Santiago Osácar

Invierno bajo la estrella del norte


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justificar gastos y facturas antes de fin de año.

      La fuerte subida me había hecho entrar en calor y tras alcanzar un claro del pinar, encaramado sobre las rocas, me detuve un instante para recobrar el aliento mientras contemplaba un panorama de espectacular belleza: Hacia el norte cerraban el horizonte las moles de Peña Blanca y Peña Telera, separadas por aquel collado donde, hacía casi 20 años, nos habíamos hecho una foto memorable con la tropa de scouts mientras buscábamos el paso de Acumuer hacia Piedrafita de Jaca. Ahora se alzaban cubiertas de nieve que brillaba blanquísima bajo un sol que asomaba tímido entre las nubes. A la izquierda Collarada, que había presidido durante tantos años nuestros campamentos de verano y nuestros desvelos con aquellos niños tan difíciles de la Fundación Ozanam, y el altivo pico de Aspe y las alturas de Candanchú, hacia el ibón de Estanés... Por allí había transcurrido mi última travesía con los chicos de secundaria, cuando todavía era profesor en las salesianas.

      El crujido de la nieve bajo las botas y el tintineo de las hebillas de las polainas me recordaban otros tiempos y otras ascensiones bien distintas, con muchos amigos, risas y guitarras y anécdotas divertidas. Por aquel entonces había que dar grasa a las botas para impermeabilizar la piel... Pero esta vez eran la voz silenciosa del bosque y la soledad sonora del roquedo las que empezaban a calar en mi alma, aunque yo entonces no me daba cuenta... Pues los pensamientos se me iban hacia atrás, hacia aquellos años de aventuras o me empujaban hacia el futuro inmediato, hacia la urgencia de mi trabajo en las paredes de la casa de forestales.

      Me había propuesto estar allí antes de mediodía y reanudé la marcha, precedido por los perros de la borda que, al parecer, habían decidido acompañarme monte arriba. Lo primero sería poner en funcionamiento la calefacción y desplegar ordenadamente todo el material para poder pasar la tarde trabajando... aunque ni siquiera tenía un boceto o una idea previa de lo que iba a pintar.

      La propuesta de aquel encargo y el plazo de su ejecución me habían llegado antes del verano, cuando la pradera “de arriba” se cubre de narcisos y el monasterio “de abajo” recibe a todos esos turistas que lo convierten en el monumento más visitado de Aragón después de la basílica del Pilar. Pero había que esperar a que el documento de pedido fuese firmado por todos esos cargos de las empresas “públicas” que desangran las arcas del reino y entorpecen el funcionamiento de la ya poco ágil administración autonómica. Así comenzó aquel folio un azaroso periplo, pasando de un despacho a otro, reposando sobre mesas de diseño durante semanas hasta que algún imprescindible personaje volvía de sus vacaciones o se decidía a tramitar aquellos escritos cuyo contenido y significado desconocía. Cada vez que llamaba por teléfono a Olga, me pedía calma y paciencia... y me insistía en no comenzar el trabajo hasta que me llegaran los papeles debidamente cumplimentados. Olga es una de esas buenas personas que humanizan la administración y saben aliviar con solicitud afectuosa a quienes caen atrapados entre los engranajes de su burocracia monstruosa.

      –No empieces a pintar, Santiago; espera un poco más que el pedido va en firme, que sí que yo creo que lo pintarás tú.

      Yo no podía saber si el encargo se le había pasado a otro pintor amiguete de alguien o si la Diputación lo había rechazado o si había cambiado de opinión algún viceconsejero...Y se iban pasando los meses.

      –Pues… ¿a qué hay que esperar?

      –La hoja de pedido está en camino, en un despacho; esta semana he pasado por allí un par de veces y lo he visto.

      –Que has visto ¿a quién?

      –El papel, he visto el papel; la puerta tiene un cristal muy grande que da al pasillo y cuando paso por ahí lo veo encima de la mesa, el primero del montón… aunque últimamente nunca hay nadie en ese despacho.

      –Y entonces…

      –Oye, podemos ir mirando lo de tu alojamiento; lo mejor para ti sería una habitación en la hospedería del monasterio de arriba. Como trabajador de la D.G.A., te harían un precio especial, ¿te parece?

