Santiago Osácar

Invierno bajo la estrella del norte


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la mesa y como Pulgarcito, buscaban las migajas yendo y viniendo y llamándose con alegres voces.

      –¡Tit-tit-tit!

      Sin radio ni televisión, sin internet o prensa de ningún tipo, en soledad vivía y en soledad había puesto allí mi nido y las novedades cada mañana eran la helada y el merodear de las raposas y las visitas de los pájaros; mis pensamientos se hacían ingenuos y mi vida se simplificaba.

      Esa noche monté la red.

      El cárabo ululaba con voz lúgubre en lo profundo del bosque. No tenía linterna y en el cielo, cubierto totalmente desde primera hora, no brillaban la luna ni las estrellas. Sin embargo tenía tanta costumbre de hacer nudos con una mano, tensar vientos con la boca, poner mosquetones y calcular distancias, que la relativa claridad del suelo nevado fue suficiente para colocarla de forma satisfactoria.

      Se trataba de una malla de fino hilo negro, de doce metros de largo por tres de alto tensada en sus extremos mediante los tubos telescópicos de dos cañas de pescar. Durante la noche la red permaneció plegada y cuando apenas apuntaba la primera claridad del nuevo día me levanté para dejarla extendida, prácticamente invisible, en la penumbra del pinar.

      En estos días grises del invierno los pájaros no son muy madrugadores, así que me dispuse a desayunar tranquilamente para darles tiempo a caer en mi trampa. Desde luego verían en seguida las cuerdas y los palos que la tensaban, pero las aves no suelen desconfiar de los objetos inertes que se encuentran al amanecer en el lugar donde han dormido. La brisa, del sur, era muy floja y apenas movía la red; tenía muchas probabilidades de éxito y como trampero experimentado lo sabía.

      Aún me entretuve fregando los cacharros del desayuno antes de salir hacia el bosque. No había mucha más luz que al alba pues el cielo estaba densamente nublado; me pareció que caían algunos copos…

      Y entonces los vi: un par de siluetas humanas entre los árboles; apreté el paso en dirección a la red y al entrar en el bosque salieron a mi encuentro:

      Los APNs.

      –¿Es suya esa red? –Era casi más una afirmación que una pregunta. Ambos iban de uniforme, con las insignias de los correspondientes organismos autonómicos; el que había hablado podría tener mi edad y el otro, que permanecía un paso atrás, parecía muy joven.

      –Sí, soy anillador, tengo los permisos ahí, en la casa. Si quieren voy a buscarlos, estoy trabajando en el centro de interpretación y había querido aprovechar…

      –Vaya a buscarlos por favor –me interrumpió secamente el veterano.

      Los APNs no son otra cosa que lo que antiguamente llamábamos “guardabosques”, pero como el término sonaba poco moderno, como con resonancias de cuento infantil, se lo habían cambiado por el mucho más digno de “Agentes de Protección de la Naturaleza”.

      Mientras volvía a la casa vi su coche de color granate a la entrada del monasterio nuevo. La carretera estaba limpia ¿cómo no me había enterado del paso de la quitanieves?

      La situación era delicada: si los guardas averiguaban que me alojaba en la casa de forestales aquello les parecería muy irregular e informarían a sus jefes. Estos, ignorantes de la situación consultarían a la oficina correspondiente en Zaragoza, que a su vez se pondría en contacto con la de Olga… que por supuesto me imaginaba durmiendo en cualquier parte menos en el museo… y estallaría toda la tensión acumulada que se deriva de tener una administración con más jefes que indios…

      –Aquí están: éste es el de España, el del ministerio de agricultura o como se llame ahora –El agente asintió con la cabeza y se lo pasó a su compañero. Tampoco él debía saber el nombre del tal ministerio ni parecía importarle demasiado.

      –Éste es el carnet de la Sociedad Española de Ornitología… y éste otro el permiso de la DGA, que supongo que es el que más os interesa.

