Santiago Osácar

Invierno bajo la estrella del norte


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los viejos robles. Recordé que Melisa vendría al día siguiente; comeríamos juntos, le enseñaría mi pintura y hablaríamos de los herrerillos capuchinos… estaría bien afeitarse y lavarse un poco, aunque fuese con agua fría…Pero sobre todo habría que levantar el campamento ilegal que tenía allí montado.

      Me preparé una taza de té mientras pensaba en todas estas cosas, sentado en el arranque de las escaleras, con la espalda apoyada en la puerta cerrada que subía a la segunda planta. “Si pudiera abrirla –me dije– pasaría todos mis cachivaches al otro lado, al rellano, y no tendría que hacer y deshacer la mochila cada vez que Melisa viene o se va... Y de paso echaría un vistazo al piso de arriba y al desván.” En efecto mi espíritu explorador, en aquella tarde de encierro, sentía la llamada de las regiones incógnitas bajo las que transcurría mi vida cotidiana.

      Parecía lógico que en la casa se guardara copia de todas las llaves: también la del cuarto de calderas, de la capilla, de la verja…y en fin de todas las puertas. Y el sitio más apropiado era sin duda la mesa de recepción. En efecto, no tardé en dar con una cajita de hojalata que contenía un juego completo con sus correspondientes etiquetas escritas a mano: “Puerta lateral”, “Capilla”, “Puerta cristales” (ésa era la que yo tenía) “Reja”, “Escalera” y “Caldera”. Probé la penúltima llave, “Escalera”, que giró sin dificultad; traspuse aquel umbral cuya fría oscuridad olía a cerrado y ayudado por el tacto del pasamanos accedí a la planta superior: Un largo pasillo interior, sin luz eléctrica al que se abrían numerosas puertas. Pude ver en la penumbra que la primera correspondía a una sala muy amplia, con una gran chimenea de piedra y una mesa grande rodeada de seis u ocho sillas. En las paredes fotografías de fauna y flora pirenaicas y, enmarcado, un antiguo documento que examiné a la luz del mechero. Se trataba de un informe del distrito forestal de Huesca, fechado el 9 de julio de 1869… me quemaba el dedo y cambié de mano… desaconsejando sacar a pública subasta el monte (es decir los bosques) de San Juan de la Peña. Desde luego no estaba redactado con el frío lenguaje oficial de un informe técnico, y su conclusión, después de una sólida argumentación, tenía la pasión lírica de un enamorado:

      “No se concibe el Santuario sin el monte –decía el ingeniero– ¡De tal modo se armonizan y se complementan las bellezas de la naturaleza y las producidas por el genio del artista! Quitad el monte al Santuario y habréis mutilado el monumento.”

      Entendí que tras la desamortización, los dos monasterios y todo su patrimonio montañés habían pasado a ser propiedad del Estado, quien los vendería al mejor postor para su explotación maderera. Los días de aquel bosque de leyenda estaban contados.

      Pero he aquí que un ingeniero de montes, cien años antes de que nacieran “verdes” y ecologistas, alegaba que por encima de los criterios económicos, la belleza de hayedos y abetales debía ser salvaguardada. Y fue escuchado…

      La segunda puerta era un cuarto de baño… ¡con ducha! El plato estaba lleno polvo y bichos muertos, pero había agua; trataría de adecentarlo un poco para lavarme.

      La siguiente se abría a una habitación espaciosa y muy oscura. A tientas y tropezando con los innumerables bultos que había por el suelo llegué hasta las ranuras de luz que delataban una ventana cuyas maderas hinchadas crujieron al abrirse. Soplaba una suave brisa y seguía lloviendo; la luz triste, fría y tamizada por nubes plomizas parecía la de un amanecer sin sol que ya se estaba convirtiendo en ocaso. Pero fue suficiente para ver sorprendido los tesoros que allí se guardaban. Ahí estaban, a mis pies, los mismísimos capiteles del monasterio viejo esparcidos por el suelo y las dovelas de sus arcos decoradas con impostas de ajedrezado jaqués… Todo ello esculpido con maestría de cantero en porespán o cartón piedra, pintado con una pátina de arenisca muy lograda. Recordé que hacía ya unos años se había expuesto en el Palacio de Sástago, en Zaragoza, una réplica del claustro viejo de san Juan de la Peña que, con una iluminación muy teatral, había llamado mucho la atención. Arrimados a la pared fui levantando varios carteles que hablaban del antiguo cenobio y su panteón real, de viejas crónicas, de santos y monarcas. En efecto, se trataba, al menos en parte, de aquella exposición tan celebrada… ahora allí arrumbada y echada a perder como las glorias milenarias de cetros y báculos depuestos por la desamortización… ¿Qué se hizo del viejo abad? Los infantes de Aragón, ¿qué se hicieron? ¿Qué fue de tanta oración? Los monjes y el scriptorium, caballeros y leyendas, ¿dónde fueron?...