      Y así se marchitaron los narcisos y maduraron las moras; cayeron las primeras lluvias, brotaron los rebollones y los arces se tiñeron de amarillo cadmio. Las rosadas del amanecer cubrieron de escarcha los escaramujos y el claustro del monasterio corrió su velo de brumas. En las noches de helada brillaron las pléyades tiritando de frío y de las umbrías rocosas comenzaron a descolgarse entre el musgo pequeños carámbanos.

      Fue entonces, a finales de noviembre, cuando recibí simultáneamente la orden de comenzar mi obra y la de terminarla antes de las navidades. Por esas fechas los turistas se hacen tan escasos, incluso en los fines de semana, que la hospedería había cerrado sus puertas... Aún consulté por internet un par de albergues en Santa Cilia y una casa rural en La Serós, pero el macizo de La Peña, el milenario “Monte Pano” impuso sus condiciones. Pronto aprendí que cuando alargan las noches las previsiones y proyectos dependen más de los caprichos de la montaña que de las programaciones que puedan planearse desde Zaragoza.

      Reemprendí la marcha avanzando penosamente, llegándome la nieve casi hasta las rodillas mientras me adentraba en el pinar… pero los perfiles de la senda no eran claros; es más, de pronto tuve la certeza de que no estaba en el camino. Descendí ladera abajo hasta ver las trazas de una trocha que se abría paso entre los bojes cubiertos de blanco y comencé a remontarla. Pero otra vez se perdía entre rocas y espesuras nevadas. Me detuve escuchando el silencio del bosque y mi propia respiración; debía ser prudente y no llenar de huellas aquel paraje para, por lo menos, volver sobre mis pisadas hasta Santa Cruz de la Serós.

      No pude sino recordar aquella noche, años atrás, cuando en los oscuros bosques de abetos de los Alpes quise atajar cruzando el valle para regresar a la cartuja donde me alojaba. La nieve era tan profunda que apenas avanzaba y la tarde iba cayendo. De improviso me topé con un jabalí hundido como yo hasta los corvejones… al verme tan cerca comenzó a revolverse con gran agitación y a puro nervio logró salir entre sacudidas y terribles gruñidos antes de perderse en la oscuridad dejándome sobrecogido… Ya era noche cerrada cuando llegué exhausto y empapado a la iglesia donde estaba concluyendo el oficio de vísperas. Nunca me había parecido tan aromático el incienso ni tan melodiosa la salmodia gregoriana ni tan cálidas las llamas de los cirios arrancando destellos del oro de los iconos…

      Pero en san Juan de la Peña ya no se cantan salmos ni se quema incienso; no me esperaba nadie, así que no podía mojarme los pies ni dejar que anocheciera…No debería estar lejos del punto donde había perdido el camino y seguí descendiendo; en efecto, retrocedí hasta reconocer aliviado el claro donde había estado contemplando el paisaje y siguiendo mi rastro me fijé súbitamente en el de los perros… ¡los perros! ¿dónde estarían? ¿en qué punto se habían separado nuestras huellas? Les llamé con un par de silbidos y enseguida aparecieron trotando alegremente a mis espaldas. Su presencia amistosa me reconfortó, pero enseguida se volvieron por donde habían bajado y otra vez corrieron contentos bosque arriba. Entonces lo entendí: “sigue a los perros” me habían dicho en el bar. Comprendí que tenían la costumbre de acompañar a los excursionistas y con sus idas y venidas me estaban marcando el sendero hacia el monasterio románico.

      No tuve que seguir mucho tiempo a mis guías para llegar ante un enorme cartel que daba la bienvenida al “Paisaje Protegido de San Juan de la Peña y el Monte Oroel”. A partir de ahí fui encontrando a cada paso letreros que surgían de la nieve y daban prolija cuenta de las características geológicas del entorno o de la fauna y la vegetación que podría contemplar el visitante… o bien de todas aquellas actividades y comportamientos que se le prohibían. Muchos de ellos estaban ilustrados con mis acuarelas, dibujos cuyos derechos había cedido un poco ingenuamente a la administración y que ahora me indicaban el camino.

      Así llegué hasta la bifurcación, perfectamente señalizada, para subir hasta el monasterio viejo, el románico, o hacia el nuevo, en la “Pradera de San Indalecio”, mi destino. ¿Quién fue San Indalecio? ¿Por qué un paraje tan apartado e inhóspito había atraído desde tan antiguo a ilustres personajes? ¿O acaso había sido este lugar el que los había hecho ilustres? Sumido en estas reflexiones afronté los últimos repechos mientras el cielo se iba despejando y el sol se filtraba entre las ramas de los árboles