la iniciativa. Los responsables de la organización presentaron varias alternativas: suspender la marcha de forma indefinida quedando en Ancona hasta nuevas noticias; embarcar hasta Split, en Croacia, y allí pensar alguna alternativa a la entrada en Sarajevo; continuar paso a paso valorando las posibilidades pero con el objetivo claro de llegar a la ciudad; y, por último, entrar en Sarajevo a toda costa fuesen las que fuesen las condiciones de tal entrada. Respecto a esta última alternativa, los organizadores dijeron que si se decidía esto, ellos no se responsabilizaban de lo que pudiera pasar, es decir, que en tal caso los que quisieran continuar así lo tendrían que hacer por libre.

      Unánimemente se optó por la tercera propuesta: paso a paso hasta Sarajevo. Gracias a Dios, en esta iniciativa, el espíritu de unanimidad prevaleció, ayudando a crear un clima de hermandad evidente. El 7 de Diciembre pues, a las siete de la tarde, embarcamos en una nave croata llamada Liburnja. Muchos de nosotros pisábamos un barco por primera vez. El trayecto habría de durar unas seis o siete horas hasta llegar al puerto de Split. El grupo de españoles, junto a otros, fuimos instalados en la cafetería, en la parte superior del barco, rodeados de cristaleras. Allí, de un modo informal, descargamos nuestras mochilas y comenzamos lo que creíamos grata travesía en medio de conversaciones amistosas y, en muchas ocasiones, profundas. El ambiente interior de cada uno daba para mucho.

      A las diez de la noche se soltaban las amarras en medio de una fuerte lluvia... La fácil y sencilla travesía de seis horas se convirtió en un infierno de más de veinte horas de tempestad. Olas de diez metros... nosotros, en la cafetería, veíamos caer al barco mientras el mar permanecía arriba, como una muralla más alta que la embarcación;