      A un cuarto trastero, a un desván de olvido. Mi pintura era la última fase del nuevo centro de interpretación que ya sustituía al antiguo montaje museístico allí arrinconado. Ahora se hablaba de geomorfología, pisos montanos, vegetación rupícola, ambientes forestales, ecosistemas… “Quitad el santuario al monte y habréis destruido el paisaje” me dije a mí mismo parafraseando a la inversa el discurso que acababa de leer. No es que se haya descuidado el monumento románico, todo lo contrario, su fábrica arquitectónica goza de mejor salud que nunca… pero ya no hay anacoretas en las cavernas, ni un asceta en las ermitas ni monjes los claustros. Se han olvidado las leyendas piadosas y las hazañas de los caballeros y las oraciones de los santos. Se ha callado la voz del bosque y el murmullo de los torrentes y el eco de los peñascos, se ha sofocado el espíritu del monte Pano.

      ¿Ha muerto su alma?

      No, no está muerta, está dormida. Ha sido sometida a la frustración de verse reducida a objeto de estudio arqueológico y biogeográfico. Y la sierra entera, expectante, está aguardando su plena manifestación... Pero cuando una suave brisa recuerde el alma dormida y sople dulcemente a la entrada de la cueva como un hálito de vida, no habrá ya un profeta que se estremezca tapándose el rostro y conteste, en nombre de la creación a esa llamada.

      “O quizá sí” –pensé– “quizá ese hombre soy yo” Pero este pensamiento me asustó como algo que no puede mirarse cara a cara y desechándolo, seguí curioseando entre aquellas ruinas de tramoya.

      También anteriores a la última reforma se veían por allí dos antiguos proyectores de diapositivas y numerosos álbumes de filminas apilados en una estantería: “El románico en Aragón”, “Cuando un bosque se quema, algo tuyo se quema”, “Conservación del oso pardo en los Pirineos”…Con ellos había numerosas publicaciones: folletos del antiguo ICONA, guías turísticas de la comarca, mapas excursionistas, publicaciones científicas y una carpeta que llamó mi atención. Desaté sus lazos y eché un rápido vistazo a los papeles que contenía. Eran recortes de artículos, fragmentos de libros fotocopiados o páginas sueltas de revistas especializadas, todos ellos relacionados con el sitio de San Juan de la Peña.

      Alguien los había ido recopilando durante mucho tiempo, a juzgar por las anotaciones manuscritas en los márgenes y la diversa procedencia de las publicaciones. Algunos autores me sonaban como “Agustín Ubieto” o “Antonio Durán Gudiol”; otros tenían menos renombre académico o me eran totalmente desconocidos. Pero entre todos aquellos folios llamó mi atención un grabado –con los negros muy subidos por la multicopista– que representaba a los mismísimos Voto y Félix.

      “Los que cuentan del principio de esta casa –narraba la cuartilla mecanografiada con la que el dibujo había sido grapado– dicen que hubo en aquella peña una ermita, en la cual hacía santa vida un ermitaño de nombre Juan de Atarés (…). Muerto este santo ermitaño, que por tal se le tiene, estuvieron en aquella ermita dos hermanos naturales de Zaragoza, Voto y Félix.” –Muy interesante, dos hermanos almendrones, por eso en Zaragoza tienen a su nombre sendos callejones– “Voto dicen que andando a caza por el bosque que queda en lo alto de este monasterio, corriendo tras un venado, llegó a la punta de la peña donde el venado se despeñó, y el caballo quedó con las manos en el aire, e invocando Voto a san Juan Bautista para que le valiese, volvió el caballo en redondo y quedó a salvo del peligro. Por lo que dejando el mundo y las riquezas que tenía, se hizo ermitaño con su hermano Félix en aquella ermita”.

      Juan Bautista Labaña

      Itinerario del reino de Aragón, 1610–1611

      ¡El mirador de San Voto! Así pues, no era un balcón a donde el santo se asomaba, ¡sino el risco por el que casi se despeña! Inauguraba así una tradición muy arraigada entre