Santiago Osácar

Invierno bajo la estrella del norte


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de pronto. “Los corzos que saltando por los collados han salido del bosque y se acercan a la casa para asomarse a la ventana y atisbar por la celosía.”

      A grandes rasgos esbocé una hembra en el centro, mordisqueando la hierba, a su derecha un macho erguido, ramoneando un espino y otro a la izquierda. Me alejé con el carbón en la mano… “demasiado simétrico, resulta aburrido” emborroné el venado de la izquierda… “mejor aquí un pino, casi de tamaño natural; el tronco, que se pierda al llegar al techo, y las primeras ramas tendidas hacia la derecha, enmarcando toda la escena…”

      Seguí trabajando, encajando la composición y borrando con una bayeta húmeda del cuarto de limpieza. Me gustan los carboncillos, sobre todo esos sin tallar en los que se aprecia todavía lo que son: ramitas de sauce quemadas con mucha habilidad y en unas determinadas condiciones… sin embargo manchan los colores más delicados así que cuando tuve dibujada la escena, repasé los trazos principales con un rotulador grueso y a continuación limpié todo resto de hollín.

      Ya podía ponerme a pintar, comenzando como siempre por el cielo, el plano más lejano y de matices más pálidos, para ir superponiendo los sucesivos horizontes aumentando la intensidad de los colores. Es así como trabajaría un acuarelista y aunque utilizando los acrílicos no está sometido el artista a la transparencia de la pintura, los años de oficio me habían hecho a esta disciplina que ya me resultaba familiar.

      El firmamento sería de color amarillo Nápoles, con la palidez de un amanecer, aclarándose y ganado en luminosidad hacia abajo, para dar mayor sensación de profundidad y que no pareciera un telón de fondo. Primero aplicaba la pintura a rodillo y después con la brocha la iba estirando y matizando con blanco. De lejos el efecto no era malo del todo pero hubiera quedado mucho mejor pintando a pistola… si hubiese tenido más tiempo, si hubiera podido pintar en verano o a principios de otoño me habría traído el compresor y habría creado una atmósfera etérea y luminosa como sólo puede lograrla el aerógrafo.

      Qué ajenos a todo esto eran mis pagadores: para ellos la realidad es la rutina burocrática de los papeles. Seguramente jamás verían mi obra que en la hoja de pedido figuraba como “2ª fase ejecución contenidos; mural pared San Juan de la Peña. 1 ud.”. Es cierto que cobraría igual, tanto si pintaba de una forma como de otra, con tal de que acabara para la fecha indicada. Ya había entregado la factura, para que pudiese estar tramitada antes de fin de año y a los tres meses (o un poco antes si cedía a los bancos parte de mi dinero) me harían el ingreso…

      Pero cuando se pinta una obra de gran tamaño para un lugar público ya no se trata sólo de eso.

      Cuando vemos las obras maestras de los antiguos su belleza nos fascina porque prevalece radiante, ajena a las circunstancias más o menos mezquinas del momento que las vio nacer. Una belleza misteriosa, salida de las manos de un hombre que ya murió, y que permanece como vibrando aún por encima del tiempo porque apunta más allá, a un infinito por el que sí vale la pena dar lo mejor de uno mismo… ¡Si hubiera tenido una semana más!

      III

      LOS HERRERILLOS CAPUCHINOS

      Aquel día amaneció luminoso y frío. Muy frío. La caldera, cuyo zumbido al quemar gasoil había arrullado mi sueño, seguía funcionando pese a que había bajado el termostato a sólo diez grados.

      Me levanté contento y a toda prisa, con la ilusión de un niño en la mañana de reyes, me puse las botas para salir a contemplar otra vez la pradera nevada. A las gentes de la montaña la nieve acaba por cansarles pues dificulta todas sus tareas pero a los que vivimos en la tierra llana nos produce una alegría infantil difícil de explicar.