      Lo leyó entero, los dos folios por ambas caras, con mucha atención, como queriendo encontrar algo que objetar, pero su compañero intervino señalando uno de los sellos del documento.

      –¿Qué organismo es ése?

      –No es un organismo, son unas oficinas… no sé, debe ser una empresa que les hace el papeleo. Es un poco complicado.

      Verdaderamente lo es; hay que complicar bastante las cosas más sencillas para poder crear un buen número de puestos de trabajo en la administración. Por eso resultan de mayor mérito los profesionales como aquellos agentes que a primera hora de la mañana ya están patrullando el monte, con fríos y heladas, paga escasa y poco reconocimiento.

      –Bueno, por esta vez no pondremos ninguna denuncia… pero esto es un espacio natural protegido y deberías tener permiso de Jaca, o al menos informar de que estás realizando esta actividad.

      Me había apeado el tratamiento pasándose al tuteo, lo que pareció relajar la situación.

      –Ahora os estoy informando, antes me ha sido imposible…

      Me di cuenta de mi imprudencia y me callé. No podía decir que llevaba allí varios días; era mejor dejar que pensaran que acababa de subir, poco antes que ellos, por la carretera recién despejada.

      Caía una fina aguanieve, más agua que nieve.

      –O sea, que tengo que avisar a alguien en Jaca, ¿No es eso?– seguí diciendo para desviar la atención.

      –Sí, a la directora de la reserva –sentenció el aprendiz, que ya parecía más metido en faena.

      –¿A la directora o al gerente? –pregunté con malévola candidez– Además esto no es “Reserva”, es un “Paisaje protegido” –El aprendiz miró confundido a su compañero, como si acabaran de hacerle una pregunta de examen. Pero el veterano endureció el gesto y volvió a tratarme de usted.

      –Da lo mismo; de todas maneras va a retirar esa red ahora. Este sitio no es bueno porque vendrán turistas este fin de semana y no es oportuno tener esto montado tan a la vista. Han limpiado la carretera y hoy ya puede subir alguno. Además si está trabajando en la casa, haga su trabajo. Y cuando anille pájaros hágalo con responsabilidad.

      –Vale, además se está poniendo de llover, la quito –Y comencé a desatar los tirantes– pensaba que a primera hora podía coger algo interesante, casi nadie anilla en montaña y quería aprovechar que estaba por aquí.

      Me fui enrollando la red entre la mano y el codo manteniéndola tensa para que no se volcara.

      –Sí, había un par de pajaretes; pensábamos que eras un furtivo y los hemos soltado –dijo el guarda bisoño mientras me sostenía el palo para que no tuviera que usar la boca.

      –Gracias. ¿Dos pájaros? ¿Y qué eran? –pregunté ansioso mientras recogía los vientos.

      –De esos carboneros marrones con un moñete que van por los pinos. Toma la otra cuerda –el veterano volvía a tutearme.

      –Gracias…

      –Sí el parus cristatus. De eso sí que me acuerdo, nos hacían estudiar más de cien nombres científicos para la oposición –comentó el joven, orgulloso de su buena memoria.

      –¡El parus cristatus! ¡El herrerillo capuchino! –Dije con voz crispada.

      –Exacto, el herrerillo capuchino, uno que hace “Tit-tit-tit”–remedó con mucha gracia; y los dos guardabosques sonrieron.

      IV

      EL PISO DE ARRIBA

      El aguanieve se convirtió en una lluvia fina y persistente; la nieve se iba deshaciendo en círculos alineados bajo los aleros de la casa, en los tejados del monasterio y en la pradera, que se convirtió en un barrizal. Toda la sierra estaba envuelta en brumas y desde mi casa apenas podían adivinarse los perfiles del monasterio nuevo. Los dos robles monumentales que se alzan solitarios en la gran explanada de San Indalecio, árboles que ya eran centenarios al concluirse la iglesia barroca,