      El sol también acababa de levantarse y apenas doraba las copas de los árboles más altos, los que suben hacia la cima del monte Cuculo. La nieve del jardín crujía bajo mis botas y al abrir la cancela los goznes de la reja, que se habían helado, dieron un chasquido al quebrar aquella soldadura de cristal. Y otra vez la pradera, y aquel gran silencio que lo envolvía todo…

      Pero no era un silencio opresivo sino lleno de vida: en el bosque podían leerse las últimas noticias de la noche en las huellas impresas sobre la blanca página que cubría los helechos. El zorro parecía haber estado en todas partes; a veces al trote y otras caminando indolente, arrastrando la cola que dejaba un trazo suave y ondulado como la brocha de un acuarelista. Debía tener hambre, pues se había desayunado con los frutos de un rosal silvestre en torno al que la nieve se veía pisoteada. Los escaramujos estaban en su punto, rojos y brillantes y yo también cogí unos cuantos pensando hacerme un té con ellos. En el valle el fruto de la rosera madura demasiado pronto y las lluvias del otoño los echan a perder, pero en la montaña se hacen más grandes y jugosos y la helada los conserva durante todo el invierno. Aquellos estaban bastante sabrosos, aunque como todos, tan llenos de pepitas que no resultaba agradable masticarlos.

      Más apetecible hubiera resultado para el raposo la liebre cuyas huellas descubrí más adelante; había avanzado a grandes saltos entre los quejigos que con su follaje seco daban al oscuro pinar una nota de color ocre. También por allí habían merodeado los corzos, posiblemente aquel grupo del primer día que ahora trataba de retratar en mi pintura.

      En efecto, debía volver a la casa y ponerme al trabajo; el sol ya se filtraba entre el ramaje y algunos pajarillos lo saludaban piando tímidamente. Los vi ejecutando cortos vuelos entre las ramas más bajas y las mesas de madera que en la linde del bosque acogen las comidas de los turistas domingueros. Me acerqué andando muy despacio. Sus voces me sonaban conocidas.

      –¡Tit-tit-tit! –muy parecidas a los reclamos del carbonero o el herrerillo, tan frecuentes en los sotos de la tierra llana.

      Los ingleses llaman onomatopéyicamente “Tit” a todos los páridos, anteponiendo al nombre de familia el propio de cada especie. Así el “blue tit” es el herrerillo, el “great tit” el carbonero, el más grande; al carbonero palustre le llaman “marsh tit” y “coal tit” al garrapinos.

      –¡Tit-tit-tit! –se llamaban unos a otros, y revoloteaban entre el follaje, posándose en las piñas o colgándose de las ramitas más finas. ¿Serían pues carboneros garrapinos? En las arboledas del Ebro no se da esta especie así que no estaba familiarizado con su reclamo…pero no, sin duda se trataba de… ¡Herrerillos capuchinos!... Un pajarito montañés, muy aficionado a los bosques de coníferas al que había tenido la fortuna de ver sólo en contadas ocasiones.

      Estuve un rato contemplando sus idas y venidas; no parecían temer mi presencia así que pude admirar la elegante cresta de plumas que les da nombre y su sofisticado diseño facial blanquinegro. No se alejaban de las mesas y a menudo se posaban sobre las tablas cubiertas de nieve, como si esperasen encontrar allí algo interesante. Mientras regresaba hacia la casa de los forestales comencé a sospechar que quizá estuviesen acostumbrados a encontrar migas o restos de comida que asociaban con la presencia de personas en aquella zona del bosque. Es decir, no sólo no los había espantado al pasearme por allí, sino que quizá incluso los había atraído.

      Aquello resultaba muy interesante… cogí la cacerola para prepararme la infusión pero me encontré con que no había agua en ninguno de los grifos de la vivienda. ¡Vaya contrariedad! Salí otra vez recordando haber visto una fuente no muy lejos de la verja. En efecto, era una de fundición como las que hay en los parques, con un mando que se presiona y mana durante unos segundos. Pero no había manera de accionarlo; estaba totalmente congelada como también debían estarlo las cañerías del edificio. ¡Verdaderamente hacía mucho frío!

      Llené la cacerola de nieve y volví a entrar para colocarla sobre el fogón de mi hornillo sin dejar de pensar en los herrerillos capuchinos. Ya hacía muchos años que había conseguido el permiso para capturar y marcar mediante anillas metálicas aves silvestres, pero jamás había atrapado en mis redes un “crested tit”.

      El anillamiento científico es en España una actividad realizada de forma amateur por un buen número de voluntarios. Nuestros pájaros, una vez liberados con su anilla numerada han sido recuperados en latitudes sorprendentemente lejanas, aportando a los biólogos valiosos datos de campo.

      Pero